Los compromisos de Franco, por Javier Montero

 

 

Francisco Javier Montero Casado de Amezúa

 Boletín Informativo FNFF nº 149

 

Quienes vivimos durante los 36 años que duró el gobierno de Francisco Franco somos los únicos que ahora podemos dar fe de que durante esos años España vivió una época de paz social fruto de un orden económico, social y político que propició la transformación de España, convirtiéndola en una nación próspera y logrando superar de este modo una existencia anterior que la mantenía postrada en el subdesarrollo.

Quienes no dejan de repetir que en esos años el gobierno de España fue una dictadura, desconocen o quieren desconocer una realidad que seguramente no vivieron y si la vivieron, entonces es que lo niegan por ceder ante la presión de intereses inconfesables, lo que es aún peor.

Para darnos cuenta del total y voluntario desconocimiento de la realidad social y política de la España de Franco podríamos empezar por decir que calificar a Franco de dictador es tan anacrónico como escribir un libro sobre la “dictadura de Felipe II”. En efecto, el rey en aquella época ejercía un poder indiscutible e indiscutido por razones culturales y religiosas, pero ese poder nunca fue dictatorial porque era concebido como un poder público siempre sometido a las normas morales del catolicismo. Admitir la subordinación a una norma moral superior es la negación del poder dictatorial o absoluto. Ejemplo de ello lo encontramos con claridad en la voluntad del rey Carlos I de abandonar los territorios españoles de América si los teólogos de Salamanca dictaminaban que las tareas de la evangelización y civilización no le otorgaban los poderes que allí ejercía.

Podemos pues afirmar que el régimen de Franco lejos de ser una dictadura e implicar por tanto el ejercicio de un poder sin limitación alguna –como es el caso del poder de los secretarios ‘Generales’ de los partidos políticos que dominan las Cortes- era un régimen políticamente “anacrónico” en relación con los Estados de su tiempo, lo cual no quiere decir una dictadura sino un régimen en el que el poder declaraba sin ambages que se sometía a la doctrina moral del catolicismo.

Franco se comprometió con España para sacarla de la pobreza y lograr la unidad y la paz cuando todo estaba perdido y lo hizo asegurando a los españoles que en su tarea iba a respetar la ley natural tal y como la misma era, es y se mantendrá siempre custodiada por la Iglesia católica.  Por eso se juraban los cargos. Después de Franco vinieron los que juraban pero después no respetaban sus juramentos y más adelante ni siquiera se jura porque ya no se cree en la verdad.

Someterse a la ley moral no significa ser un Estado dictatorial, ni un país sin democracia. Puestos a hablar de otros ‘anacronismos’ políticos, ahí tenemos al Reino Unido, donde el Rey es al tiempo Jefe del Estado y de la Iglesia Anglicana y nadie le niega a Inglaterra su condición, no sólo de democracia sino de modelo de democracias. Y quien crea que esto es un tema menor, porque poco importa esa jefatura de la Iglesia, que piense en que los varones católicos británicos no lograron derecho de voto hasta 1829 y que ser católico era y es un grave obstáculo para desenvolverse en la sociedad británica. El caso del Cardenal Newman es un ejemplo paradigmático de esas dificultades. Y no se trata de algo baladí ya que no hay límite más eficaz que el que el poder se impone a sí mismo.

No hay que tener miedo pues a calificar al régimen de Franco de políticamente anacrónico porque lo único que pone de relieve es que no se ajustaba al modelo de los países de su entorno cultural. Pero si somos prácticos, como lo son los británicos a los que les va bien con una Reina a la cabeza de la Iglesia, tenemos que concluir que lo importante en política no es ajustarse a los modelos del entorno sino administrar bien la riqueza nacional en beneficio de los ciudadanos, es decir, no ser anacrónico en el ámbito social y económico, lo que Franco demostró entre otras cosas con la creación de la clase media.

Los que hemos vivido en la época de Francisco Franco podemos dar testimonio de que, con todas las imperfecciones propias de toda tarea humana, durante esos años pudimos disfrutar de una libertad que no se nos otorgaba “graciosamente” por el poder dictatorial de nadie, sino que se nos reconocía porque el propio poder político se comprometía a respetarla. Me atrevería a decir que eso es más importante que andar votando cada cuatro años, porque si el poder no se somete a la ley, votar cada cuatro años no es sino cambiar de amo cada cuatro años.

En los años de democracia liberal-socialista que llevamos vividos, quienes hemos conocido el régimen de Franco nos damos cuenta de hasta qué punto esa verdadera libertad, no otorgada por el poder sino reconocida como límite del poder, ya no les cabe en la cabeza a los jóvenes ni tampoco a los que no siéndolo tanto, no han conocido lo que costó conquistarla frente al poder del comunismo que amenazaba con someter a los españoles.

La labor de la Fundación es pues muy necesaria para mantener viva la llama de la verdadera libertad que no se ejercita votando, sino sujetando con votos a quien ejerce el poder. Y no hay otro modo de sujetar al que conquista el poder que el de exigirle primero que él mismo se someta a toda la legalidad vigente, que no es sólo la que ese mismo poder aprueba, sino sobre todo la Constitución que le legitima y por encima de esa Constitución la ley moral natural, ya que como escribió Federico de Castro, maestro de juristas españoles, la ley civil se legitima por su armonía con el Derecho Natural.  Si esto que se acaba de escribir se califica de utopismo, entonces es que hemos perdido el gusto mismo por la libertad verdadera y que no somos sino carne de dictadura.

Franco está quedando pues como un paréntesis de libertad entre la anarquía, la pobreza y la inestabilidad del siglo XIX y principios del XX y la actual dictadura partitocrática que también se ha revelado tal con ocasión de la pandemia del Sars-cov, frente a la que ciudadanos de Canadá, Estados Unidos, Francia, el Reino Unido o incluso la pequeña Bélgica se están rebelando, mientras que los españoles aceptamos ovejunamente todas las restricciones que el Gobierno inventa.   


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