La proclamación de la II República, por Eduardo Palomar Baró

 
Eduardo Palomar Baró
 
 
   La campaña electoral para las municipales desarrollada en el mes de abril del año 1931 no habían desatado ningún apasionamiento, ya que las elecciones eran consideradas como un puro trámite y ni los monárquicos ni los republicanos las consideraron como indicadores para un cambio de régimen. El primer acto de las elecciones pareció confirmar, de manera abrumadora, la victoria monárquica. Deberían cubrirse por elección 81.099 puestos de concejal en 9.259 ayuntamientos de todo el país. Según el famoso artículo 29 de la ley electoral vigente, cuando en una demarcación se presentase un solo candidato, éste quedaba automáticamente proclamado, sin lucha alguna y sin necesidad de campaña. Pues bien, antes del 12 de abril, fecha en que se iban a celebrar las votaciones, quedaron proclamados, por no haberse presentado candidato contrario, 14.018 concejales monárquicos frente a 1.832 republicanos. El 12 de abril se celebró la segunda fase de las elecciones, para los casos en que se había planteado el conflicto de candidaturas diversas. Las cifras oficiales fueron éstas: 22.150 concejales monárquicos y 5.775 republicanos. No parecía haber posibilidad de dudas: el triunfo monárquico resultaba de momento aplastante. Sin embargo, los políticos monárquicos, todos los miembros del gobierno menos dos, los consejeros palatinos, los dos mandos militares decisivos –Berenguer y Sanjurjo- y el propio rey Alfonso XIII, interpretaron los resultados de las elecciones primero, como un plebiscito y segundo, como un desastre. Y en la misma noche decidieron unánimemente el abandono. Sin negar la victoria numérica de los concejales monárquicos, los consejeros y el propio rey atribuyeron valor determinante a la victoria republicana en las ciudades. Convencieron al rey de que los votos no decidían por cantidad sino por calidad; que los votos rurales no valían nada en comparación con los urbanos, lo que no dejaba de ser una estúpida y cobarde falsedad y un gran y grave error de información política.
 
   El presidente del Gobierno, Juan Bautista Aznar, al día siguiente de las elecciones y ante la pregunta de los periodistas de: “¿Habrá crisis?”, contestó: “¿Qué más crisis quieren ustedes que la de un pueblo que se acuesta monárquico y se levanta republicano?”. La derrota electoral estalló en el seno del Gobierno y sus ministros se reunieron en el edificio de la Presidencia, donde se emitió la siguiente nota:
 
 
   “El Consejo de ministros ha examinado el resultado de las elecciones verificadas ayer. Aunque las elecciones municipales, por su naturaleza, han sido siempre de carácter administrativo, el Gobierno no desconoce que al ser las primeras celebradas desde el año 1923, los sucesos acaecidos desde aquella fecha y el espíritu que a este acto imprimieron las propagandas preparatorias del mismo les han dado un innegable carácter político. No se oculta al Gobierno y a su sinceridad demostrada en el período preliminar de la elección la importancia de no desvirtuar el alcance político de la resultante de estas elecciones. La afirmación expresivamente adversa a los partidos monárquicos pronunciada en muchas de las más importantes ciudades de España, aun cuando se halle contradicha y superada por el gran número de los que fuera de ellas han votado, induce al Gobierno a facilitar a Su Majestad el Rey que pueda oír otras opiniones y resolver con plena autoridad. Y al propio tiempo le obliga a aconsejar a ésta que en el plazo más breve posible ofrezca a la voluntad nacional ocasión de pronunciarse más segura y eficazmente en unas elecciones parlamentarias con todas las garantías legales para la expresión libre de la conciencia ciudadana.”  
 
   El día 14, la República es proclamada en Eibar, en Barcelona, en Madrid y en la práctica totalidad del país. Mientras, la familia real abandona España en vista de la imposibilidad práctica de mantener una institución a la que los mismos monárquicos ya no prestaban apoyo en vista de las nuevas circunstancias.
 
   El 14 de abril, El Debate comentaba el resultado electoral de la siguiente forma:
 
   “Sería pueril negarle gravedad a la jornada de ayer. La tiene, y muy grande. No recordamos otra parecida. Cierto que no hay en España una mayoría de concejales republicanos; pero cierto también que la hay en casi todas las grandes capitales de la nación. Y esto quiere decir que un sector enorme de la opinión española se pronunció ayer en contra de la Monarquía.  Votó contra ésta una parte crecidísima del pueblo, buena parte de la clase media y aun elementos pertenecientes a las clases elevadas. Volvemos a repetir que de un modo radical, sin que al hablar así pensemos en resoluciones extremas.”
 
 
   Madrid era una ciudad alborozada y jubilosa, flotando sobre la muchedumbre que se echó a las calles, las banderas tricolores y rojas, retratos del ‘abuelo del socialismo’, Pablo Iglesias y de los capitanes Fermín Galán y García Hernández, artífices del pronunciamiento republicano en Jaca del 12 de diciembre de 1930. Por todas partes resuenan los vivas a la República y los mueras a Gutiérrez, como despectivamente llamaban a la persona del Monarca. Algunos grupos cantaban, con la música del Himno de Riego el estribillo: Si los curas y frailes supieran/ la paliza que les van a dar,/ subirían al coro cantando:/ libertad, libertad, libertad. Este himno revolucionario sería adoptado por la Segunda República, como himno nacional.
 
   Así pues, el 14 de abril fue un día de gozosa celebración y de expectación en las principales ciudades de España, pero sin embargo surgieron situaciones peligrosas, como las de las masas que se dedicaron a destruir símbolos monárquicos, llegando a derribar en Madrid la estatua de Isabel II de su pedestal, a la vez que una muchedumbre amenazadora y revolucionaria se congregaba ante el palacio de Oriente con intenciones muy poco amistosas. Aunque el 14 de abril fue un día de celebración, lo cierto es que los españoles de todas las tendencias políticas dejaron escapar un suspiro de alivio cuando el día transcurrió sin que se hubieran producido hechos sangrientos.
 
   El diario republicano de Valencia El Pueblo, fundado en 1891 por el novelista Vicente Blasco Ibáñez, publicaba en su número 13.396 correspondiente al martes 14 de abril de 1931, el triunfo de la República sobre la Monarquía. En la portada, y con grandes caracteres, ponía: ¡Señores viajeros, al tren! ¡Qué oiga quién debe oír! La nación española, ha preguntado: ¿República o monarquía? El pueblo ha contestado unánimemente: ¡República! Cúmplase su voluntad y ¡ay de aquél que quiera quebrantarla!.
 
   A continuación y bajo el título “¡Viva la república española!”, se podía leer el siguiente artículo:
 
   “Si hay veces en la vida en que un hombre puede sentirse hondamente satisfecho y conmovido de su propia obra, ninguna más apropiada que la presente para hacer resaltar la algazara que nos estremece el alma ante el espectáculo que la España antimonárquica acaba de ofrecer. Hablamos así, considerándonos como uno de tantos, de los modestos, que han esgrimido cual arma justiciera y revolucionaria la blanca papeleta depositada en las entrañas de las urnas, con la misma ira que lo hubiéramos hecho en el corazón de la tiranía que nos tiene esclavizados. Hemos dicho más de una vez que las elecciones verificadas el domingo tenían un afirmado carácter plebiscitario. El problema que se planteaba en los comicios no era de nombres ni de actas; era sencillamente el de República o de monarquía. Para aquellos elementos que se titulan de orden y que sólo son unos mercenarios defensores del régimen actual y que continuamente han dicho que únicamente dentro de la legalidad debiera manifestarse la voluntad del pueblo, hemos de contestarles que, en efecto, esta voluntad se ha manifestado conforme ellos desearan. El procedimiento no puede ser más ‘legalista’ ni más perfectamente desarrollado con arreglo a las normas apetecidas por esos elementos. El pensamiento del pueblo se ha manifestado de un modo que no deja lugar a dudas. El pueblo quiere la República. El pueblo la ha de conseguir sea como fuere; dentro de los cauces evolutivos, cosa que por no decir imposible es casi de todo punto difícil, o por un movimiento convulsivo dignamente revolucionario, que dé una satisfacción a los incontables atropellos que los españoles hemos sufrido desde tiempo inmemorial.”
 
   El triunfo franca y virilmente antimonárquico que hoy celebra España entera, ha de obrar inmediatamente como una catapulta que derroque a su enemigo secular, que representa todos los oprobios realizados de una manera inconcebible e impune hasta el día de hoy. Afortunadamente, ha llegado la hora de la justicia. Todos los pueblos, aún aquellos que como el nuestro se sintieron profundamente tiranizados, tiene un momento en su historia en que se presenta la magnífica realidad de una aurora de redención. España va a ser libre de sus obstáculos tradicionales dentro quizás de unas horas. Para sostener esos obstáculos, se ha apelado a todos los medios imaginables. Ha sido tanto en impudor de los tiranos, que aún siendo de todos conocidas sus inclinaciones fernandinas, se llegó a halagar a quienes patrióticamente se erigían en portavoces de la revolución. Aún ahora en que está todo ya solucionado, en estos momentos en que se ha manifestado de una manera que no deja lugar a dudas la conciencia del país, francamente republicana, germina en ciertas testas la diabólica idea de intentar otro golpe dictatorial trágico, francamente represivo, para acallar con las armas los estallidos de nuestro clamor de patriotas.
 
   Vano es el intento. Ni halagos ni amenazas; ni con la utilización de todos los medios guerreros que la nación paga para su defensa contra amenazas extranjeras y que se piensa utilizar para ametrallar y dar muerte a los integrantes de esa misma nación, se puede evitar ya que la República sea instaurada en España. Se ha dicho, cosa que nos resistimos a creer, que don Alfonso, ante la evidencia de la realidad está decidido a abdicar abandonando inmediatamente esta tierra. Esto, en un principio, sería una demostración comprensiva de lo que las circunstancias imponen a los hombres por altos que están emplazados. Don Amadeo de Saboya, a quien la historia conoce con el nombre del Rey Caballero, a pesar de que la voluntad nacional no se le mostró unánimemente hostil, tuvo el gesto de abandonar el cetro, porque no quería ensangrentar un pueblo en el que no había nacido y al que sólo le ligaban unos vínculos afectivos. Por eso en España se conserva su recuerdo con todo el respeto que pueda merecer un rey que no se distinguió jamás por sus inclinaciones guerreras, por sus ansias de conquista ni por sus represiones trágicas.
 
   Todo aquel que no sea absolutamente ignaro o malvado, no tiene más remedio que convencerse de que le ha llegado a España el momento anhelado: el de la implantación del Gobierno del pueblo por el pueblo. Ya está demostrado. No cabe vacilación. Hay que someterse al mandato imperativo de la voluntad nacional. Pero junto a estas manifestaciones de elementalísimo derecho, hay que hacer una nueva afirmación de lo que la República significa. Su esencia, la constituye la moralidad. Aquellos que piensen que en nombre de la revolución han de laborar por los burdos apetitos propios, están completamente equivocados. La justicia republicana ha de ser inexorable y aun quebrantando uno de sus primeros postulados, la supresión de pena de muerte, dará una sensación inmediata y ejemplar a quienes intenten envilecerla. El lema magnífico y clásico de nuestros gloriosos ascendientes “pena de muerte al ladrón” y “quien robe un alfiler le será clavado en la lengua”, va a lograr una supervivencia efectiva en estos momentos. Los defensores del nuevo régimen, que tantas lágrimas, tanta sangre, tantos sacrificios ha costado, nos hemos de convertir en sus más fieles guardianes para que no se altere su altísima finalidad. Queremos que la República sea una garantía de paz, de progreso y de bienestar. Seremos inflexibles con aquellos que, pertenecientes al sector político o social que fuere, atenten contra la disciplina y contra el honor de la República española. Bien poco o nada supondría un cambio de régimen si tolerásemos que reviviese la orgía monárquica en los estados republicanos. Nada de eso; en nombre de la libertad, no hemos de tolerar que se cometa ninguna transgresión legal que pugne con la ideología de nuestro programa. Pierden el tiempo quienes sostienen de una manera vil que la revolución que nosotros propugnamos, significa el desorden, el caos, la ruina y el desbarajuste social. ¡Bien aviados van aquellos que así hablan y los insensatos que puedan creer en aquello de “a río revuelto”!…
 
   La República española ha de ser tolerante; es más: ha de favorecer la expansión de todas las ideas honradamente sentidas, sin reparar en radicalismos ni en el alcance hasta utópico que puedan revestir. Pero hay que repetirlo: no tolerará que se atente contra ella con habilidades ni con los clásicos procedimientos utilizados por la reacción y que tan dolorosamente lamentamos, porque ellos fueron los que derribaron la primera República española, que si pecó de algo, fue de exceso de bondad para combatir a sus criminales enemigos y detractores. A nadie ha de extrañar, pues, que nosotros hablemos como si efectivamente la República se hubiera ya establecido en España. Procedemos así, porque con toda lealtad, sin apasionamientos, abrigamos la firmísima creencia de que falta muy poco para que podamos, al fin, echar al vuelo las campanas de nuestro entusiasmo y de entonar un hosanna enardecido ante la consecución de lo que ha constituido el amor de nuestros amores y la esencia de nuestra vida material y política.
 
   A estas horas ignoramos cómo nuestros enemigos van a cohonestar esta legítima y espiritual “marcha sobre Madrid” que los republicanos hemos iniciado a partir de los escrutinios de la batalla que hemos dado en los comicios. Con censos amañados; con la constante y arbitraria apelación a todas las monstruosidades puestas en juego por los monárquicos; con las coacciones intolerables que se han desplegado sobre los electores; con el abuso más intolerable aún de la fuerza pública, puesta al servicio de la reacción para acallar de un modo medieval las nobles expansiones del pueblo español; con el derroche abrumador del dinero;  con toda suerte, en fin, de repugnantes procedimientos empleados, no se ha podido evitar que España haya dicho su última palabra: ¡República! ¿Habrá alguien aún que intente detener la voluntad tan honrada y firmemente manifestada por el pueblo español? No lo podemos creer. No debe haber un solo español, sea cualquiera la situación social, política o histórica que ocupe, que esté interesado en desatar una guerra civil de la que al cabo habría de salir triunfante esta misma finalidad: la República
 
   ¡Ay de aquel que así proceda o que así lo intente! Sobre él caerá la sanción de la historia y la de la justicia del pueblo.
 
   ¡Viva la República!  
 
 
Algunas opiniones publicadas en el diario “El Pueblo” del 14 de abril de 1931  
 
ALCALÁ ZAMORA            
 
   “Un hecho como el de ayer pierde, comentándolo, porque ningún comentario puede estar a la altura de su grandeza. El pueblo español tan incomprendido y calumniado a menudo en el extranjero ha realizado el acto de independencia, de dignidad, de educación y de cuerda ciudadanía más grande que pueblo alguno haya podido realizar. Frente a la coalición de todas las fuerzas monárquicas, de todos los desafueros del fuero militar, y de todos los alardes de fuerza colocada en las manos de una dinastía de segundo rango, servidora sumisa de la otra dinastía del primer escalón, la dinastía Berenguer y la dinastía borbónica, frente a lo realizado en España, no cabía luchar. No es ya problema de política; es de patriotismo, de deber y de dignidad. Los que tanto alardean de patriotas y han aprovechado ya bastante este monopolio, que se sometan a cumplir con su deber, que además coincide con su interés”. 
 
[N. del A.] Al proclamarse la República, Niceto Alcalá-Zamora y Torres, fue elegido presidente del Gobierno provisional, puesto del que dimitió al discutirse en el Congreso de los Diputados el artículo 26 y 27 de la Constitución, que prohibía que las órdenes religiosas se dedicasen a la enseñanza, autorizaba la nacionalización de los bienes de dichas órdenes y acordaba la disolución de la Compañía de Jesús y la expulsión de sus miembros, todo lo cual pugnaba con su condición de católico practicante. El 10 de diciembre de 1931, dos días después de haberse aprobado la Constitución –que, en su articulado, recogía todos aquellos principios que tanto le contrariaron mientras se discutían en el Parlamento- fue elegido primer presidente de la II República española, cargo del que fue depuesto por las Cortes, a instancias del Frente Popular,  el 7 de abril de 1936, tras ser acusado de haber rebasado las facultades que la Constitución confería al jefe del Estado. Al estallar la Guerra Civil se hallaba en Islandia en viaje de recreo. No regresó a España ni apoyó a ninguno de los dos bandos. Solamente solicitó a su consuegro, el general Queipo de Llano, que interviniese a favor del general Batet, condenado a muerte por los nacionales. Murió en Buenos Aires en el año 1949.  
 
MELQUÍADES ÁLVAREZ            
 
   “El pueblo usó ayer de su derecho más consciente de lo que suponía y declaró su opinión de una manera abrumadora e inequívoca. De unas elecciones administrativas se hicieron unas elecciones constituyentes. Su resultado bien claro está”.
 
[N. del A.] Melquíades Álvarez y González Pivada, abogado, fundador del Partido Reformista (1912) y presidente del Congreso de los Diputados (1922-1923), combatió a la dictadura de Primo de Rivera y se declaró republicano. Diputado por Valencia en las Cortes constituyentes de 1931, a partir de 1933 apoyó a las derechas. Al estallar la guerra civil, estaba en Madrid donde fue detenido y asesinado, a manos de un grupo de milicianos, el 23 de agosto de 1936 en la cárcel Modelo madrileña, juntamente a los ex ministros Rico Avello, Álvarez Valdés y Martínez de Velasco, los falangistas Fernando Primo de Rivera –hermano del fundador de la Falange- y el aviador Julio Ruiz de Alda; el doctor Albiñana; el comisario de policía Martín Báguenas y los generales Capaz y Villegas.    
 
 
EDUARDO ORTEGA Y GASSET            
 
   “El triunfo de la civilidad española nos presenta ante el mundo como una demostración ejemplar. Sus características han sido las que matizan a todas las grandes fuerzas morales: firmeza, serenidad, orden. España ha dictado su voluntad. Si frente a esta voluntad incontrastable se quisiera recurrir a métodos de violencia, además de ilegítimo y punible tal intento sería ineficaz y grotesco. El sentido de esa voluntad es inequívoca. No se presta ni aún a tergiversaciones de la mala fe a las que por cierto está el público tan acostumbrado y sólo engañan ya a sus autores. España pide con ademán enérgico y tranquilo la restauración de la República. Esta es la significación de su gigantesca demostración. Desde ahora la República es el régimen consagrado por el pueblo español”.
 
[N. del A.] Eduardo Ortega y Gasset fue el hermano mayor de José, el famoso escritor y filósofo. Político republicano que durante la dictadura del general Primo de Rivera hubo de exiliarse a Francia. Al proclamarse la República fue nombrado gobernador civil de Madrid y elegido diputado a las Cortes por Ciudad Real. Durante la contienda desempeñó el cargo de fiscal de la República, del cual dimitió en noviembre de 1937 tras tensiones con la CNT, trasladándose a París, luego a Cuba y por último a Venezuela, donde falleció en 1958.  
 
 
EL DOCTOR MARAÑÓN            
 
   “La jornada de ayer no representa sólo el triunfo de una determinada política. Representa algo más trascendental. Nada menos que una radical revolución de la conciencia española llevada a cabo con un sentido político y un sentimiento de modernidad y de orden que coloca nuestra España a la cabeza de Europa. Ayer ha terminado en España el caciquismo; ha terminado la influencia política del mal sacerdote que ponía al servicio de un interés en su gestión sobre la conciencia; ha terminado la imposibilidad de influir sobre los ciudadanos con campañas terroristas en las que se compraban los votos por el dinero o la violencia; ha terminado al fin la leyenda de la España sin pulso. El 12 de abril, España ha puesto su proa a un porvenir glorioso. Ha comenzado para los buenos españoles por ello mismo la era de los deberes rigurosos”.
 
[N. del A.] Gregorio Marañón y Posadillo en febrero de 1931, junto con José Ortega y Gasset y Ramón Pérez de Ayala, fundó la Agrupación al Servicio de la República, célula política que había de influir poderosamente –sobre todo en las clases intelectual y universitaria- en las elecciones del 12 de abril de dicho año, que condujeron a la proclamación de la República, en cuyo acontecimiento hizo las veces de intermediario entre el representante del poder saliente, conde de Romanones, y el del poder entrante, Niceto Alcalá-Zamora. Al estallar la Guerra Civil se hallaba en Madrid y, aun cuando llevaba ya algunos años al margen de toda actividad política, firmó, en unión de otros intelectuales, una nota, publicada en el diario ABC, en la que se decía que “ante la contienda que se está ventilando en España, estamos al lado del Gobierno de la República y del pueblo, que con heroísmo ejemplar lucha por sus libertades”. Al poco tiempo, y viendo como se estaban desarrollando los acontecimientos cambió por completo sus afectos. Uno de los principales motivos que le llevaron a tomar esta determinación, fue el asesinato en el patio de la cárcel Modelo de Madrid de Fernando Primo de Rivera, médico, capitán de Caballería, retirado por la Ley de Azaña de reorganización del Ejército y que actuaba en el servicio de Marañón del hospital. Se presentó Rosario Urquijo de Federico, la viuda de Fernando, en el Hospital para pedirle a Marañón, que le ayudara para recuperar el cadáver de su marido. Don Gregorio quedó profundamente impresionado, pues le apreciaba mucho. Se indignó y ante su comentario de que era un crimen inútil y una canallada, uno de los médicos, que luego se distinguió en el ejército rojo, le tomó por las solapas y le dijo: “Es lo que hay que hacer con todos los fascistas y con los que les protejan”.
 
   Marañón ya no volvió por el hospital  y con toda seguridad este episodio fue el desencadenante de la marcha de España de don Gregorio. En diciembre de 1937 hizo unas declaraciones a la Revue de Paris en las que, renegando de la ‘nota de adhesión’ aludida, se mostraba partidario de los nacionales y de su significado:
 
   “…Aunque en el lado rojo no hubiera un solo soldado ni un solo fusil moscovita, sería igual: la España roja es espiritualmente comunista roja. En el lado nacional, aunque hubiera millones de italianos y alemanes, el espíritu de la gente sería infinitamente español, más español que nunca. De esta absoluta y terminante verdad depende la fuerza de uno de los dos bandos y la debilidad del otro. Si el lema de “¡Arriba España!” lo hubieran adoptado los del bando de enfrente, el tanto por ciento de sus probabilidades de triunfar hubiera sido, por este simple hecho, infinitamente mayor”.
 
   Al terminar la Guerra Civil volvió a España, reanudando sus actividades hospitalarias el 1 de octubre de 1944. Murió en su casa de Madrid el 27 de marzo de 1960.  
 
 
 
 

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