La libertad... no ofende
20 de julio de 2013 por Redacción FNFF
La libertad... no ofende, por Jaime Alonso
Jaime Alonso
La libertad de expresión es un derecho constitucional básico en cualquier Estado de Derecho, desde finales del siglo XVIII, con mayor o menor fortuna en su aplicabilidad, donde la responsabilidad, en su ejercicio, del sujeto que la ejerce, ya sea escritor, parlamentario, actor, guionista de cine, pintor o escultor, debe ser el primer filtro, llamémosle de conciencia o consciencia de que no vale todo, de que no todo puede ampararse como libertad de expresión u opinión.
Los límites a ese derecho se encuentran en otro derecho, también inalienable, el de las personas o instituciones a la veracidad de lo que se afirma e informa; y el de las personas a su intimidad, honor y propia imagen. Ciertamente encajar y dilucidar las innumerables colisiones que ambos derechos comportan, no resulta tarea fácil y da pie a una numerosa y, a veces, contradictoria jurisprudencia.
La calidad de una democracia y la madurez axiológica de una sociedad, se mide también por la mayor o menor libertad de información acreditada, de exaltación cultural que denota una emoción, de la calidad y armonía del espíritu. También lo repulsivo, lo grotesco, la fealdad puede encontrar acomodo artístico y resultar fiel espejo de una parte siniestra que habita entre nosotros. El límite siempre y en cualquier caso, viene dado por la ofensa, menosprecio, difamación, injuria o intento denigratorio que, de manera gratuita y sin posibilidad de respuesta se infiere a una persona o institución relevante.
Hemos asistido estos días a un aquelarre patibulario de los enemigos, ahora y siempre, de toda civilización, de toda cultura. A la máxima degradación del arte consistente en ponerse al servicio de la ideología política más degradante del siglo XX, la que sojuzgó, esclavizó y empobreció a media Europa. Una banda de pseudoartistas que continúan anclados en un pasado irreversible con el tic, fuera de lugar y época, de antifascistas, se han empeñado en juzgar a la historia. Y su juicio, como su vida, como su estrecho intelecto, como su escaso conocimiento, como su conciencia, es sumarísimo: FRANCO ES EL CULPABLE.
Así, convierten al hombre y al régimen que salvó a la civilización cristiana y a España del comunismo, en el chivo expiatorio de todas sus frustraciones históricas y presentes. No lo pueden superar, tienen una enfermedad colectiva de difícil cura, instalados en la quimera y perdida de cordura de los libros de caballería. Al carecer de planteamientos válidos de futuro, se limitan a una mimética repetición de los errores del pasado, con la fuerza arrolladora del odio, la ignorancia, la injusticia y la desesperación.
El veredicto de los tribunales humanos nos preocupan lo justo por coyuntural. El veredicto de la historia de unos hombres y una sociedad que se sacrificó, lucho y murió por dejarnos una España mejor, mas justa, en paz y armonía, en desarrollo y pleno empleo, industrializada y exigente, soberana y orgullosa, con una mayoritaria clase media pujante y emprendedora, que deja como legado a la generación presente en 1975, la octava potencia industrial del mundo, sin ayuda internacional y con la sola confianza en nuestro destino como pueblo, como Nación, y el sabernos bien y honestamente mandados. Ahí Francisco Franco y su generación ganará el plebiscito siempre, por muchas leyes de “memoria histérica” que se promulguen. Porque a Franco solo se le podría olvidar superando lo que el hizo como gobernante, extremo muy lejos de alcanzar por los que nos gobiernan hacia el precipicio individual y colectivo.
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