Memoria democrática y tierra calcinada. Por Francisco Nuñez Roldán

Por Francisco Núñez Roldán.

El Demócrata.

No aparecen en la ley de “Memoria democrática” ni una sola vez las palabras ‘Frente Popular’, ‘comunismo’, ‘socialismo’ o ‘anarquismo’, que eran las formaciones e ideologías a las que derrotó el franquismo.

En 1917, el que luego sería importante escritor y pensador alemán Ernst Jünger tenía 21 años, acababa de ser ascendido a alférez y batallaba entre Flandes y el Somme, en la más mortífera guerra de trincheras y posiciones que ha conocido nuestro civilizado mundo. Se produjo entonces una retirada alemana —el generalísimo Luddendorf la excusó como “estratégica”…— que situaba el frente entre Arras y Soissons, a fin de reducir significativamente la línea de combate a costa de una pequeña pérdida de terreno. Las tropas del káiser destruyeron entonces en su retroceso todo lo destruible y más, salvando sólo, al parecer, las vidas de la población, que fue acantonada más atrás de la zona de choque. Cuenta Jünger que se envenenaban fuentes y pozos, se talaban árboles, se dinamitaban edificios, se araban carreteras y todo objeto aprovechable se requisaba o destrozaba in situ. Hasta tuberías de plomo y canalones de cinc se arrancaban antes de destruir las casas. Nada debería sustentar ni aprovechar a la tropa aliada que recuperase aquel rincón de Francia. Jünger lo describe con minuciosa frialdad en su tremendo Diario de Guerra 1914-1918, que no vio la luz hasta el año 2010, y apareció en español en 2013.

A propósito de los franceses, recordemos que en su retirada, en 1814, más de la mitad de los castillos y fuertes españoles fueron destruidos para que no sirviesen de resistencia a una hipotética vuelta atrás de los invasores. Y el expolio gabacho es hasta hoy una de las causas más directas, si no la que más, del saqueo de bienes muebles en nuestra historia. Más que las desamortizaciones de Mendizábal y Madoz juntas. Tampoco los ingleses les fueron a la zaga por aquellas mismas fechas, por mentar sólo nuestra península. Cuando en la misma guerra Wellington se fortificó poco más arriba de Lisboa contra el mariscal Masséna que avanzaba desde España, asoló kilómetros y kilómetros cuadrados del país luso por delante de las “Linhas de Torres Vedras”, justo para quitar de la boca todo lo bebible y comible a una tropa que se sabía que solía mantenerse sobre el terreno, como había instruido Napoleón. La estrategia no es nueva, por desgracia. Desde que hay documentación esculpida o escrita, un ejército en retirada en país extranjero es uno de los episodios más devastadores de cualquier guerra.

En política puede ocurrir algo muy similar. Ya se sabe que la política es la guerra por otros medios, por redondear a Clausewitz. De ahí que cuando una formación política ve o teme que va a perder el poder suele hacer dos cosas: la primera, tratar por todos los medios de no perderlo. Admisible. La segunda, dejar un terreno arrasado y enfangado hasta el extremo para quien ose sustituirla. Menos admisible. Y es el caso que ambas estrategias pueden coexistir, haciendo lo posible y lo imposible para que la oposición no llegue al poder, siempre en la medida de la catadura de quien lo ejerce en ese momento; y complementariamente se desbarata todo lo que se piensa que el enemigo puede aprovechar, para hacer de su relevo un páramo sociopolítico, un campo minado legislativo y un solar incluso físico en cuantas infraestructuras convenga. También estas actividades dependen de la referida catadura del grupo o coalición de grupos políticos que ven amenazado su imperio.

La reciente ley llamada de Memoria Democrática está más bien en la segunda parte de las actividades antes referidas. Con la excusa de la reivindicación de los perdedores de una guerra —que desde muy antes ellos predicaron y jalearon—, se está destruyendo justo la memoria de un país en su forma documental, institucional y material de todo tipo.

Ningún cuerpo legal, ni siquiera el franquista, hizo más por eliminar la memoria de lo que había habido antes

Ningún cuerpo legal, ni siquiera el franquista, hizo más por eliminar la memoria de lo que había habido antes. Se denostaba lo anterior, pero no se llegó a la damnatio memoriae en el sentido de pretender que no hubiera existido lo que sí existió. Porque si la memoria sirve para algo es para recordar, y sobre todo para recordar lo que no se quiere repetir.

La presente ley, léansela, rebosa no ya inquina sino hipocresía. No aparecen en ella ni una sola vez las palabras Frente Popular, comunismo, socialismo o anarquismo, que eran las formaciones e ideologías a las que derrotó el franquismo. Se reivindican ad náuseam términos como libertad y democracia, cuando, mira por dónde, toda la oposición más o menos eficaz que entonces y posteriormente hubo contra el anterior régimen venía de organizaciones e individuos que creían simplemente en la dictadura del proletariado, por más que en proclamas y eslóganes se echara mano de esos términos benditos que todos ansiábamos. La oposición al franquismo la hizo casi al completo el partido por antonomasia, es decir, el comunista, que de liberal y demócrata no tiene ni tenía demasiado. Los amigos socialistas —léanse la prensa de entonces, la de fuera y la de dentro de España—, prácticamente inexistían, por más que luego resultaran amplios beneficiarios de un deseo de cambio por parte de la población que mayoritariamente no se atrevía a comulgar con la Tercera Internacional, y hacía bien.

De forma que no es ya que la ley de Memoria Democrática mienta descaradamente respecto a los propósitos y volumen de la lucha contra el franquismo, sino que si en dicho envite jurídico quiere acabar con todo papel, signo u objeto que se refiera a ese régimen denostado, estará preparando un terreno perfecto para que aparezca otra dictadura de cualquier signo, en un adanismo tiránico que recibirán alborozados quienes ignoren cómo fue aquello, por qué fue y quién lo provocó.

Aunque pensándolo bien, quizá es justo eso lo que esa bendita ley pretende en una actual dictadura incontestable y vigilante, con la excusa de atacar a otra dictadura que ya no existe, pero cuya memoria hay que mantener y fomentar como combustible para que no se apague el odio atento, el guerracivilismo que creíamos que iba extinguiéndose de una bendita vez en España…

 


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