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Desde hace años, pero especialmente desde que el miserable Rodríguez Zapatero sacó adelante en 2007 (con la ayuda del PP) la Ley de Mentira Histórica, el rojerío está dando la murga con una descomunal mentira, creada por ellos, sobre lo que llaman la “represión franquista”. Los tertulianos abundantemente pagados eructan cifras absolutamente descabelladas de “represaliados del franquismo”, llegando a hablar de medio millón de ejecutados y de inexistentes “campos de concentración” (los únicos campos de concentración que ha habido en España los creó precisamente la República), en un relato completamente falso y delirante seguramente inspirado en lo que hubieran hecho ellos caso de ganar la Guerra.
¿Qué hay de verdad en todo ello? NADA, como en todas las campañas de intoxicación de la izquierda, pero a base de repetirlo una y otra vez consiguen no solo que la gente se lo crea, sino que lo interioricen y lo reciten como papagayos, incluidos algunos cretinos que en su árbol genealógico tienen una o varias víctimas de las hordas rojas.
La orwelliana Dirección General de Memoria Histórica, un organismo disparatado propio de los mejores tiempos de los soviets pero increíble en pleno siglo XXI, lleva más de diez años y millones de euros gastados en intentar descubrir los miles de fosas comunes que – según ellos – hay en las cunetas de las carreteras de España y lo poco que han encontrado son los restos de prisioneros de guerra nacionales ejecutados por los rojos o los restos de republicanos asesinados por sus propios correligionarios, por lo que en un ejercicio de sectarismo sin parangón los han vuelto a enterrar.
En España hubo una guerra, una guerra cruenta y larga, consecuencia de la anarquía revolucionaria instigada por el Frente Popular, con los crímenes atroces y las salvajadas por todos conocidas, no solo en los frentes de guerra sino, con igual o mayor intensidad si cabe, también en la retaguardia donde fueron asesinados cerca de 100.000 inocentes, incluyendo más de 8.000 religiosos. Gracias a Dios, y gracias al esfuerzo y al sacrificio de millones de españoles liderados por el general Franco, muchos de los cuales entregaron su vida, la España Nacional gano la guerra a los “anti España” y, como pasa en cualquier guerra, los vencedores juzgaron a los vencidos por los crímenes de guerra que hubieran cometido y, en el caso de nuestra Cruzada, también por los crímenes cometidos en la retaguardia. Esa “represión”, si se le puede llamar así, es público y notorio que fue mucho más leve que, por ejemplo, la que ejercieron las potencias aliadas (especialmente la URSS) contra los alemanes, italianos y colaboracionistas franceses después de la II Guerra Mundial, y no digamos contra los ucranianos, rumanos o croatas aliados de los alemanes.
Desde abril de 1939 hasta finales de 1941 se celebraron en España centenares de juicios con todas las garantías (incluyendo abogados defensores, obviamente), cosa que no habían tenido los miles de asesinados por las hordas marxistas, y se dictaron cerca de 30.000 penas de muerte, si bien la gran mayoría de ellas (del orden de 20.000) fueron conmutadas por condenas de 30 años, ejecutándose a unos 10.000 reos responsables de haber cometido gravísimos delitos de sangre (chequistas como el socialista Agapito García Atadell, por poner un ejemplo), disponiendo en todos los casos de pruebas concluyentes (testigos incluidos) de dichos crímenes. Puede parecer una cifra elevada, pero teniendo en cuenta las bestialidades que se cometieron en la zona roja y el número de personas involucradas en ellas, el número no es en absoluto desorbitado, probablemente lo contrario: solo en Paracuellos, el Soto de Aldovea (en Torrejón de Ardoz, Madrid) y el camino de la Zarzuela (en Aravaca, Madrid) los rojos asesinaron a un número igual o mayor de personas, pero estas – a diferencia de los otros – absolutamente inocentes de cualquier delito.
La gran mayoría de los condenados a muerte cuya pena fue conmutada pasaron en la cárcel un máximo de 8 o 10 años, reduciendo sus condenas por la redención de penas por el trabajo y, especialmente, por los sucesivos y generosos indultos que concedió el Generalísimo. Incluso en casos de asesinos confesos, como el tristemente famoso “Matacuras”, uno de los trabajadores libres en las obras de construcción del Valle de los Caído,s que se vanagloriaba de haber matado a cinco curas, se encontraron razones para conmutarle la pena y ponerle en libertad en 1945; o como el caso del abuelo de Pablo Iglesias Turrión, un chequista y asesino muchas de cuyas víctimas tienen nombre y apellidos, al que se le conmutó la pena de muerte por 30 años, de los que cumplió sólo cinco y acabó trabajando como un probo funcionario en el Ministerio de Trabajo (franquista, por supuesto).
Los indultos otorgados por Franco fueron numerosísimos y generosísimos. El primer indulto se concedió el 1 de octubre de 1939, con motivo del tercer aniversario de su ascenso a la jefatura del Estado y concedió la libertad a todos los militares republicanos que hubieran sido condenados a menos de seis años. El 1 de abril de 1941, para conmemorar el segundo aniversario del final de la Guerra, se puso en libertad a 40.000 presos que cumplían penas de hasta doce años. Y ese mismo año, el 16 de octubre, se amplió el indulto a los condenados hasta catorce años, medida de la que se beneficiaron otros 20.000 reclusos, de modo que en septiembre de 1942 se anunció que dos terceras partes de todos los presos existentes al término de la Guerra Civil ya habían recobrado la libertad. El 1 de abril de 1943 se concedió el indulto a los sentenciados hasta veinte años, por lo que salieron de las cárceles otras 48.705 personas. El 9 de octubre de 1945 se indultó a todos los condenados por rebelión militar, cualquiera que fuera su pena, “que no hubieran cometido hechos repulsivos para toda conciencia honrada de cualquier ideología”. El 1 de abril de 1964 (25 Años de Paz) se ordenó borrar de los registros los antecedentes penales por todos los delitos indultados hasta esa fecha. El 10 de noviembre de 1966 se aplicó el indulto a los condenados por responsabilidades políticas de cualquier clase. Y, finalmente, el 1 de abril de 1969 (30 Años de Paz) se declararon prescritos todos los delitos cometidos con anterioridad al término de la Guerra Civil.
En definitiva, aunque al acabar la guerra había un número muy elevado de cautivos –como en cualquier guerra–, del orden de 271.000 incluyendo a los prisioneros de guerra, ese número bajó muy rápidamente: a principios de 1945 había 54.000 (menos que hoy, en la muy democrática y liberal España, cuando tenemos 60.000), 23.000 en 1955 y 11.000 en 1965. Al fallecer el Generalísimo, en 1975, había 8.400 presos en España, el 14% de los que hay hoy, y de ellos apenas 300 eran presos por delitos de carácter “político”, en general aquellos que, en contra de la legislación vigente en aquel momento, se empeñaban en crear partidos políticos o sindicatos de clase clandestinos.
Si bien es cierto que en España se mantuvo la pena de muerte hasta mucho después de la muerte del Caudillo (se abolió en 1995), desde 1942 (una vez pasados los juicios inmediatamente posteriores a la Guerra) hasta 1975 se ajustició en España a 126 personas, de las cuales solo 10 fueron condenadas por tribunales militares, ni una más ni una menos, incluyendo a todos los ejecutados por delitos comunes (asesinatos, violaciones, etc) y por terrorismo (como los tres miembros del FRAP y los dos miembros de la ETA ejecutados en 1975), siendo los menos los ajusticiados por delitos que tuvieran una eventual componente “política”, aunque los hubo (por ejemplo el caso de Julián Grimau, ejecutado en 1963, un destacado comunista que entró en España enviado por la URSS para reactivar la lucha armada, esto es, para preparar atentados y sabotajes; o Salvador Puig Antich, ejecutado en 1974, un anarquista que asesinó a un subinspector de policía llamado Francisco Anguas).
Muchos de los que huyeron después de la Guerra, los que se autodenominaron “exiliados”(exiliados porque les dio la gana, la mayoría, o porque habían cometido delitos que, caso de ser juzgados, les hubieran supuesto penas elevadísimas) volvieron cuando lo desearon, acogiéndose a los sucesivos indultos, incluidos personajes muy notorios del bando rojo, como el “famoso” comandante del Quinto Regimiento Enrique Castro Delgado (si, aquel que dijo en sus memorias que la consigna en su regimiento era “Matar, matar y seguir matando hasta que el cansancio impida matar más. Después construir el socialismo”), que rehicieron su vida en España sin mayores problemas. Se estima que de las aproximadamente quinientos mil personas que huyeron de España al final de la Guerra, dos de cada tres ya había regresado a mediados de 1940 y muchos de los que no habían regresado fue porque tenían a sus espaldas gravísimos delitos de sangre, o porque se reengancharon (voluntaria o forzadamente) en los ejércitos aliados de la II Guerra Mundial, o porque fueron recluidos por los nazis en campos de concentración por su condición de comunistas (sin que Franco tuviera absolutamente nada que ver) o, en muchos casos, porque vivían a “cuerpo de rey” en México con el producto de su saqueo o en la URSS protegidos y mantenidos por su “papá” Stalin.
Si fuera verdad solo una mínima parte de lo que dicen, si de verdad hubiera centenares o miles de fosas comunes por descubrir con miles de “represaliados por el franquismo”, los voceros del régimen (periódicos, TVs, tertulianos, etc.) nos estarían torturando con las imágenes de las exhumaciones, los nombres de los asesinados y sus lacrimógenas historias, pero no es así. ¿Por qué? Porque no hay nada, salvo casos aislados como las vomitivamente publicitadas “Trece rosas” (más bien “Trece cerdas”, pues eran una banda de comunistas que, entre otras cosas, asesinaron en julio de 1939 al comandante de la Guardia Civil Isaac Gabaldón, a su chofer y a su hija Pilar de 16 años) o los cerca de 3.000 “represaliados” (incluyendo a numerosos chequistas) que dijo Carmena, la “abuelita diabólica”, que había encontrado después de “remover Roma con Santiago” para incluirlos en el afortunadamente extinto memorial que pretendía erigir en el cementerio de la Almudena, en Madrid. Si en Madrid – una de las ciudades (junto a Barcelona) en las que el Frente Popular cometió mayores y más numerosas atrocidades – solo fueron capaces de encontrar a 3.000 “represaliados”, ¿dónde están las otras decenas de miles? ¿en los pequeños pueblos de la España vacía? … no nos hagan reír.
Si quieren ver fosas comunes no tienen más que darse una vuelta por Paracuellos de Jarama, o por el cementerio viejo de Aravaca, o por el túnel de Usera, todos en Madrid, o por la mina de Camuñas (Toledo), por poner algunos ejemplos, y si quieren nombres e historias personales de los asesinados y de las circunstancias de su muerte no tienen más que hacer una visita a cualquiera de los pueblos, de cualquier tamaño, que estuvieron en zona roja durante la Guerra para ver sus nombres y apellidos en las placas que los recuerdan, placas que en su día ocuparon un lugar de honor en su localidad y que hoy, por culpa de estos talibanes mentirosos y resentidos, están arrinconadas en los cementerios o fueron destruidas.
Señores de la izquierda (por llamarles algo), dejen de dar la matraca con la inexistente “represión franquista”: su mentira tiene las patas muy cortas y la realidad, que es solo una, es que la represión después de la Guerra fue mucho más liviana de lo que cabría esperar después de todo lo que pasó y que si por algo se caracterizó el régimen de Franco fue por su extraordinaria clemencia y generosidad hacia los vencidos, con el afán tantas veces expresado por el Caudillo de conseguir cuanto antes la reconciliación entre los españoles.
Publicado en EL CORREO DE MADRID