P. Ángel David Martín Rubio
Sacerdote
El 24 de octubre de 1953, en su mensaje al remitir el Concordato con la Santa Sede a las Cortes Españolas para su aprobación, Franco expresó unas ideas que repitió en otras ocasiones y en las que aludía a la inseparable unión entre los martirios sufridos por la Iglesia durante la persecución religiosa, la condición de Cruzada de la guerra iniciada en 1936 y la naturaleza del Nuevo Estado entonces constituido:
«Esta persecución de nuestra conciencia en lo religioso fue la que, impregnando de espiritualidad nuestra Cruzada, dio al Alzamiento Nacional su sello restaurador en lo religiosos, que acompaño a nuestro Movimiento desde su iniciación y que, sin duda, atrajo hacia nuestro bando la protección y la benevolencia divina, tan trascendentes para la victoria».
Veamos en apretada síntesis lo acertado de la simbiosis establecida por Franco en su discurso y corroborada por la historia.
Persecución religiosa en España: 1931-1939
La situación de hecho de la Iglesia y los católicos, a partir de 1931, pero especialmente desde 1936, fue de acoso y persecución abierta, circunstancias que algunos justificaban por considerarlas necesaria para la renovación de España pues atribuían a la Iglesia ser una de las principales causas de los males de la sociedad española. Socialistas, anarquistas, comunistas, republicanos de izquierda y algunos regionalistas diferían entre sí en casi todo: en la forma del Estado, en la organización económica, en la consideración hacia los grupos sociales, en el papel de la cultura y la enseñanza… Únicamente había un punto de coincidencia: la voluntad decidida de construir artificialmente una sociedad carente de todo fundamento religioso. Buena parte de ellos optaba por una persecución en la que la vida religiosa no encontraba lugar ni en espacios de intimidad pues, debido a sus propios presupuestos marxistas, la religión constituía un elemento alienante que había que destruir.
Solamente por referirnos a lo ocurrido tras la ocupación del poder por el Frente Popular en febrero de 1936, en Madrid son incendiadas varias iglesias y desmanes semejantes ocurren en toda España. Incendios y asaltos de Iglesias y conventos en Palma del Río (Córdoba) durante tres días de febrero y en Cádiz (marzo). En Granada ardieron varias iglesias durante una huelga convocada el 10 de marzo y, a mediados del mismo mes, en Yecla (Murcia), arden en tres días catorce templos y desaparecen trescientas setenta y cinco imágenes mientras el alcalde prohibía a los sacerdotes el ejercicio de su ministerio… Por todas partes cruces, campanas e insignias religiosas, son destrozadas; los templos, cerrados violentamente, los sacerdotes, perseguidos, se decreta la abolición del culto, se multa a las personas que ostentan algún emblema religioso y se escarnece la fe y la conciencia de los creyentes.
Todo esto unido a otros órdenes de circunstancias, permiten resumir la situación de España en julio de 1936 recordando la existencia de:
― Una expectativa de revolución marxista;
― Una firme voluntad de resistencia e insurrección en importantes sectores del ejército y de la población civil;
― Una quiebra del Estado que era incapaz de garantizar un orden en libertad como se demostraría cumplidamente cuando el diputado José Calvo Sotelo fue sacado de su domicilio por miembros de las fuerzas de seguridad y asesinado.
En su Carta Colectiva, los obispos españoles declararon con razón que la Iglesia jerárquica «no provocó la guerra ni conspiró para ella, e hizo cuanto pudo para evitarla» y lamentó su estallido. Pero miles de ciudadanos católicos «obedeciendo a los dictados de su conciencia y de su patriotismo y bajo su responsabilidad personal, se alzaron en armas para salvar los principios de religión y justicia cristiana». Tal fue, también, el caso de Francisco Franco. Como a otros muchos españoles, el asesinato de Calvo Sotelo le conmovió. Él estaba convencido que al Ejército no le es lícito sublevarse contra un Partido ni contra una Constitución porque no le guste; pero tiene el deber de levantarse en armas para defender a la Patria cuando está en peligro de muerte. Estaba decidido a sumarse al Alzamiento pero ahora se vio impelido con toda urgencia a una sublevación en la que era necesario adelantarse al enemigo si se esperaba tener alguna posibilidad de éxito.
Con el Alzamiento Nacional, iniciado por el Ejército de África el 17 de julio de 1936 y secundado en la Península los días siguientes, se inicia la etapa plenamente revolucionaria dentro de la evolución histórica de la Segunda República, momento que marca el apogeo de la persecución religiosa. Al mismo tiempo, el acoso exterminador contra la Iglesia católica en zona frentepopulista, dio un carácter de Cruzada a la movilización en el bando contrario.
En su Carta Colectiva, los obispos españoles caracterizaron la revolución española por su crueldad, inhumanidad, capacidad destructora de la civilización y el derecho, antiespañolismo y, sobre todo, anticristianismo. Las cifras de religiosos y sacerdotes asesinados en zona frentepopulista avalan esta última afirmación: Antonio Montero cataloga a 4.184 víctimas del clero secular (incluyendo a doce Obispos, el Administrador Apostólico de la diócesis de Orihuela y un centenar de seminaristas), 2.365 religiosos y 283 religiosas; es decir, un total de 6.832, cifra comúnmente aceptada. Mucho más elevado es el número de seglares muertos como consecuencia de la persecución religiosa.
Franco, liberador de la Iglesia perseguida.
Desde el primer momento, las alocuciones de los militares sublevados reconocieron el carácter religioso de esta lucha; así, el general Franco desde Radio Tetuán el 25 de julio de 1936 declaraba que se combatía por la «Patria, la Familia y la religión». El pueblo español dio sentido de Cruzada a la guerra, sobre todo, a medida que se conocía lo que estaba ocurriendo en zona frentepopulista, donde ardían las iglesias y se asesinaba por miles a los sacerdotes y a los católicos practicantes.
Por eso, la Jerarquía eclesiástica empezó a manifestarse en apoyo de los alzados, con documentos como la Carta pastoral de los obispos de Vitoria y de Pamplona (6-agosto-1936) y Las dos ciudades (30-septiembre-1936) del Obispo de Salamanca Pla y Deniel, hasta desembocar en la Carta Colectiva del Episcopado español.
Por su parte, en el mismo discurso a quinientos españoles en que habló por primera vez de «verdaderos martirios en todo el sagrado y glorioso significado de la palabra» el papa Pío XI mandaba su bendición «a cuantos se habían propuesto la difícil tarea de defender y restaurar los derechos de Dios y de la religión». En 1939, al acabar la guerra, Pío XII concebía el primordial significado de la victoria nacional en los siguientes términos: «el sano pueblo español, con las dos notas características de su nobilísimo espíritu, que son la generosidad y la franqueza, se alzó decidido en defensa de los ideales de fe y civilización cristiana, profundamente arraigados en el suelo fecundo de España; y ayudado de Dios, “que no abandona a los que esperan en Él” (Iud 13,17), supo resistir el empuje de los que, engañados con lo que creían un ideal humanitario de exaltación del humilde, en realidad no luchaban sino en provecho del ateísmo».
En sus informes oficiosos a la Santa Sede, el cardenal primado, Isidoro Gomá, con frecuencia insiste en un criterio: juzgar a Franco siempre como un católico convencido y estimar su postura, al frente de la jefatura del Estado desde el 1 de octubre de 1936, como una garantía de que la orientación cristiana del Estado prevalecería en las líneas de la política general. Por citar solamente alguno de sus escritos: «Por lo que atañe a su representación religiosa y moral puede afirmarse en general que los elementos más significativos de estos organismo son bonísimos católicos, algunos de ellos hasta piadosos. Me es grato consignar los nombres del Generalísimo, católico práctico, que me consta reza todos los días el santo rosario, enemigo irreconciliable de la masonería y que no concibe el Estado Español fuera de las líneas tradicionales de catolicismo en todos los órdenes…» con «manifestaciones de catolicismo acendrado»… «Tiene arraigados sentimientos religiosos, cumple como buen cristiano con los preceptos de la Santa Iglesia».
Buena prueba de esta actitud sería la prudente intervención de Franco en cuestiones especialmente delicadas como lo fue la colaboración de los nacionalistas vascos con los marxistas, el compromiso político de parte de los sacerdotes en las provincias de Guipúzcoa y Vizcaya y la intervención partidista en el conflicto de miembros del clero vasco a favor de la causa roja, elogiada públicamente por la dirigente comunista apodada La Pasionaria. El Primado de España, Cardenal Gomá, y el Jefe del Estado, Generalísimo Franco, pusieron fin con su intervención personal a las ejecuciones de algunos sacerdotes condenados por tribunales de guerra bajo la acusación de actividades a favor del bando frentepopulista.