José Javier Esparza
Franco no era inicialmente el jefe de la insurrección militar de julio de 1936. Tampoco los sublevados contaban con la idea de ponerle al frente. De hecho, fue de los últimos en dar su apoyo expreso a la rebelión y sus dudas y cautelas desesperaban a los demás implicados en el golpe. Franco se hizo con el poder después, ya comenzada la guerra. Fue por una mezcla de azar, ambición personal y respaldo exterior. Azar, porque la muerte imprevista de Sanjurjo y el fracaso de Goded y Fanjul despejaron el camino, por así decirlo. Ambición personal, también, porque Franco siempre se vio a sí mismo llamado a una misión providencial y la persiguió tenazmente. Y respaldo exterior, en fin, porque fueron muchas las fuerzas, en España y fuera de ella, que vieron a Franco como el líder natural del movimiento.
El hombre que realmente encabezaba la sublevación era otro militar de más fama y renombre: el general Sanjurjo. Fue éste quien designó como “cerebro” del movimiento al general Mola, que se encargó de la planificación. Desde tiempo atrás, otros generales como Orgaz venían tanteando el terreno (era la época, por ejemplo, en la que los sectores conservadores creían casi segura la colaboración de los nacionalistas vascos en un alzamiento contra una república roja, según cuenta José María de Areilza, que estuvo allí). Franco sólo era una pieza más. Relevante, pero no decisiva. Ahora bien, Franco sí estaba al tanto de todas estas cosas. También de lo de Sanjurjo.
¿Por qué Sanjurjo? Don José Sanjurjo, nacido en 1872, laureado en Marruecos y jefe de la guardia civil con el último gobierno de la Corona, había entregado literalmente el poder a los republicanos en abril de 1931, fue recompensado por éstos con el Alto Comisariado en Marruecos y rompió con la II República a causa de la reforma militar de Azaña. Sublevado en 1932 en un pronunciamiento al viejo estilo decimonónico, Sanjurjo terminó preso, primero, y exiliado después en Portugal. A partir de la primavera de 1936, cuando el gobierno del Frente Popular se manifestó incapaz de detener la violencia revolucionaria, se aceleraron los movimientos conspirativos. Sanjurjo fue unánimemente reconocido por los militares descontentos como líder natural, pero el avión en el que debía llegar a España se estrelló al poco de despegar y el general murió. Fue el 20 de julio de 1936. ¿Accidente o sabotaje? En principio, accidente. Es verdad que un reputado socialista, Ángel Galarza, fiscal general de la República y después ministro de Gobernación (o sea, Interior) del Frente Popular, se jactó de haber desviado el avión a un aeródromo de malas hechuras, pero probablemente esto fue sólo una baladronada de Galarza. El hecho, en cualquier caso, es que el golpe quedaba descabezado nada más comenzar.
Un programa de mínimos
Contra lo que comúnmente se cree, los líderes militares del levantamiento del 36 no eran antirrepublicanos ni “fascistas”. Con la excepción de Varela, de simpatías carlistas, y de Orgaz, alfonsino, muchos de ellos habían ocupado cargos importantes de carácter político con los gobiernos de la República. Por ejemplo, Queipo de Llano, que se había sublevado contra la Corona en 1930, fue el primer Inspector General del Ejército con el gobierno republicano y jefe del Cuarto Militar del presidente de la República, Alcalá Zamora. Goded fue Jefe del Estado Mayor Central en 1933 y director general de Aeronáutica en 1935. Fanjul fue subsecretario del Ministerio de la Guerra con Gil Robles y varias veces diputado por Cuenca. Cabanellas fue director general de la Guardia Civil en 1932, diputado por el Partido Radical e Inspector General del cuerpo de Carabineros (la policía de fronteras y aduanas de la época). El propio Franco desempeñó la jefatura del Estado Mayor Central del Ejército en 1935. No es un azar que el levantamiento se iniciara precisamente en nombre de la República.
Asimismo, es importante señalar que la sublevación del 18 de julio no tenía un programa político concreto. Su única finalidad declarada era apartar del poder al Frente Popular, frenar en seco la deriva revolucionaria y entregar el gobierno a una Junta de Defensa Nacional que “pusiera orden” al frente de la República. La sublevación nunca tuvo por objetivo primordial restaurar la monarquía. Por otro lado, los apoyos civiles del movimiento eran de lo más heteróclito y frecuentemente contradictorios entre sí. Los sectores católicos, conservadores, monárquicos, carlistas o falangistas que respaldaron el golpe divergían mucho en sus objetivos. Sólo coincidían en la necesidad de frenar al Frente Popular. Esa divergencia laceró muchas conciencias en la primavera del 36 –no hay más que leer al líder falangista, José Antonio Primo de Rivera -, pero el estallido de la guerra trajo algo más urgente: había que sobrevivir. Así el movimiento del 18 de julio nació sin un proyecto político definido. Y Franco aprovecharía en beneficio propio tal indefinición.
Muerto Sanjurjo, ¿a quién poner al frente? Queipo de Llano estaba en Sevilla, lejos del centro de operaciones y, por otra parte, no despertaba la menor confianza entre el núcleo conspirador. Quedaban Goded y Fanjul, jefes de las tropas de Barcelona y Madrid respectivamente, pero su sublevación fracasó y ambos fueron fusilados por el Frente Popular en las primeras semanas de agosto. Mola, sin nadie más en cartera, ofreció entonces la jefatura de la Junta de Defensa a otro militar veterano: el general Cabanellas, viejo masón. Era el 24 de julio de 1936. En ese momento Franco ocupaba una posición de enorme importancia estratégica, pero políticamente secundaria: desde Canarias se había puesto al mando del ejército de África y empezaba a enviar tropas a la península a través de un audaz puente aéreo.
Cómo Franco se hizo imprescindible
Franco estaba, sí, en Marruecos, adonde había llegado el 19 de julio desde las Canarias en un avión, el Dragon Rapide, aviado por los Luca de Tena con dinero de Juan March. O sea que Franco estaba aún más lejos del centro sublevado que Queipo, pero tenía en su mano bazas importantísimas. La primera, un territorio enteramente bajo su control, lejos del gobierno de Madrid y sin frente de guerra, lo cual le permitía una enorme libertad de movimientos. La segunda, las tropas mejor equipadas, mejor preparadas y más combativas del ejército español. La tercera, y no menor, mano libre para entablar negociaciones con los principales apoyos exteriores que los sublevados podían recabar, y en particular los consulados alemán e italiano en la zona internacional de Tánger. Con todo eso en el bolsillo, Franco se convierte de inmediato en el hombre imprescindible.
Es en estas primeras semanas cuando Franco comienza su escalada. Aquella indefinición de los meses previos a la guerra empieza a jugar en su favor. De entrada, numerosos oficiales optan por pasarse a la sublevación al ver que en sus filas forma Franco, a quien no se tenía por un tópico conspirador y cuyo prestigio profesional era indiscutible. Acto seguido, los monárquicos, que han recibido como un mazazo la muerte de Sanjurjo, vuelven sus ojos precisamente hacia Franco, a quien tienen por el más próximo a la corona de entre los generales sublevados. Franco, para afianzar esa impresión, ordena izar en su cuartel la bandera rojigualda. Como el golpe ha fracasado, lo que ha surgido es una guerra y el bando sublevado controla un territorio discontinuo y de recursos escasos, hace falta pedir ayuda exterior. ¿Quién puede proporcionarla? Italia y Alemania, sensibles al argumento de la lucha contra el comunismo. ¿Quién puede encargarse del trabajo? Sólo Franco, que tiene manos libres en Tánger. ¿Quién tiene los contactos precisos? Los monárquicos, que viajan a Roma y Berlín y, por supuesto, señalan a Franco como hombre clave para todos los acuerdos. Además, a medida que la guerra se extiende y España se parte definitivamente en dos, la figura de Franco se convierte en punto de referencia para las masas de la derecha social. De entre todos los jefes de la sublevación, es el que presenta menos aristas. No es un masón como Cabanellas, no es un tipo levantisco de fidelidades volubles como Queipo, no es un oscuro republicano como Mola, no es… Bien, pero, ¿qué es realmente Franco? Nadie podría decirlo con seguridad. Y eso le beneficia enormemente.
El resto fue guerra. Con los aviones italianos y alemanes –y el talento del general Kindelán, fundador de la aviación española- Franco organiza un puente aéreo que le permite trasladar a la península a sus legionarios y regulares. El 7 de agosto pasa él mismo a Sevilla, donde instala su cuartel general y dirige el ascenso hacia el norte. Diez días después ya está en Cáceres. A principios de septiembre toma Maqueda. En dos meses sus tropas han cubierto victoriosamente 500 kilómetros de campaña. Mientras las otras columnas del ejército sublevado encontraban dificultades y obstáculos, Franco avanzaba como una bala. A ojos de muchos, era ya el líder indiscutible. No por oscuras conspiraciones, sino, simplemente, porque era el mejor. El 21 de septiembre la Junta de Defensa Nacional debate en Salamanca la espinosa cuestión del mando único. Es el propio Franco quien ha convocado esa reunión. Desde la muerte de Sanjurjo, la jefatura la ha ejercido Cabanellas en condición de “primus inter pares” en una especie de órgano colegiado. Sin embargo, las circunstancias empujan a unificar el mando. ¿Por qué? Porque los sublevados controlan un territorio extenso pero mal organizado, la guerra se extiende a todos los frentes y es preciso fijar objetivos bien definidos y coordinados. En la mentalidad militar, la unidad de mando y la unidad de objetivos son inexcusables principios de doctrina.
En el otro lado, el caos revolucionario de las milicias del Frente Popular está dando un perfecto ejemplo de los inmensos estragos que puede causar un poder fragmentado. Allí ocupa la jefatura del Gobierno desde primeros de mes el socialista Largo Caballero, el más radical de los candidatos posibles, y su principal ocupación está siendo precisamente tratar de poner orden en aquel disparate político y militar: con la excepción del Partido Comunista, que ha entendido bien que hay que ganar la guerra antes de hacer la revolución, el resto del campo es pura anarquía. Algo semejante puede ocurrir en la zona sublevada si no se impone una disciplina férrea.
¿Qué decidió aquella Junta de Defensa? Entregar a Franco el mando militar. A eso respondía el título de “generalísimo”, de larga tradición española. Pero, a la vez, la Junta resolvió guardar la decisión en secreto hasta definir los poderes políticos de la nueva jefatura. Franco cuenta con apoyos decisivos dentro de la Junta: Orgaz, Yagüe, Kindelán… Le apoyan los monárquicos porque creen que con él volverá la corona. Le apoyan las derechas porque, después de todo, le consideran un hombre próximo a Gil Robles. Le apoyan los falangistas, como Yagüe, porque saben que no siente el menor aprecio por las derechas ni comulga tampoco con los alfonsinos. Franco, a base de silencios, ha hecho creer a todos lo que todos querían creer. Pero a Franco le apoyan, sobre todo, militares que ven en él al tipo que gana batallas y que, además, trae el apoyo alemán e italiano.
El 27 de septiembre se libera el Alcázar de Toledo, largamente asediado por los cañones del Frente Popular. Son tropas de Franco las que han roto el cerco. El 28 de septiembre de 1936 vuelve a reunirse en Salamanca la Junta de Defensa Nacional. El general Kindelán lleva un borrador donde se nombra a Franco no sólo jefe de los ejércitos, sino también jefe del Gobierno. Cabanellas se opone, pero los demás aceptan. El texto inicial nombraba a Franco “jefe del Gobierno del Estado” mientras durara la guerra. Cuando se publicó, el plazo bélico había desaparecido y Franco quedaba investido, de hecho, con todos los poderes políticos del Estado.
El 1 de octubre de 1936 Franco se convirtió formalmente en Jefe del Estado. Era la primera vez en la Historia de España que alguien ostentaba ese título, que ponía en sus manos un poder omnímodo. No lo dejaría hasta su muerte, treinta y nueve años después.