José Javier Esparza
Franco se estrenó como general con una misión de la mayor importancia: Primo de Rivera le encomienda la creación y dirección de una Academia Militar general. Hasta entonces, y desde 1893, los estudios militares se organizaban según armas (infantería, artillería, etc.), tal y como las propias armas, corporativamente, habían impuesto. La idea de unificar al menos los primeros años de enseñanza militar era un rasgo modernizador y es muy significativo que el hombre escogido para el puesto fuera precisamente Franco. Desde el punto de vista de la pequeña política dentro de la casta militar, aquello era un triunfo para los “africanistas”, es decir, los oficiales que habían hecho su carrera en Marruecos, pero la elección del general más joven del ejército era también, y sobre todo, un gesto de apertura mental. Franco había salido de la Academia de Toledo antes de que empezara la primera guerra mundial, cuando el canon bélico era todavía el de la guerra franco-prusiana. Ahora corría 1927, los campos de batalla se habían llenado de aviones y vehículos motorizados, las cuestiones de tipo logístico y organizativo constituían necesidades de primer nivel y Franco era sin duda, de todos los generales disponibles, el que más y mejor había resuelto esos problemas sobre el campo.
Existe la sorprendente idea, difundida sobre todo a partir del demasiado imaginativo libro de Blanco Escolá sobre “La incompetencia militar de Franco” (un volumen hilarante por lo grotesco), de que a Franco le dieron el mando de la Academia por puras intrigas de casta y que allí impuso un concepto “trasnochado” del ejército. Es decir que el general Primo de Rivera, que en Alhucemas había concebido y dirigido con éxito el primer desembarco aeronaval de la Historia, demostrando un concepto muy moderno de la guerra, sin embargo habría otorgado la dirección de la Academia a un sujeto mediocre, ajeno a cualquier innovación, sin gusto por el estudio, apegado a un espíritu de la milicia ya superado. Es sencillamente estúpido.
La Academia
No, Franco no era un “trasnochado”. En la Academia impone su manera de ver la guerra, que es mucho más evolucionada que la de muchos de sus colegas. A su lado tiene a un verdadero talento: el coronel Campíns, otro “africanista”, que dirige el plan de estudios. Porque se estudia, claro. Dice Sergio Sánchez Martínez en su monografía sobre esta época de la Academia que la metodología didáctica empleada se basó abiertamente en la que proponía la Institución Libre de Enseñanza, de inspiración krausista. Para ingresar no sólo hay que pasar un fuerte examen de condición física, sino también exigentes pruebas de conocimientos en un bloque de ciencias y otro de letras. Franco prohíbe viejos atavismos como las “novatadas” y redacta un decálogo que aún está en vigor. ¿Quiere saber el lector cómo veía Franco el oficio de militar? Nada más oportuno entonces que reproducir ese decálogo que señalaba una guía ética para los cadetes:
1: Tener gran amor a la Patria y fidelidad al Rey, exteriorizado en todos los actos de su vida.
2: Tener un gran espíritu militar, reflejado en su vocación y disciplina.
3: Unir a su acrisolada caballerosidad constante celo por su reputación.
4: Ser fiel cumplidor de sus deberes y exacto en el servicio.
5: No murmurar jamás, ni tolerarlo.
6: Hacerse querer de sus inferiores y desear de sus superiores.
7: Ser voluntario para todo sacrificio, solicitando y deseando siempre el ser empleado en las ocasiones de mayor riesgo y fatiga.
8: Sentir un noble compañerismo, sacrificándose por el camarada y alegrándose de sus éxitos, premios y progresos.
9: Tener amor a la responsabilidad y decisión para resolver.
10: Ser valeroso y abnegado.
Nótese que el término “valor” no aparece hasta el último punto; porque es verdad que, sin todo lo demás, el valor sólo tiene un peso muy relativo. Otro dato interesante: cuando estalle la guerra civil, el 96% de los cadetes de estas promociones –y eran más de 700 oficiales- buscará pasarse a las filas de Franco.
En el otoño de 1930 visitó la Academia de Zaragoza el ministro de la Guerra francés, André Maginot, impulsor de la célebre línea fortificada que llevaba su nombre, y manifestó su entusiasmo al conocer los detalles de la institución: “Vuestra organización es perfecta y entre todas las escuelas militares del mundo es sin duda la más moderna”. Eso ponía en su boca, textualmente, la información que esos mismos días, 26 y 28 de octubre de 1930, publicaba el Heraldo de Aragón. ¿Exageraba Maginot? ¿Era sólo cortesía, como insinúan algunos? Bartolomé Benassar, que no es precisamente un franquista, dedicó algunas páginas de su Franco (EDAF, 1996, pp. 62 y sigs.) a documentar este asunto y, bien a su pesar, hubo de constatar que era enteramente cierto. Maginot alabó mucho la obra de Franco y Campíns en la Academia. Es verdad que en 1940 los alemanes arruinaron la Línea Maginot, pero también lo es que para eso faltaban diez años y que ahora, 1930, el juicio del ministro francés, en materia de modernidad militar, era palabra de ley.
La Academia se la cargó Azaña, como todo el mundo sabe, teóricamente por motivos presupuestarios. Franco dio el discurso de despedida y allí pronunció unas palabras que han hecho correr mucha tinta, porque se ha querido ver en ellas el atisbo de una futura rebelión: “¡Disciplina! –decía el general director-. Que no encierra mérito alguno cuando la condición del mando nos es grata y llevadera. ¡Disciplina! Que reviste su verdadero valor cuando el pensamiento aconseja lo contrario de lo que se nos manda, cuando el corazón pugna por levantarse en íntima rebeldía, o cuando la arbitrariedad o el error van unidos a la acción del mando. Esta es la disciplina que os inculcamos, esta es la disciplina que practicamos, este es el ejemplo que os ofrecemos”. Parece que a Azaña no le hizo ninguna gracia el discursito. Pero si uno atiende a su letra, prescindiendo de los hechos posteriores, ¿acaso no es un planteamiento cabal?
Después de un acre intercambio de pareceres, Azaña mandó a Franco a paseo: lo colocó en situación de “disponible forzoso” durante ocho meses y el general no volvió al servicio hasta febrero de 1932, cuando se le dio el mando de una brigada en La Coruña. Para un hombre con su expediente y con su ambición, debió de ser una tortura. En julio de ese año el general Sanjurjo, el viejo militar monárquico que había entregado el poder a los republicanos, se subleva: es un pronunciamiento al viejo estilo que apenas levanta adhesiones. Franco se queda quieto: no moverá un dedo por Sanjurjo, que terminará procesado y condenado a muerte, aunque la pena capital se le conmutará por otra de cárcel, primero, y de destierro después. ¿Por qué Franco no se sumó al pronunciamiento? Los historiadores antifranquistas han hecho mil cábalas tratando de encontrar algún motivo oculto y, por supuesto, innoble. Lo más probable, sin embargo, es que Franco permaneciera ajeno al golpe por puro sentido de la disciplina. Meses más tarde, Azaña, quizá para recompensar su lealtad, le da el mando militar de las Baleares, un puesto propio de general de división, es decir, el empleo superior al que Franco ostentaba.
Lealtad condicionada
La segunda estrella del generalato, la de división, se la dio el gobierno de Lerroux en marzo de 1934. Era el techo de su carrera militar: Azaña había suprimido el empleo de teniente general, de manera que no se podía ascender más. De todos los generales de división de aquel momento, que eran más de veinte, Franco era el más bisoño y también el más joven. Sin embargo, seguía rodeado de su aureola de héroe de África y, en el plano político, era sin duda el favorito de las derechas, que le tenían –y no se equivocaban- por hombre afectivamente unido a la monarquía y, sobre todo, íntimamente hostil a Azaña y a la izquierda. Esa posición de afinidad política le otorgaba un relieve personal muy superior a su puesto en el escalafón. Por eso estaba en León, invitado personalmente por el ministro de la Guerra a unas maniobras, cuando estalló la revolución de Asturias. Por eso el ministro –era Diego Hidalgo- le encargó allí mismo viajar a Madrid para coordinar las operaciones contra los revolucionarios. Por eso le dieron en recompensa el mando del ejército en Marruecos y después, ya con Gil Robles como ministro de la Guerra, la jefatura del estado mayor central, cargo del que le desplazará el Frente Popular.
¿Fue Franco leal a la República? En líneas generales, sí. Aceptó la llegada de la República sin intentar la menor acción armada. Aceptó el cierre de su Academia sin más gesto que aquel ambiguo discurso. Después aceptó igualmente los destinos que se le encomendaban sin más protesta que algunas cartas reclamando reajustes en el escalafón. Cuando el Gobierno legítimo de la República le llamó para coordinar las acciones frente a la revolución del 34, lo hizo con diligencia. En su puesto de jefe del Estado Mayor se ocupó de investigar los movimientos de agitación política en el seno de las fuerzas armadas, cosa que es perfectamente rutinaria en todos los ejércitos de todos los tiempos. Incluso aceptó entrar en el juego político presentándose candidato por Cuenca en las listas de la derecha. Salvo que cometamos la arbitrariedad de identificar a la II República exclusivamente con la izquierda, no cabe decir sino que Franco fue leal a la República… hasta que dejó de serlo.
Franco, sí, fue leal a la República al menos hasta el 23 de junio de 1936, cuando escribe al jefe del gobierno, Casares Quiroga, para trasladarle el malestar en las filas del ejército. Esa carta es al mismo tiempo una advertencia, un chivatazo –así lo entendieron algunos- y una amenaza. “Conocedor de la disciplina –escribe Franco-, a cuyo estudio me he dedicado muchos años, puedo asegurarle que es tal el espíritu de justicia que impera en los cuadros militares, que cualquiera medida de violencia no justificada produce efectos contraproducentes en la masa general de las colectividades al sentirse a merced de actuaciones anónimas y de calumniosas delaciones”. Todo el texto es un ejercicio de equilibrismo. No puede extrañar que Sanjurjo dijera aquello de que “Franquito es un cuquito que va a lo suyito”. Lo más relevante, en todo caso, es que Casares Quiroga no contestó jamás a la misiva del general. Al parecer se limitó a mover algunas jefaturas de la Guardia de Asalto y de la Guardia Civil en previsión de eventuales trastornos. Lo cual dice bastante sobre la miopía política de Casares.
Franco era ya comandante general de las Canarias, adonde había sido desplazado por el Gobierno para alejarle de Madrid. Las circunstancias del golpe de julio de 1936 son bien conocidas. También las vacilaciones de Franco, que siempre se mostró escéptico sobre las posibilidades reales de un pronunciamiento militar y no se sumó a la conspiración hasta que la situación política le pareció irreversible. Pero todo eso ya lo hemos contado en anteriores entregas de esta serie. Pese a sus reservas, Franco se une al golpe, levanta al ejército de África, pasa a la península y avanza hacia el norte. En Salamanca se decide nombrarle jefe único del ejército y, enseguida, también jefe del Estado. Desde ese momento la guerra civil lleva su nombre.
Y la guerra civil
Es precisamente en el contexto de la guerra civil donde más y con mejores argumentos se ha discutido la competencia militar de Franco. Paso a paso, campaña a campaña, mapa en mano, es posible ver los movimientos de las tropas y descubrir tal o cual error, qué habría podido hacerse que no se hizo, cómo hubieran podido ser las cosas con más talento, etc. Son debates interminables que, en líneas generales, adolecen de falta de realismo: para entender una decisión militar sobre el campo de batalla, en un momento concreto, es preciso tener en la mano todas las circunstancias que determinan la acción, y éstas, con frecuencia, se nos escapan. Franco tuvo dos aciertos tácticos fundamentales al principio de la guerra que fueron, por este orden, el “puente aéreo” entre Marruecos y la península y, acto seguido, el avance por el oeste para enlazar las dos zonas sublevadas, norte y sur, que hasta ese momento permanecían divididas. Acto seguido, y sin haber sido aún nombrado jefe del Estado, pero con la jefatura de los ejércitos en el bolsillo, tomó la decisión de liberar el Alcázar de Toledo, donde permanecían sitiados varios cientos de sublevados, en vez de marchar sobre Madrid. Y aquí empieza la polémica.
Muchos comentaristas sostienen que la liberación del Alcázar fue una operación más política, “de imagen”, que propiamente militar, y que aquella primera renuncia a tomar Madrid hizo que la guerra se prolongara. Hay quien incluso pone ese juicio en boca del propio Franco. Ahora bien, este argumento presupone que era fácil tomar Madrid, cuando la realidad es que nada permite presumir tal cosa. Por los testimonios de quienes entonces estaban en la capital, y especialmente de los comunistas, sabemos que la ciudad estaba llena de milicias armadas que, en vez de marchar al frente, se dedicaban a la represión en la retaguardia. Eso había desguarnecido los frentes –sólo los comunistas se salvan del reproche-, lo cual sin duda facilitó el acercamiento de los sublevados, pero, al mismo tiempo, hacía de la capital una auténtica ratonera cuya toma habría exigido un combate casa por casa. Todo ello, además, en un momento, finales de septiembre de 1936, en el que las tropas sublevadas aún mantenían una logística muy rudimentaria, sin zonas industriales bajo su control, información insuficiente sobre la situación del enemigo y unas expectativas de abastecimiento muy limitadas. ¿De verdad hubiera sido buena idea lanzarse a conquistar Madrid?
Es importante subrayar que el bando sublevado partía en clara desventaja en julio de 1936. El 8 de agosto de aquel año, el socialista Indalecio Prieto se dirige a los suyos y, en una célebre alocución, vaticina su inexorable victoria, pues el gobierno del Frente Popular disponía de “todo el oro del banco de España, todos los recursos válidos en el extranjero, todo el poder industrial de España, los recursos financieros, la mayor parte del ejército, de la marina y de la aviación, de los generales, la agricultura más rica, la mayor extensión de costa, los principales depósitos de armas, la frontera con Europa, el reconocimiento internacional, las ciudades más pobladas”… Todo era cierto. Las únicas ventajas de los sublevados eran la calidad de sus tropas, especialmente del ejército de África, y la granítica cohesión de sus filas. Pero finalmente serían esas dos bazas las que inclinarían la balanza, porque el bando gubernamental, al contrario, se deshacía en querellas internas, desorden político y desconcierto militar. Incluso cuando llegue la ayuda extranjera, que en líneas generales fue muy similar para cada bando, los sublevados harán de ella un uso mucho más eficaz que sus enemigos.
¿Cómo planteó Franco la guerra una vez tuvo en su mano todo el poder político y militar? Como una concienzuda y paciente tarea de ocupación del territorio. Franco, y esto lo ha explicado muy bien Hugh Thomas, en realidad no dirigió tropas durante la guerra civil. Más bien se dedicó a la planificación y supervisión de operaciones simultáneamente militares y políticas. Desde el punto de vista técnico, sobre el terreno, una guerra civil se diferencia de una guerra convencional en dos rasgos fundamentales: el primero, que no es posible avanzar dejando tras de sí un territorio que no se haya ocupado hasta el último metro, porque la conquista política es tan importante como la militar; el segundo, que no es factible arrasar un objetivo –una ciudad, por ejemplo-, porque al día siguiente habrá que gobernarla. Eso, en nuestra guerra civil, vale tanto para los “nacionales” como para los “rojos”, y es interesante constatar que los casos de “tierra quemada” son escasísimos, quizá con la sola excepción de Irún, dinamitada por los socialistas en su huida. Y es que en una guerra civil el factor político es tan importante como el militar.
A grandes rasgos, e introduciendo ese elemento político dentro de los criterios estratégicos, el plan de Franco consistió en una sucesión de fases bastante lógica, por más que frecuentemente fuera producto de las circunstancias y no obedeciera a un programa preconcebido: primero, unir territorialmente el propio campo; después, explotar la división territorial del enemigo; enseguida, apoderarse de los recursos industriales que estaban en manos del adversario, es decir, las Vascongadas y Asturias; con eso en la mano, dividir el frente rival para, finalmente, concentrar el esfuerzo en el punto crítico del adversario y provocar su hundimiento. Por supuesto, en el dibujo hay que contar con un “pequeño detalle” que a muchos historiadores se les pasa por alto: el enemigo existe, combate, intenta vencer también y con frecuencia obliga a cambiar los planes sobre la marcha. Por los testimonios de los que hicieron la guerra, parece que la maniobra de dividir el frente “republicano” en dos alcanzando el mar por Castellón se debió a una de esas improvisaciones forzadas por las circunstancias. Nada extraño en ninguna guerra.
Es fama que la lenta y cautelosa progresión de Franco exasperaba a los agregados militares alemanes e italianos, que insistían para acelerar las operaciones. Hay historiadores que reprochan a Franco el no haber empleado tácticas de blitzkrieg, de “guerra relámpago”, para doblegar al enemigo. Pero este reproche es un tanto absurdo. En primer lugar, porque el bando nacional no estaba en condiciones –tampoco el republicano- de asegurar el despliegue técnico necesario para ejecutar unas maniobras que exigen el concurso masivo de aviación y carros de combate; no había en los ejércitos de Franco –ni en los de enfrente- material ni combustible suficientes para semejantes alardes. En segundo lugar, porque, como ya ha quedado dicho, una guerra civil exige una minuciosa ocupación política del territorio sin devastarlo, y eso requiere un largo lapso de tiempo incompatible con las tácticas de la blitzkrieg. En tercer lugar, porque la propia realidad demostró la inviabilidad de esas propuestas: Franco cedió ante los italianos para que ensayaran en Guadalajara lo que ellos llamaban la “guerra célere”, y el resultado fue lo suficientemente desastroso como para que italianos y alemanes dejaran de insistir.
La historiografía reciente se ha fijado en el talento militar indiscutible de las grandes figuras del Ejército Popular de la República, como Miaja o Rojo, y subraya su inteligencia frente al pobre repertorio táctico de Franco y los suyos. Rojo y Miaja eran, en efecto, militares de talento, pero el hecho es que perdieron todas las batallas con la excepción de la primera defensa de Madrid. Franco ocupaba lentamente el territorio y, pese a su lentitud, llevaba la iniciativa. Cuando el Frente Popular trató de cambiar el curso de la guerra con ofensivas brillantes como las de Brunete y el Ebro, Franco se las arregló para frustrarlas y dar la vuelta a la situación. Los “republicanos” no consiguieron recuperar en toda la guerra más que una sola capital, Teruel, y fue para perderla a los dos meses. Al final, en la guerra el mejor es el que gana. No hay más.
Después, Franco creyó en 1940, como casi todos, que el mejor ejército de Europa era el francés y, como casi todos, se equivocó. En 1943 creyó, como casi todos, que el III Reich era invencible y, como casi todos, se equivocó. Vio sin embargo que el enfrentamiento entre los Estados Unidos y la Unión Soviética era sólo cuestión de tiempo, y en eso, que en su momento pocos veían, acertó.
¿Buen militar? ¿Mal militar? Un militar, al fin y al cabo. Brillantísimo en la primera parte de su carrera y, después, más político que militar. Pero ganó. Eso es lo indiscutible.