Franco y los judíos, por Pedro Schwartz

 Pedro SCHWARTZ 

 
Privados de todo contacto con sus familias, serían explotados por el régimen soviético para su propia propaganda.
 

Corría el año de 1943. Mi padre era el cónsul de España en la Viena ocupada por los nazis y vivíamos encima de la cancillería, en el palacio que ahora alberga nuestra embajada. Acudía yo a un colegio de lengua alemana del que era el único alumno español. No puedo borrar de la memoria algunos de los horrores que ese niño de pocos años veía al ir y venir de sus clases: ancianas mujeres judías, con la estrella de David al pecho, barriendo las calles nevadas; en el parque, los bancos del parque para judíos señalados con la estrella infamante en el respaldo; los famélicos israelitas pidiéndome comida a hurtadillas. Todo ello me parecía obra de los mismos hitlerianos sin Dios que, presos de fervor neopagano, interrumpían la misa con blasfemias.

 

 Menos que nada olvidaré nunca las colas de judíos, fuera y dentro del edificio, a la espera del pasaporte y el visado que les permitiría huir a España. Algunas mujeres angustiadas me entregaban sus joyas para que se las diera a mi padre, con la esperanza de incitarle a que les concediera el documento salvador: él se las devolvía con el mensaje tranquilizador de que España les acogía. Siempre me ha sorprendido la ayuda que Franco prestó a los judíos perseguidos por el nazismo. No se le caían de la boca las condenas de la conspiración judeo -masónica que, estaba convencido, hacía peligrar el ser de España. Sin embargo, ya durante la Guerra civil, Franco y sus ministros dieron instrucciones a los representantes consulares de España para que protegieran de la discriminación y la expropiación a los sefardíes de los territorios que iban cayendo bajo el control de los alemanes. Tras la caída de Francia en 1940, el falangista Serrano Suñer concedió visados a numerosos judíos asquenazíes, que así salvaron la vida; y a los que conseguían atravesar la frontera, les daba salvoconducto para que pudieran pasar a Portugal y América.

 

Cuando Hitler, a partir de 1943, puso en marcha la llamada “solución final”, la entrega de pasaportes españoles a los judíos de habla castellana en los consulados de la Europa ocupada se tomó sistemática. De resultas de esta política humanitaria salvaron la vida de 46.000 a 63.000 judíos o quizá más. ¿Quién decidió que los sefardíes eran españoles? ¿Cómo cuadraba la poca simpatía por los judíos en la España oficial de aquellos tiempos con una política tan discorde de la del amigo alemán?

 

Don Luis Suárez Fernández, en su obra sobre Franco y la segunda Guerra Mundial, aclara el origen de la providencial disposición que hizo de todos los sefardíes súbditos españoles en potencia: suprimido en 1923 el régimen especial que protegía a los cristianos y judíos en territorio turco, el general Primo de Rivera sometió a la firma del rey Alfonso XIII en 1924 un decreto ley que permitía a los sefardíes que lo quisieran inscribirse como españoles en cualquier consulado o embajada, sin más condiciones o limitaciones. Publicadas las leyes anti-israelíes de Nuremberg por los nazis, los representantes españoles en Alemania, y luego en Austria, los Balcanes y Grecia ocupados, hicieron gestiones para que los sefardíes que tuvieran pasaporte español se libraran de llevar visible la estrella y de pagar los impuestos confiscatorios asignados a los judíos por las autoridades alemanas.

 

La creciente dureza de la persecución hizo evidente que ya no bastaba con insistir en la posición legalista de que España no admitía que se conculcaran los derechos de sus súbditos. A partir de 1942, sobre todo tras el relevo de Serrano Suñer, comenzó una política sistemática de concesión de pasaportes y visados para permitir la huida de los perseguidos. Además, todos los comentaristas e historiadores subrayan que nunca fue devuelto a las autoridades alemanas ningún judío de los que conseguían entrar en España, incluso los que lo hacían clandestinamente.

 

Para que una actitud de mera defensa de la soberanía exterior de España se convirtiera en la política humanitaria aplicada por cónsules como mi padre en Viena o los residentes en Budapest o en París, era condición necesaria que el Gobierno de Madrid no quisiera poner en obra una decidida política antisemita. Ayuda a entender la posición española el discurso que la jefa de la sección Femenina de la Falange, Pilar Primo de Rivera, pronunció en Viena en diciembre de 1942, con mi padre entre el público: “Queremos dejar bien sentado -dijo la hermana de Jose Antonio- que nuestra oposición al judaísmo envolvería, en todo caso, un sentido estrictamente político, económico y social, y no una oposición por razones de raza o religión”. 

 

Un día mi padre, monárquico afecto al régimen de Franco, me relató con horror que el gauieiter de Austria le había anunciado la solución del problema judío en Viena: todos los israelíes iban a ser deportados de inmediato. Así fui aprendiendo la detestación de todo lo que signifique persecución en nombre del idioma, la religión, la raza, la nación o la historia.

 

Relata Luis Suárez que, dos días después de la muerte de Franco y ante el arca de la sinagoga de Nueva York, el rabino hizo ofrenda por el alma del general, “porque ayudó a los judíos durante la Gran Guerra”.

 

 

 

«La vanguardia Digital» ( España ), 4 de mayo de 1.999 


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