EL PAZO DE LA DISCORDIA: SORPRESAS DE UNA RESOLUCIÓN JUDICIAL CURIOSA.
08 de septiembre de 2020 por Redacción FNFF
PUBLICADO EN: MONSIEUR DE VILLEFORT
Confieso que si el fallo de la Sentencia 137/2020 de 2 de septiembre del Juzgado de Primera Instancia número Uno de La Coruña dictada en autos de Procedimiento Ordinario 137/2020, que estima la acción reivindicatoria efectuada por la Administración del Estado frente a los herederos de Francisco Franco Bahamonde, no ha sido algo inesperado en cuanto al fondo (por cuanto era algo más que previsible para cualquiera mínimamente familiarizado con la evolución histórica del Poder Judicial español y su inveterada relación sumisa con quien detenta el Poder -con mayúsculas- en cada momento) sí me ha sorprendido la tolerancia y aceptación de ciertas actuaciones de la defensa de la Administración del Estado que, salvo demostrarse con pruebas mi equivocación, creo que no se habrían admitido a ningún otro letrado ni en ningún otro pleito.
Vayamos por partes y analizaremos las cuestiones que merecen destacarse.
Primero.- Extensión de la sentencia.
En primer lugar, desde el punto de vista estrictamente formal (es decir, con independencia del contenido) la sentencia es un auténtico desafío al sentido común. Cuando uno se aproxima a la misma contempla que se extiende nada menos que a lo largo de trescientas noventa páginas, es decir, superando con creces la longitud de muchas grandes obras de nuestra literatura, valiendo como ejemplo que la La Colmena (en la edición de Cátedra) no llega a tal extensión ni tan siquiera incluyendo el magnífico estudio introductorio que la precede.
Ahora bien, repuestos de la sorpresa inicial, cuando uno se adentra en la lectura puede verificar que tamaña extensión es “forzada”, pues el grueso de la misma, es decir, los antecedentes de hecho, ocupan 265 páginas, limitados a transcribir literalmente la demanda y la contestación, de tal forma que los razonamientos jurídicos propiamente dichos se inician en la página 266. Un clarísimo ejemplo de lo que no se debe hacer, puesto que cualquier juez que se precie debería ostentar la facultad de sintetizar o resumir los puntos clave de una causa. Es posible que en este caso la redactora haya considerado que, dada la trascendencia de este pleito, de esta forma se garantiza que el público conozca en su integridad las pretensiones y fundamentos de las partes, en cuyo caso nada habría que objetar. Pero incluso así, hubiera sido de agradecer una síntesis. Cualquier órgano judicial estadounidense, incluso en pleitos de trascendencia notable (pensemos en el que resolvió la controversia entre Bush y Gore -cuyo fondo material implicaba nada menos que verificar quién alcanzaría la Presidencia de los Estados Unidos-, o el que se pronunció sobre la constitucionalidad del Obamacare) no llegan ni con mucho a la extensión de la sentencia glosada.
Segundo.- La errónea referencia a Franco como “autoproclamado” Jefe del Estado.
En segundo lugar, a lo largo de toda la resolución se describe a Francisco Franco como “autoproclamado” Jefe del Estado. Con independencia de la opinión que uno pueda tener del personaje, tal calificativo no le es aplicable stricto sensu, y lo que es más, la propia magistrada debería ser consciente de ello, por cuanto transcribe íntegramente la resolución de la Junta de Defensa Nacional celebrada en Salamanca el día 29 de septiembre de 1936, y que se publicó oficialmente el día siguiente. En la citada reunión de la meditada Junta se encontraban presentes los generales Mola, Cabanellas, Saliquet, Queipo de Llano, Valdés Cabanilles, Gil Yuste, Dávila, Kindelán y Orgaz. La decisión adoptada por la Junta, y no por Franco, fue de nombrar a éste “Jefe del Gobierno del Estado” (sic), tras un debate en el que incluso hubo voces discrepantes como la del propio Presidente de la Junta, el general Cabanellas (quien, por cierto, sin cuestionar el talento militar de Franco ni su designación como mando supremo militar, sí que opuso reservas en cuanto a su nombramiento como Jefe del Estado). Esto es algo que puede comprobarse en cualquier manual sencillo sobre la Guerra Civil española sea cual sea la orientación del autor, en cuanto a que tanto la reunión de la Junta como su composición en la fecha indicada y la decisión de esta son datos objetivos.
Napoleón sí se “autoproclamó” emperador, coronándose a sí mismo tal y como aparece en la célebre pintura de David. En septiembre de 1936 Franco no fue “autoproclamado”, sino que fue “designado”. Es posible discutir y argumentar si esa designación de la Junta se consideró algo simplemente provisional y mientras durase el conflicto, pero lo que no puede es incluirse en una resolución judicial afirmaciones que no son ciertas, máxime cuando, insistimos, en la propia sentencia se incluyen documentos que acreditan la inexactitud de tal afirmación.
Tercero.- Acepción del vocablo “caudillo”.
Es a la hora de dilucidar el significado del vocablo “caudillo” donde se da una abierta y fácilmente detectable manipulación por parte de la juez. No sólo por hacer un ejercicio de “presentismo” que distorsiona los hechos, por omitir datos relevantes.
Veamos lo que dice Su Señoría al respecto en la página 330 de su sentencia:
“El diccionario de la Real Academia Española define la palabra caudillo como dictador político. Y al “dictador político”, como “persona que se arroga o recibe todos los poderes políticos y, apoyada en la fuerza, los ejerce sin limitación jurídica” (página 330).
Este párrafo es clave, por cuanto en varias ocasiones a lo largo de la resolución se afirma que la donación del Pazo “no fue a Franco, la donación fue al Caudillo”.
Pues bien, cualquier persona que se asome al párrafo donde la juez efectúa la interpretación del término “caudillo”, necesariamente llega a la conclusión que el único significado de dicho término es precisamente ese, léase “dictador político”, y no ningún otro. Orillando el hecho de que no puede interpretarse el significado de un término utilizado en 1938 con el sentido que al mismo se otorga en 2020 debido a la posible variación conceptual (valga como ejemplo la mutación que el término “patriota” experimento en el significado que al mismo otorgó la Real Academia a finales del siglo XVIII y en la segunda década del siglo XIX), lo cierto es que si el lector, llevado por la curiosidad, efectúa una consulta a la última edición del Diccionario de la Real Academia Española (la que forzosamente hubo de manejar la juez) comprobará sin mucho esfuerzo que “caudillo” no tiene una, sino tres acepciones, en concreto las siguientes: “1. Jefe absoluto de un ejército. 2. Hombre que encabeza algún grupo, comunidad o cuerpo. 3. Dictador político.” Como puede verse, la juez acude a la última acepción, pero silencia (y es evidente que el silencio es voluntario) la existencia de las otras dos, quizá para no tener que esforzarse en justificar por qué acude a la última de ellas. Y ello porque desde la perspectiva del año 1938, a Franco le cuadraban bastante más más las dos primeras acepciones que la tercera.
En efecto, no puede prescindirse del hecho que en agosto de 1938 nuestro país aún se encontraba inmerso en el conflicto civil, y que aún no se había decidido la crucial batalla del Ebro, cuyo desenlace (que decidió prácticamente la guerra) tuvo lugar en noviembre de ese año. Al lado del gobierno “nacional” existía la zona “republicana” donde aún se mantenían formalmente las instituciones que erigió la Constitución de 1931 aunque, debido a la situación de guerra, el funcionamiento de las mismas tampoco era el ordinario. Y además, en 1938 nada hacía suponer que Franco, que en esos momentos ostentaba la “Jefatura del Gobierno del Estado” de ganar su bando la guerra continuara en dicho puesto, pues una gran parte de las fuerzas que lideraba abogaban por una restauración de la monarquía (ya fuese en la persona de Alfonso XIII o del heredero de la “legitimidad” carlista) o incluso la continuación de una república (pues la falange, cuando menos la joseantoniana, no era monárquica)
A mayor abundamiento, era común referirse, incluso ya finalizada la guerra, a determinados personajes con el mismo calificativo. Así, por ejemplo, Onésimo Redondo fue descrito durante y después de la guerra como “caudillo de Castilla” (leyenda que incluso reza en algunos monumentos erigidos a su persona), y también se hablaba de “caudillo almogávar” para referirse a Roger de Flor. Dudo mucho que pueda aplicarse el concepto de “dictador político” (sic) a dichos personajes, que jamás ocuparon cargo de tal naturaleza.
En otras palabras, la Juez “proyecta” hacia 1938 la visión de 2020.
Cuarto.- Aceptación de un libro y de la “memoria oral” como prueba.
La Abogacía del Estado aportó como prueba junto con su demanda el libro “Meirás. Un Pazo/un caudillo/un expolio” (Fundación Galiza Sempre, 2017), e incluso propuso como prueba testifical la declaración de los dos autores (Carlos Babío Urqui y Manuel Pérez Lorenzo). Lo que en cualquier procedimiento hubiese sido no ya rechazado, sino incluso objeto de reprensión cuando no de burla, la juez lo admitió sin tapujos.
Para empezar, no se dice en la sentencia que la fuente manejada no es ni mucho menos imparcial u objetiva, e incluso se silencia (probablemente también de manera voluntaria) que el editor ostenta un evidente y clarísimo interés directo en el resultado del pleito, pues la Fundación que lo publica fue constituida en el año 1999 por el Bloque Nacionalista Gallego. Es decir, que desde el punto de vista estrictamente procesal, la credibilidad de tal fuente sería la misma que pudiera tener la aportación de una obra sobre el tema auspiciada por la Fundación Nacional Francisco Franco.
Pero lo que realmente choca es la quiebra de los más elementales principios probatorios, no ya al admitir como prueba el libro sino por ampararse en numerosas ocasiones no en hechos objetivos y fuentes documentales acreditadas, sino en “memoria oral” transmitida, además, por un tercero. En otras palabras, se acepta como hecho objetivo acreditado la afirmación contenida en un testimonio indirecto, el de los autores del libro, que se hacen eco de las manifestaciones de terceras personas a quienes no se puede interrogar. Es sorprendente que la juez acepte tal proceder e incluso que en ocasiones se refiera de forma expresa a esa “memoria oral” para llegar a sus conclusiones (páginas 289, 299, 300 y 322). No tienen desperdicio afirmaciones como: “los autores del libro relatan de acuerdo con la memoria oral” (página 300) y “en el acto del juicio acudieron a la memoria oral para justificarlo” (página 322). Cabría preguntarse si en cualquier otro juicio entre simples particulares a la hora de resolver un litigio sobre propiedad un juez español aceptaría como prueba la simple “memoria oral” expuesta, además, por un tercero con interés directo en el pleito. Es más, me atrevería a decir que si cualquier letrado particular (es decir, cualquiera que no fuese miembro del Servicio Jurídico de cualquier Administración) intentase efectuar esa maniobra, el juez hubiese echado mano inmediatamente de las facultades que le otorga el artículo 247 de la LEC.
Imagínense ustedes el siguiente escenario. En el seno de un pleito donde se ejercita la acción de nulidad de compraventa de acciones o, subsidiariamente, la reclamación de daños a consecuencia de la reducción a cero de las acciones del Banco Popular debido a la resolución de éste por la Junta Única de Resolución, la parte demandante se le ocurriese presentar entre la documentación el libro De los Borbones a los Botines: auge y caída del Banco Popular (La Esfera de los Libros, 2018), que recoge la exhaustiva investigación histórica y financiera llevada a cabo por Eduardo Segovia. ¿Alguien cree que existiría un solo juez en nuestro país que aceptase tal obra como documento probatorio?
No es la única ocasión en que se quiebran los principios generales del sistema probatorio. De forma totalmente inaudita, se admitió la testifical de un Catedrático de Derecho Administrativo y de una Catedrática de Derecho Civil ¡para que explicasen por qué, a su entender, no se dan las circunstancias jurídicas que permitan hablar de una desafectación tácita! (página 379). Hasta estos momentos quien suscribe, en su inocencia, creía que el objeto de prueba se limitaba a cuestiones de naturaleza táctica, y no a consideraciones jurídicas, donde regía el principio iura novit curia.
Quinto.- Diferencia de trato en lo que se respecta a la falta de actividad: el “consenso social” como presupuesto para ejercicio de la acción.
En este punto, debemos partir de varios hecho plenamente aceptados e incontrovertidos: el Pazo de Meirás fue incluido en la herencia privada de Francisco Franco e inscrito a nombre de sus herederos tras el fallecimiento de aquél en 1975. Que en el Pazo tuvo lugar un grave incendio en 1978. Que sus propietarios no acometieron obras de reparación hasta 1998 y que la demanda de la Administración del Estado instando la acción reivindicatoria no tiene lugar hasta julio de 2019.
La juez reprocha (con razón) que los demandados no hubiesen efectuado ningún acto efectivo en veinte años. Pero ello contrasta con el giro copernicano que experimenta al negar retraso en el ejercicio de la acción reivindicatoria (cuarenta y tres años y medio desde la transmisión registral de la propiedad). Y para ello, la juez alude a dos conceptos extrañísimos que está claro no van a traspasar el umbral del caso concreto:
5.1.- La “existencia de movimientos civiles y políticos que defienden la recuperación del pazo y cuestionan la legitimidad de la posesión” (página 384). Incluso se identifican algunos de esos movimientos (los primeros se remontan a 1977 y 1978) ninguno de los cuales, curiosamente, procede de la Administración del Estado (la parte demandante en la causa) que mantuvo una total inacción desde finales de 1975 hasta julio de 2019 pese a ser plenamente conocedora de la situación registral. Sin embargo, la sentencia considera que la existencia de “movimientos sociales y políticos” ajenos al demandante principal salva la inactividad de este e impide hablar de retraso en el ejercicio de la acción. No es difícil aseverar que este criterio no va a extenderse a ningún otro supuesto fuera de la causa en la que se esgrime la tesis, pues de hacerlo, cualquier inactividad de un demandante podría superarse acreditando la existen cita de “movimientos” tendentes a sostener su pretensión, aunque cuando no emanen del actor.
5.2.- Con todo, lo más preocupante es que se justifique la no existencia de retraso desleal sino de: “obtención de documentación que posibilitase el ejercicio de una acción y de la existencia de un consenso social que tenía que generarse” (sic). Orillando que la extemporaneidad de la acción no puede salvarse por la necesidad de obtener documentos (que se lo digan a cualquier letrado que se haya encontrado en esa situación) lo que es sumamente grave es la última afirmación, más propia de los salones del Congreso que de un tribunal de justicia o, en otras palabras, más propias de político en activo que de un magistrado en el ejercicio de la función jurisdiccional. ¿Desde cuando el ejercicio de una acción procesal está condicionada o su plazo comienza a iniciarse desde la existencia de un “consenso social”, que, dicho sea de paso, no es un concepto jurídico a utilizar en un pleito? ¿Es que acaso a partir de este momento el ejercicio de las acciones y el resultado de los pleitos ha de medirse por el “consenso social”? Es realmente incomprensible tamaña afirmación en una sentencia.
Conclusiones.-
Es evidente que la sentencia comentada no ha tenido el arrojo o la valentía que tuvo el Tribunal Supremo de los Estados Unidos en el caso Bush v. Gore cuando, para explicar que el mismo no sería invocable en el futuro, afirmó: “Limitamos nuestras consideraciones al presente asunto.” Y digo esto porque es altamente improbable, por no decir imposible, que varias de las actuaciones (aceptación como prueba de un libro, ampararse en testimonios indirectos) y afirmaciones (utilización del “consenso social” como base para el ejercicio de la acción) de la sentencia vayan a traspasar las fronteras del asunto concreto enjuiciado.
En la célebre película Juicio de Nuremberg, dirigida por Stanley Kramer en 1961, uno de los encausados, el juez Ernst Janning (magníficamente interpretado por Burt Lancaster) a la hora de referirse a su intervención en un juicio concreto, afirmaba: “Ya tenía decidido mi veredicto antes de entrar en Sala para juzgarle.” En la sólida opinión de quien esto suscribe (recalcamos, no es afirmación, es simple creencia) la resolución de este asunto concreto estaba decidida judicialmente ya incluso antes de ejercitarse la demanda por la Administración del Estado.
Don Benito Pérez Galdós, de quien precisamente este año se cumple el centenario de su óbito, describía en su novela El diecinueve de marzo y el dos de mayo (tercer volumen de la primera serie de sus imprescindibles Episodios Nacionales) el motín de Aranjuez, en el que describía la teóricamente espontánea ira popular (en realidad, un golpe palatino instado por los leales al príncipe de Asturias, que se valieron de la plebe) frente al hasta entonces todopoderoso Manuel Godoy. A la hora de valorar el motín, Galdós afirma lo siguiente:
“La turba siempre es valiente en presencia de estos ídolos indefensos, para quienes ha sonado la hora de la caída. Tienen estos en contra suya la fatalidad de verse abandonados de improviso por los amigos tibios, por los servidores asalariados y hasta por los que todo lo deben al infeliz que cae, de modo que a las manos del odio justo o injusto, se unen para rematar la víctima las manos de la ingratitud, el más canalla de todos los vicios. Sintiendo el auxilio de la ingratitud, la turba se envalentona, se cree omnipotente e inspirada por un astro divino, y después se atribuye orgullosamente la victoria. La verdad es que todas las caídas repentinas, así como las elevaciones de la misma clase, tienen un manubrio interior, manejado por manos más expertas que las del vulgo.”
Dos entregas más tarde, en Napoleón y Chamartín, describe pormenorizadamente linchamiento y posterior asesinato del regidor de Madrid, don Juan de Mañara (nombre con el que el novelista disfrazaba a un personaje real, el marqués de Perales) a quien se acusó falsamente (como se demostró con posterioridad) de entregar a los patriotas cartuchos rellenos de arena en vez de pólvora. Tras describir el repugnante ensañamiento, el novelista incluía el siguiente párrafo que retrata a la perfección el carácter español:
“La plebe tiene un sistema especial para celebrar las exequias de sus víctimas, y consiste en echarles una cuerda al cuello y arrastrarlas después por las calles, paseando su obra criminal, sin duda para presentarse a los piadosos ojos en la plenitud de su execrable fealdad […] Mañara había adulado a la plebe imitándola. Con este animal no se juega. Es como el toro que tanto divierte, y de quien tantos se burlan; pero que cuando acierta a coger a uno, lo hace a las mil maravillas. Vimos caer a Godoy, favorito de los reyes, y ahora hemos visto caer a Mañara, favorito del pueblo. Todas las privanzas que no tienen por fundamento el mérito o la virtud suelen acabar lo mismo. Pero nada hay más repugnante que la justicia popular, la cual tiene sobre sí el anatema de no acertar nunca, pues toda ella se funda en lo que llamaba Cervantes el vano discurso del vulgo, siempre engañado.”
En ambos párrafos, Galdós critica la inveterada costumbre española de excederse en el castigo para hacerse perdonar su anterior mansedumbre. Y tales afirmaciones son predicables no sólo de los ciudadanos del común, sino del Poder Judicial español, que tiene la enorme habilidad (compartida con otros estamentos y confesiones religiosas) de inclinar la cerviz y arriar la toga ante quien en cada momento detenta el poder.
Los demandados han anunciado su intención de recurrir la sentencia y han manifestado su confianza en la Justicia. Con ello, muestran poseer una fe en el sistema judicial español infinitamente mayor que el humilde redactor de estas líneas, cuya fe en el mismo se perdió no precisamente en Moscú (como en el caso de Enrique Castro Delgado, explicativo en un libro con dicho título que hoy en día casi nadie conoce) sino en España y precisamente gracias a la propia Administración de Justicia. Un reciente ejemplo de cómo desde el Poder Judicial se vela por los derechos de los ciudadanos es la reciente Sentencia de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo, que una vez más echa un capote más a la Agencia Tributaria al afirmar que no es preciso dictar el acto de liquidación para que la Agencia inicie un procedimiento sancionador. Todo un ejercicio de valentía y de Justicia por el alto (se habla desde el punto de vista estrictamente formal) órgano judicial español.
La FNFF no se hace responsable de aquellos otros datos, archivos y artículos de opinión de sus colaboradores amparados por el Derecho a la Libertad de Expresión e Información, dado que dichos artículos son responsabilidad de sus respectivos titulares. Esta página, por tanto, ni aprueba, ni hace suyos los contenidos, información, datos, archivos y opiniones que no sean los que son categorizados como "Comunicados"