El Pensamiento Político de Francisco Franco, por Blas Piñar

Blas Piñar López

Inauguración del XVI Ciclo

Aula de Conferencias de C.E.S.P.E., y “Fuerza Nueva Editorial”, 4 de octubre de 1.984

 

 

Las fechas, números y páginas a que se hace referencia entre paréntesis en el texto, se han tomado del libro: “pensamiento político de franco”, de Agustín del Río Cisneros (Ediciones del Movimiento, 1.975)

 

Durante el curso político 1.983/1.984 pude dedicar la atención a tres  puntos vitales de nuestra historia contemporánea: al de los valores permanentes del 18 de julio, sobre los que hice una reflexión en el discurso de Valencia, con el que conmemoramos el Alzamiento Nacional; el de las causas y razones de la Victoria que coronó dicho Alzamiento, en el discurso del “Cid Campeador”, en la Capital de España, el primero de abril; y el del proceso que puede llamarse postfranquista, y que alejándose, primero, y quebrantado, más tarde, aquellos valores, invirtió el signo de la Victoria, en la conferencia que en este Aula pronuncié hace ahora exactamente un año.

Voy a ocuparme hoy de un cuarto tema, complementario de los anterio­res, para que no haya ninguna carencia en el estudio objetivo y apasionado, a un tiempo, que me he atrevido a hacer “coram populo”. Este cuarto tema abre la atención sobre el pensamiento político de quien acaudilló el Alzamiento del 18 de julio, alcanzó la Victoria del 1º de abril y construyó el Estado nacional, suprimido por la reforma política y por la Constitución de 1.978.

La cuestión que aquí y ahora planteamos nos obliga a formular las siguientes preguntas previas; ¿Tuvo Francisco Franco un pensamiento político propio y original? ¿El Estado nacido de la Cruzada se configuró de acuerdo con unos esquemas de los que fue autor Francisco Franco? ¿Se limitó Franco a tomar patrones doctrinales ajenos y a moldear conforme a los mismos su tarea políti­ca?

Quisiera que la contestación a tales preguntas, y la totalidad de es­te trabajo, que elaboré con el respeto, la admiración y la gratitud que el Cau­dillo merece, sirvieran de homenaje, en un nuevo aniversario del 1º de Octubre, -exaltación en la Capitanía General de Burgos a la Jefatura del Estado- y de su onomástica -San Francisco de Asís- a quien devolvió a España su unidad, su grandeza y su libertad, y a los españoles la dignidad y el orgullo de serlo.

Ante todo, y para no incurrir en errores graves de planteamiento y, por tanto, de solución, conviene que distingamos entre la doctrina y la Praxis”. La doctrina, por mucho que haya sido contrastada con la experiencia, no deja de ser una creación teórica, sometida, para su enjuiciamiento y veredicto, a la dura prueba de su aplicación a la realidad. La “praxis”, por otro lado, sin el apoyo de una doctrina a la que sirve de instrumento ejecutivo, no es más que un juego trágico de disparates sin límite, con algún posible acierto, como aquél asno que hizo sonar la flauta por casualidad.

El correlato entre la doctrina, como mística, y la política, como ejecución, se ha de mantener de tal forma que ni la doctrina, navegando en lo etéreo, se convierta en utopía, cuya imposibilidad de logro desconcierta desmoralizando, ni la política, abandonando las exigencias doctrinales, se transforme en puro pragmatismo, que haga de sus servidores sujetos propicios a lo que se llama vulgarmente el cambio de chaqueta.  

“En política -dijo Franco- se actúa siempre en la realidad, y no valen doctrinarismos intemporales ni (en ella) valen las teorías que en la práctica no se pueden realizar”. (17-XI-1.967, nº 1.144)

Esta correlación entre doctrina y política, entre pensamiento y acción, entre esquema teórico e impacto social, se regula por la virtud de la prudencia, virtud que caracterizó a Franco, frente a quienes “inquietos e hipersensibles en su ambición de llegar pronto a las metas, ignoran las realidades” (17-VII-1.956, nº 318), realidades que, como él mismo señaló, obligan a “someter a las bridas del rigor más exigente la acción de gobierno (y a) renunciar al éxi­to momentáneo por la obra permanente y bien hecha. (Por eso) -concluía el Caudillo- la función de capitanía se opone por igual a la demagogia y a la cobardía, a la jactancia y a la indisciplina, a la arbitrariedad y a la indecisión”. (2-X-1.961, nº 342)

Franco -político prudente- no tuvo prisa jamás. Sabía que era “imprescindible ajustar la marcha” (30-XII-1.957, nº 1.146). El que quiere llegar con prisa no suele alcanzar la meta que se propuso, porque se descalabra ante el obstáculo y, al descalabrarse, se descorazona o perece. El apresurado por elip­se margina o se convierte en resentido. La “obra permanente y bien hecha” requiere tiempo y tenacidad -tiempo para que madure, y tenacidad para no abandonarla-, y Franco dio pruebas más que sobradas de su prudencia, en la hábil con­jugación del tiempo y de la tenacidad. Por eso su obra, bien hecha, aspiró a ser permanente. Si su permanencia no superó su ciclo histórico de vida personal no se debió a errores en el plano o a defectos en los materiales, sino a las termitas de la ambición o del resentimiento y a la furia iconoclasta de quienes nunca quisieron ni la reconciliación ni la paz; y unos y otros hicieron imposi­ble el ensayo “post mortem” de su obra. Un cuadro de Velázquez es símbolo de una obra bien hecha, y fue pintado, para que permaneciese sobre un buen lienzo, con el mejor de los pinceles y la más cuidada selección de los colores, pero el odio de un grupo amotinado y la complicidad o debilidad de aquéllos que están encargados de su custodia, pueden acabar destruyéndolo.

Por eso, si la prudencia es la virtud esencial del político, poco im­portará si el pensamiento de que arranca en su tarea es original o ajeno. Lo que interesa de un político es la puesta en práctica, en la fluidez de un mundo real, preñado de problemas, de la doctrina que invoca. Toda comparación, hecha a veces con intención malévola, entre los creadores de doctrina y los políticos ejecutores de ella, es una comparación odiosa, en la que se contrapone la pure­za del teórico a las imperfecciones del realizador, olvidando que el teórico no quiso o no tuvo la oportunidad de servir como ejecutante de su esquema y que, en muchas ocasiones, el autor no tiene cualidades de actor, ni el catedrático de derecho aptitudes para abogado.

Franco fue -quede apuntado desde ahora-, aparte de un militar de prestigio y competencia reconocidos e innegables, un político en la acepción más alta y noble de la palabra y, por ello, un político prudente. ¿Pero sólo un polí­tico prudente, un ejecutor de esquemas doctrinales que él no había elaborado? Yo creo, sinceramente, que no. Franco, al presidir, dirigiendo, un capítulo largo de la vida española, en circunstancias tan distintas como la guerra y la paz, el bloqueo exterior y la apertura subsiguiente, las victorias iniciales del Eje y su derrota por los aliados, la expansión política y geográfica del comunismo, la miseria y la prosperidad, el tránsito de generaciones con ambientación dis­tinta, el cambio de mentalidad experimentado por la Iglesia como fruto del Con­cilio, se vio precisado a tomar en consideración unos problemas que no hablan podido prever sus clásicos y a los que era preciso dar enfoque y solución, enfoque y solución que, indudablemente, no podían ser contradictorios ni marginales con el esquema doctrinal recibido y en curso de aplicación, pero que exigían fórmulas no inventadas y, a veces, ni siquiera intuidas. En este sentido, pode­mos afirmar que Franco fue no sólo un realizador prudente de un pensamiento po­lítico, sino el artífice, sobre la coyuntura de situaciones no previstas, de un pensamiento político propio, aunque sin duda no tangencial, sino complementario del que, con espíritu de servicio y sacrificio, habla hecho sustancialmente su­yo.

Nuestra mirada va a centrarse en la tarea política de Franco. El aná­lisis de la confrontación bélica se ha hecho ya, y con todo rigor, por conocidos especialistas, que han calificado de “summa cum laude” la dirección táctica y estratégica del Caudillo. Lo que hoy vamos a examinar es lo que el propio Franco llamó las batallas de la paz, que se iniciaron desde el principio, es decir, mientras se liberaban en el frente los más duros combates.

Para entender la preocupación de Franco “ab initio” por estas batallas de la paz, es preciso partir de su concepción del Alzamiento, que no era, en su proyecto y en su objetivo, un paréntesis o una dictadura entre dos tiem­pos, sino la instauración de un orden nuevo, fruto del genio español y de una rectificación histórica. (18-V-1.958, nº 1.210)

Este orden nuevo implicaba la construcción de un Estado no marxista, por supuesto, pero distinto del Estado liberal que perecía. ¿Cuáles son las líneas maestras y las realizaciones prácticas del Estado del 18 de julio? Las líneas maestras fueron: una guerra para una revolución; pero una revolución tradicionalista.

Las realizaciones prácticas se hicieron visibles a través de un Esta­do nuevo, cuyas calificaciones, que vamos a examinar esta tarde, son las siguientes: Estado de derecho, representativo, democrático, constitucional, monárquico, nacional, social, popular y católico.

 

I – GUERRA Y REVOLUCIÓN

Franco, al recoger las líneas maestras del Estado a construir, afirma que los hombres han ido a la guerra, no sólo para ganarla, sino para hacer una Revolución, “una revolución -para que nadie se asuste- constructiva y creadora”. (7-X-1.956, nº 319)

“Porque hay dos formas de hacer la revolución: una, la violenta de los irresponsables, desmontando hasta sus cimientos el sistema levantado a tra­vés de los años para sustituirlo por la quimera de un ideal teórico sin base  económica en que poder asentarse; otro, que reconociendo que un orden económico es obra de generaciones, que no se construye en un día ni puede improvisarse, se mueve en el campo de lo posible y, fomentando el progreso económico, amplía considerablemente los horizontes (de) la justicia social. (17-V-1.955, nº 316)

Esta revolución auténtica no se nutre de palabras, sino de hechos (20 VI-1.950, nº 808) multiplicando los bienes (4-VII-1.965, nº 518) y entre ellos “la elevación moral de nuestros hijos, el pan de cada día, la justicia en el campo y en la ciudad, la extirpación de los parados, la hermandad entre las clases”. (9-II-1.946, nº 307)

La Revolución nacional española, con orden y libertad, no podía ser una revolución romántica de alboroto callejero. Llevaba consigo, y lo llevó de hecho, un cierre radical a la subversión comunista, que nos hubiera hecho retroceder a una nueva era de tiranía y de barbarie (29-X-1.949, nº 805), pero, a un tiempo, un cambio en la estructura política y una transformación social en las condiciones económicas y de distribución de la riqueza (30-XII-1963, nº 348), apoyada directamente en los valores morales de la fe católica. (31-XII-1.951, nº 313) y de la tradición. (2-X-1.961, nº 342)

 

II – TRADICIÓN Y REVOLUCIÓN

La conjugación de ambos términos no fue para Franco una habilidad dialéctica. Quienes así lo afirmen no sólo ignoran su talante y su obra concreta, sino el contenido exacto y no falseado de cada uno de los términos de esa conju­gación. Ya sé que hay un lenguaje, que respeto y justifico, que los contrapone radicalmente. Pero no se olvide que la Tradición que se opone dialécticamente a la Revolución lo hace substantivando la Revolución como enemiga de los valores tradicionales, y que la Revolución que trata de oponerse a la Tradición la con­sidera -sin reflexionar sobre la misma- como estancamente anacrónico.

De aquí que para conocer el pensamiento político de Franco sobre el tema sea precisa una clarificación conceptual, ya que la Tradición, como la misma palabra sugiere, no es estática, sino dinámica, no es paralizante, sino creadora, y la Revolución, si no es una palabra vana o una apelación constante al desasosiego y a la revuelta, ha de apoyarse en la Tradición porque, entre otras cosas, lo que no es tradición es plagio, y porque -tantas veces lo hemos repetido- tal y como decía un himno de Juventudes, “del fondo del pasado nace mi revolución”.

Hablar, pues, como lo hacía Franco, de una revolución tradicionalista no es un contrasentido, sino una definición política de la verdadera tradición y de la revolución auténtica, tal y como las contempló José Antonio, no sólo desde el punto de vista doctrinal, sino desde su incidencia en el quehacer político de su tiempo, al pedir con urgencia un Frente Nacional con el Carlismo.

Ahora bien; la conjugación terminológica y conceptual a que nos esta­mos refiriendo, la hizo Franco, no a través de una ingeniería de acoplamiento o yuxtaposición de materiales, sino por decantación y síntesis de los mismos, descubriendo y proclamando los Principios, es decir, la ideología básica común, coincidente con las exigencias biológicas y espirituales de España. A esos Principios había que llegar necesariamente, pues la Tradición, invocada por unos, y la Revolución, invocada por otros, eran una Tradición viva y española y una Re­volución recreadora de España y para España. De aquí que en el proceso de decan­tación y de síntesis se encontraran todas las corrientes ideológicas de marcado signo nacional, desde la Comunión tradicionalista a la Falange, pero también las aportaciones menos numerosas, pero relevantes, de los nacionalistas de Albiñana, los monárquicos no carlistas, pero no liberales, de Renovación Española y los republicanos históricos para los cuales España era mucho más importante que la República.

Sobre tales Principios nacionales concibió y constituyó Francisco Franco un Estado de derecho, representativo, democrático, constitucional, monárquico, nacional, social, popular y católico.

III – ESTADO DE DERECHO

El Estado, como superestructura política de la comunidad a la que se ordena, no fue nunca, en la mentalidad de Franco, una fábrica de leyes gestadas en la matriz de su laboratorio ordenancista. Si el Estado crea un ordenamiento Jurídico, éste ha de traducir y expresar en lenguaje asequible lo que una norma superior y previa al Estado mismo prevé sobre aquello a que hace referencia la norma positiva. De aquí que el Estado del 18 de julio fuese no sólo un Estado de derecho, como suele proclamarlo de sí mismo, no faltando por ello a la ver­dad formal, cualquier Estado que no se avergüence de serlo, sino un Estado de derecho natural, Derecho que interpreta, concretándolo, el derecho positivo que el propio Estado promulga.

En esa línea de pensamiento político, el Estado del 18 de julio encontró soluciones viables a las tensiones y problemas que surgen del enfrentamiento entre la libertad, sin la que el hombre se desdibuja, y la autoridad, sin la que las comunidades se disuelven. Para ello, lógicamente, resultaba preciso un esquema mental que hiciera frente a toda tendencia monista -la del libertarismo y la del totalitarismo- y situara a la libertad y a la autoridad en su territo­rio específico de medios y no de fines. Deshacer el equívoco tópico que convierte al Estado en puro guardián de libertades, o en esponja absorbente de las mismas, demandó una filosofía política ortodoxa, la que hace del Estado un servi­dor del bien común, de tal manera que la libertad o la autoridad que lo olvida la destruye se conviertan en ilegítimas, debiendo ser negada o reprimida la primera y autorizando la desobediencia civil, y hasta la rebelión, la segunda.

El bien común, fin perseguido por el Estado y único que justifica su existencia, tuvo en el pensamiento político de Franco una contemplación polifacética, concorde con lo que hemos llamado en el Curso de formación juvenil de los meses últimos, Ejes del Sistema. El bien común, para Franco, lo integraba una trilogía de valores a los que no se cansaba de aludir: los económico-sociales, los nacionales y los religiosos. ¿Recordáis aquella frase: “unión de lo nacional con lo social, bajo el imperio de lo espiritual”? (30 diciembre 1.970, nº 35, y 18 noviembre 1.971, T. I, pág, 16 y nº 189)

 

IV – ESTADO REPRESENTATIVO

El Estado del 18 de julio no asumió jamás una representación que no tuviera, ya que si “ab initio” hizo operativa la voluntad nacional de subsistir, frente a la obra de destrucción en marcha, de otra, apenas se impuso dicha vo­luntad por la fuerza de las armas, como instrumento adecuado para que no fuese desconocido, se dio cauce a la representación popular en las tareas de gobierno.

Lo que aquí ocurre, como en tantos temas, es que los defensores del pluralismo suelen ser, cuando se toca y hace tambalear su tesis, los primeros adversarios de la misma. Así, en el tema de la representatividad que ahora nos ocupa, entienden los que se autodefinen como pluralistas, que no hay más repre­sentación popular que la operada en las urnas a través de la concurrencia de los partidos políticos; y ello es un error, del mismo modo que lo sería en la órbita del derecho privado entender que no hay más representación que aquélla que se otorga mediante un poder, cuando hay representaciones que se producen por el juego mismo de la institución, tales como aquéllas que corresponden a padres y tutores, o por la seguridad del tráfico, como la de los factores mercan­tiles o administradores de saciedades, o por el simple beneficio de la activi­dad desplegada en favor de otro, como es el caso del “utiliter gestum”.

La representatividad es una exigencia ineludible de un Estado bien constituido. Al menos para circunstancias normales, la afirmación no tiene contradictores. Ahora bien; el método utilizado para que esa representatividad actúe, puede ser muy distinto, y lo que importa es que dicho método haga más limpia y auténtica dicha representatividad y que, en la práctica, no la yugule, ahogando su exterminio con ditirambos demagógicos.

El sistema de partidos políticos puede ser un método de representati­vidad, método que funciona cuando tales partidos, como corrientes de opinión, difieren tan sólo en lo accidental e interpretativo, pero no en lo esencial y constituyente. Más claro: si hay coincidencia en el concepto del hombre y del Estado y en la noción del bien común, es evidente que los partidos no aspiran a sustituir al Estado por otro distinto, y sólo pretenden servir de una manera más acertada al segundo. Sobre tales premisas los partidos políticos pueden ser viables; y así lo reconoció Franco aludiendo a experiencias de otras comunida­des políticas. (18 noviembre 1.971, T. I, pág. 12)

Pero si un Estado bien constituido hace suya la exigencia de la representatividad, el político prudente que dirige el Estada debe procurar que el mismo actúe en su propia comunidad; comunidad que tiene un talante específico, y que ofrece una experiencia histórica determinada y concreta (17 noviembre de 1.967, nº 1.138). El objetivo de la medicina es prevenir las enfermedades y curarlas, pero el plan que sirve para un determinado número de sujetos puede ser per judicial para otros.

Pues bien; el pensamiento político de Franco fue, en este asunto, de una claridad meridiana: representatividad, sí; partidos políticos, no. Hizo su­yo el principio y rechazó el método; y lo rechazó parque la quebrantaba; y lo quebrantaba porque en nuestra comunidad, los partidos no eran, ni lo siguen siendo, corrientes organizadas de opinión sobre lo accidental, sino ideas antagóni­cas e instrumentadas a través de organizaciones partidistas, sobre lo esencial, de tal modo que cada convocatoria a las urnas supone un combate en el que se decide si hay o no hay Dios, si el matrimonio es o no es indisoluble, si es líci­to o no es lícita el aborto, si la escuela ha de ser laica o confesional, si la propiedad privada subsiste o desaparece, si España es una nación o se descompo­ne en nacionalidades distintas. Y una cosa es clara: si el Estado ha de velar por el bien común y ha de servirle, los valores en litigio, a que acabamos de hacer referencia, no pueden ser objeto de discusión, ya que se trata de valores previos, de los que depende la solidez de la comunidad. Si los partidos, sin excepción, los aceptan y defienden, los partidos pueden ser lícitos, si los nie­gan es preciso, por razones obvias, negarles dicha licitud. Y tal es lo que Franco, político prudente, hizo con toda valentía.

Pero una cosa es suprimir los partidos políticos como cauces de representación y otra desconocerla. Y prueba de que no fue desconocida la hallamos en el artículo 10 del Fuero de los españoles, que la consagra, en línea con la Tradición y José Antonio, “a través de la familia, el Municipio y el Sindicato”, y de las corporaciones y colegios profesionales, como se añadiría después.

De este modo, la sociedad, tal y como se halla organizada, con sus entidades naturales y centros de interés, es decir, con los llamados cuerpos in­termedios, participa, mediante su representación, en las funciones públicas y en la tarea de elaboración de las leyes. (25 abril 1.956, nº 685; 3 junio 1.961, nº 534, y 9 marzo 1.963, nº 660)

Que este sistema tiene imperfecciones, nadie podrá negarlo, pero que fue mucho más eficaz y no puso en litigio ninguno de los valores básicos de la comunidad política, sino que contribuyó a consolidarlos, en libertad y en orden, nadie podrá negarlo tampoco, especialmente si con absoluta objetividad compara sus resultados con la tragedia a que nos conduce la representatividad a través de los partidos.

Para Franco, una cosa era la voluntad nacional y otra, muy diferente, la opinión pública (28 septiembre 1.967, nº 230). La representatividad por el cauce de los partidos no es otra cosa que un fruto ocasional, obtenido en campañas electorales que someten al ciudadano, sin escrúpulos de ninguna clase, a una presión sicológica tan fuerte que acaba opinando con su papeleta en las ur­nas a favor de lo contrario que piensa y siente. Asustado por el miedo -mal menor frente a la hecatombe-, sugestionado por las ofertas engañosas -promesas de imposible cumplimiento que la ambición hace soñar como posibles-, lo que sale de las urnas no es otra cosa que un estado ocasional y forzado de opinión pública, que no reproduce ni da cuenta de la voluntad reposada y serena del pueblo, de igual manera que el termómetro que toma la temperatura en un proceso febril, nos ofrece no la temperatura normal, sino la temperatura alterada y pasajera -que la fiebre produce; y no es en estado febril, sino en estado de templanza como los organismos prosperan.

 

V – ESTADO DEMOCRÁTICO

Lo expuesto nos lleva a la conclusión de que el pensamiento político de Franco coincidía con una concepción democrática del Estado, pero no, ciertamente, por antidemocrática, con una concepción liberal.

En la confusión ideológica reinante, el simplismo receptivista ha ju­gado, y sigue jugando, un papel decisivo. Se acuñan las palabras, se graban en los mismos una leyenda y se ponen en circulación para que jueguen sin más en el mercado de las ideas, como lo hacen en el mercado económico los billetes de curso legal. El simplismo receptivo las acepta y no se pregunta por el respaldo en oro y plata de las mismas, es decir, por el respaldo de autenticidad, de certi­dumbre y exactitud de la leyenda misma.

Para cualquier hombre de la calle, democracia y liberalismo son con­ceptos fungibles, expresados con dos palabras diferentes. Si alguien pregunta: ¿es usted demócrata?, entiende que su respuesta afirmativa le convierte en liberal. Y si alguien preguntas ¿es usted liberal?, entiende con su respuesta nega­tiva que se halla ante un furibundo antidemócrata.

Y no es así, y no es así porque, en primer término, la democracia es un vocablo que recibe muchos y heterogéneos adjetivos (8 julio 1.964, nº 704), y que tiene la virtud de ser adjetivada por ellos, de perder de su primaria substantividad. De la democracia popular de los regímenes sin democracia, a las de­mocracias parlamentarias, pasando por las democracias presidencialistas, hay un verdadero abismo. Por eso, la pregunta: ¿es usted demócrata?, tiene una connotación capciosa si no se completa aludiendo al tipo de democracia que se propone.

Pero hay más; el liberalismo, en el pensamiento de Franco, no sólo no es un sistema en el que se configura una modalidad de la democracia, sino que es un sistema que la hace imposible, al poner, como indicábamos antes, por encima de la voluntad popular la opinión pública; al sustituir la representatividad natural por la representatividad artificial, y al supeditar y subordinar los valores inherentes al bien común a las rivalidades de los partidos y a las velei­dades de los comicios.

Un Estado que haga suya la democracia de participación, ha de ser un Estado de democracia orgánica y no formal, y como Estado de democracia orgánica se proclamó y funcionó el Estado del 18 de julio. (31 diciembre 1959, nº 74, y 22 septiembre 1.966, nº 706)

 

VI – ESTADO CONSTITUCIONAL

Resulta superfluo hablar de Estado constitucional, porque sin algo constituyente y constituido, el Estado sería inconcebible, aunque luego robus­tezca y perfeccione lo constituido y constituyente, es decir, el substrato del cual emerge, en el cual hinca su raíz y del que toma aliento y fuerza.

Sin embargo, en el clima de alteración ideológica en que vivimos, se hace precisa una referencia al Estado del 18 de julio como Estado constitucio­nal, toda vez que, al presentarlo como dictadura, pudiera tenerse la impresión de que su ordenamiento jurídico básico no fue más que un dictado impuesto desde arriba e inmodificable desde abajo.

Nada más erróneo. Franco, al exponer su pensamiento político, distin­guió -luego lo haría también Fernando Suárez discutiendo conmigo sobre la reforma, en el pleno de las Cortes- entre Constituciones abiertas y Constituciones cerradas, para concluir que nosotros no sólo teníamos una Constitución, sino que nuestra Constitución era, además, una Constitución abierta. (2 abril 1.957, nº 369)

Y lo fue, precisamente, por razón de la prudencia política, que supo distinguir con acierto (28 septiembre 1.967, nº 239) entre el fundamento mismo de la Constitución, que era un “a priori” a la misma, que el ordenamiento Jurí­dico básico no creaba, sino reconocía y declaraba, y el desarrollo explicitado y la aplicación concreta de ese “a priori”, que constituía su objeto y que, respetándolo, era un “a posteriori”. Pues bien; en tanto que el fundamento de la Constitución, su filosofía, su “a priori”, era incuestionable, se llevó a la Ley de Principios “permanentes e inalterables por su propia naturaleza” (art. 1º de la Ley de 17 mayo 1.958). Por el contrario, su desarrollo y aplicación, enmarcados en las llamadas leyes fundamentales, como un “a posteriori” que condi­cionaba el cambio de situaciones, podía modificarse y aun derogarse mediante acuerdos de las Cortes y referéndum de la Nación. (Art. 10 de la Ley de Sucesión de 26 julio 1.947, y Art. 7º, 2), de la Ley Orgánica del Estado, de 10 enero 1.967)

Tal fue -en contra de la calificación de pétrea que se hizo de la Constitución del Estado del 18 de julio- la vía que se siguió, aunque con frau­de de ley, para presentar la reforma política como un simple desarrollo consti­tucional: se sometía a referéndum de la Nación una ley, la de reforma política, a la que se daba el rango de ley fundamental; pero se omitió que tal ley de re­forma política, al derogar el “a priori” de los Principios permanentes e inalterables por su propia naturaleza, era, por vulnerarlos, radicalmente nula. (art. 3, Ley 17 mayo 1.958)

Por eso, un dictamen jurídico elaborada en el laboratorio de la sere­nidad, a que hoy tanto se apela -porque no existe-, tiene que llegar a estas conclusiones: si la reforma política se hizo dentro del marco constitucional del Estado del 18 de Julio, no pudo derogar sus Principios; si la reforma polí­tica derogó tales Principios, al no ser una reforma Constitucional, fue un gol­pe sin violencia física, pero con violencia jurídica, contra el Estado recibido.

En cualquier supuesto, una cosa queda confesada por sus enemigos: que el Estado que configuró el pensamiento político de Francisco Franco fue un Estado constitucional abierto, y tan abierto que su apertura, “a fortiori”, les permitió derribar la puerta e instalarse en el poder.

 

VII – ESTADO MONÁRQUICO

Recuerdo que, en unas reuniones, en la década de los 40, en la Univer­sidad Menéndez Pelayo, de Santander, un extranjero preguntó sobre el régimen político de la España de Franco. El profesor Sánchez Agesta, contestando al interpelante, dijo que España era una monarquía en fundación. Tal respuesta fue para mí, al menos, una definición tan breve como iluminadora de la realidad política de aquel momento. Más tarde, reflexionando sobre el tema, sobre lo que Franco dijo de la Monarquía, sobre los textos legales del Estado del 18 de julio, y sobre la aportación doctrinal que le diera vida, he logrado elaborar para mí, y ahora para vosotros, el siguiente esquema sobre el Estado monárquico en el pen­samiento del Caudillo.

Hablo, como veis, de un Estado monárquico, y no de Monarquía. La dis­tinción no es una habilidad intelectual, sino una exigencia del rigor dialécti­co. Un Estado puede ser monárquico y no ser una Monarquía, si es que para la existencia de Monarquía es indispensable la realeza como estirpe dinástica, y la corona como remate. Franco lo entendió así cuando mucho antes de la ley de sucesión dijo que España era una Monarquía sin realeza. (1 abril 1.956, nº 1.204)

Para calificar a un régimen de monárquico hay que desvelar su esencia. Con el nombre de repúblicas hay muchas monarquías en ejercicio. Con el nombre de monarquías no hay más, casi siempre, que una corona como adorno de la tiranía parlamentaria.

La Monarquía no es otra cosa que unidad de poder o de mando y coordinación de funciones (23 enero 1.954, nº 1.193, y 18 noviembre 1.971, T. I, pág. 10 y nº 627). La Monarquía verdadera es todo lo contrario de la poliarquía, en que se trata de combatir el abuso de poder, fragmentándolo en poderes que se contraponen, para equilibrarse, pero que al fin resuelven el enfrentamiento con la hegemonía de uno de ellos y la subordinación o desaparición práctica de los demás al modo del triunviro romano que acababa con sus compañeros de triunvirato.

La Monarquía que quiso Franco y a la que llegó a través de una Constitución abierta, tenía que ser una Monarquía diferente de la que, como cascara vacía -como dijo José Antonio-, cayera, por dimisión histórica, el 14 de abril de 1.931 (19 junio 1.937, nº 1.173). Franco negó que se fuera a reinstaurar aque­lla Monarquía, y habló siempre de una Monarquía de nueva planta, de una instau­ración (31 diciembre 1.959, nº 1.215, y 22 julio 1.969, nº 1.227) que rompía todo nexo de continuidad con aquélla que había periclitado. El Estado nacional asu­mió la Monarquía dentro del “a priori” inalterable de los Principios, pera que los sirviera (29 enero 1.946, nº 1.187, 23 marzo 1.955, nº 1.200; 31 diciembre 1.955, nº 1.203, y 22 julio 1.969, nº 1.237), y jamás para que coadyuvase a su derogación, derogación que, al despojarla de su esencia -unidad de poder-, la deja reducida a la corona, que no es precisamente su esencia, sino, como antes dijimos, su remate.

 

VIII – ESTADO NACIONAL

Si el hombre, como portador de valores eternos, constituye uno de los fundamentos de la comunidad nacional, y si la familia, el municipio y el sindi­cato son las estructuras naturales de dicha comunidad, hombres, familias, muni­cipios y sindicatos se enlazan y vinculan en la nación, unidad de destino, cuya independencia política e integridad territorial, histórica y moral, es preciso mantener, incluso apelando a las virtudes heroicas. (Principios nacionales, I, IV, V y VI).

Un Estado no puede desconocer tales afirmaciones, válidas no sólo en el pensamiento político de Francisco Franco, sino en cualquier otro que no me­rezca el calificativo de aberrante. Pues bien; el Estado que sirve con lealtad enfervorizada a la Nación, fortalece el espíritu nacional, en torno a las unidades constituyentes: la unidad de historia, que trae causa del pasado vivido en común; la de convivencia, que garantiza su continuidad en el presente; la de destino, que la proyecta y la mantiene con una ilusión colectiva de hacer para el futuro. En este sentido, Franco decía a la generación presente que la Patria no es su patrimonio privativo, ni objeto sobre el que podía actuar sin miramiento alguno….

El servicio a la Nación, como objetivo preeminente del Estado, debía impulsar, conforme al pensamiento político de Franco, la batalla sin cuartel de que ya habló José Antonio, contra el separatismo de los hombres, que conlleva el enfrentamiento partidista; contra el separatismo de las clases, que las des­pedaza con el odio y la violencia de la lucha de clases; y contra el separatis­mo de las tierras, que destruye su unidad política.

Esta batalla por la integridad tuvo, en el planteamiento doctrinal franquista, dos trincheras de combate: una, contra el llamado internacionalismo, que trataba de diluir nuestra personalidad histórica en el magma indiferenciado y monótono de una sociedad universal sin naciones, y otra, frente a los llama­dos micronacionalismos, que contraponían, como siguen contraponiendo, con una tergiversación política e histórica, no la región, con su personalidad, frente al Estado centralista que la apisonaba, sino las regiones a la Nación, haciendo de aquéllas nacionalidades en busca de su propio Estado,

Para Franco, la Nación era única y las regiones diversas, y no porque aquélla hubiera surgido de un convenio celebrado por éstas, sino porque el espíritu nacional vivificante de la Patria tiene entre nosotros tal riqueza inte­rior que se desborda a través de manifestaciones regionales diferentes. La Na­ción no era para Franco un fruto de adicciones seculares, que podía ser ocasión de sustraendos o de división concordada, sino un ente vital del que la región no puede amputarse sin que el ente padezca y sin que el miembro amputado se pu­dra.

De ahí el llamamiento de su último mensaje a servir a España, en la rica multiplicidad de sus regiones.

 

IX – ESTADO SOCIAL

Si en el campo estrictamente político, Franco se propuso redimir a los españoles de las consecuencias dramáticas del estado permanente de discor­dia, sustituyéndolo por otro de concordia, en el campo de lo social quiso redi­mir a España de la miseria despegándola de la misma e impulsándola, a través del desarrollo, por el camino de una continuada y creciente prosperidad. De la alpargata al zapato, de la bicicleta al automóvil, de la chabola a la vivienda digna, del camino de tierra apisonada a la autopista, del arado romano con su yunta de bueyes a la maquinaria agrícola que empuja el tractor, hay un trán­sito que se produjo, a pesar del enorme desgaste económico de la guerra civil y del bloqueo de los vencedores de la última contienda mundial, en un tiempo tan breve, que pudo hablarse del “milagro español”; mucho más milagro que el alemán o el japonés, que tuvieron el respaldo generoso de una lluvia de dólares norteamericanos.

Esta transformación social tenía que operarse partiendo de una estructura política concreta y animada del espíritu creador del Fuero del Trabajo, en un frente doble: el de la multiplicación de los bienes, sin la que dicha trans­formación resulta ficticia, y el de su justo reparto, sin el que aquélla no es otra cosa que un pretexto para enriquecerse a costa de los demás.

Para ganar la batalla en el primero de los frentes citados, se estimuló la empresa libre, cuya superioridad productora hace de la misma un instrumento inseparable del progreso económico (4 julio 1.966, nº 877). Para ganar la se­gunda, se socializaron los beneficios (2 octubre 1.961, nº 1.000). Empresa libre, en principio, y socialización de beneficios fueron los dos pilares del pensamiento político de Franco sobre la materia que nos ocupa.

La verdadera concertación entre ambos polos se produjo mediante una organización sindical que, arrancando del principio gremialista de la Tradición, se actualizaba en la organización corporativa de la Sociedad, en los Sindicatos Verticales de participación, de colaboración y de integración que había dibuja­do José Antonio. Los convenios sindicales colectivos, la amplitud de la seguri­dad social, el acceso de los trabajadores a los centros de administración de las empresas y la Magistratura del Trabajo, garantizaron el segundo aspecto de la transformación social, sin menoscabo, o mejor aún, incrementando, en un cli­ma de paz, la tarea multiplicadora de bienes, fruto de la empresa libre y de la libertad económica, que es la única que puede conducir a la verdadera democra­cia. (23 junio 1.953, nº 142)

De otro lado, el soporte de la doble transformación social se estimu­ló y aseguró con la puesta en marcha de tres sectores básicos de una economía moderna, floreciente y competitiva: la siderurgia, la producción de energía eléc­trica y la industria de los medios de transporte (automóviles y camiones).

Simultáneamente, y al servicio de la política de cambio social auténtica, se acometieran, con el rango de empresas nacionales, la edificación masi­va de viviendas, la transformación del secano en regadío y la construcción de embalses, la implantación de la asistencia sanitaria a todos los niveles (que terminó con la mortalidad infantil, la tuberculosis, la silicosis y el tracoma), la erradicación del analfabetismo, el acceso a la cultura y la capacitación del peonaje.

De este modo, Franco fue transformando la “sociedad capitalista, en cuanto tiene de injusta, (y) en le medida en que le fue permitiendo el desarro­llo económico, sin el cual es inviable una auténtica transformación social”. (18 noviembre 1.971, T. I, pág. 5)

Con excepciones, naturalmente, porque la perfección hay que buscarla en este mundo, pero se logra en el otro, podemos decir, simplificando, que, en síntesis, un Estado que hace de la justicia social uno de los valores integran­tes del bien común, como lo fue el Estado que se construyó de conformidad con el pensamiento político de Francisco Franco, aspiró y consiguió cumplir, casi a la letra, el antiguo deseo: “ni un hogar sin lumbre, ni un español sin pan”.

 

X – ESTADO POPULAR

En el pensamiento político de Franco la estructura estatal hubiera carecido de eficacia si en ella el pueblo no se hubiera sentido a gusto, llenándola de aquel bullicio noble que es reflejo de vida, salud y gozo.

Pocas épocas ha conocido la historia de España de júbilo popular tan entrañable como la que ocupó el tiempo político del Estado del 18 de julio. Desde la inversión contagiosa de heroísmo que supuso el voluntariado de la guerra y las adhesiones fervorosas de los que esperaban la liberación de la zona subyugada por la bota marxista, a la inmensa manifestación de la Plaza de Oriente del 1º de octubre de 1.975, hay una pequeña historia de desbordamientos popula­res de entusiasmo, que sólo han vuelto a reproducirse cuando, luego de morir el Caudillo, se ha convocado en su nombre a las multitudes que recuerdan su obra y siguen viviendo o sobreviviendo al amparo de la misma.

Este entusiasmo popular fue canalizado y recogido, sino en todo, en gran parte, por el Movimiento. Mientras el Movimiento no se anquilosó reducién­dose a burocracia y nómina, alentó e hizo suya la recluta de vinculaciones ideológicas y afectivas al Estado del 18 de julio.

Si para Franco, la ausencia de partidos no excluía la representatividad, tampoco dicha ausencia desconoció la inquietud política. Si aquélla tenía el cauce de las instituciones básicas de la sociedad, éste tenía su cauce en el Movimiento. Y el Movimiento, a partir de la Unificación política que se hizo durante la guerra (19 abril 1.937, nº 104), no era, por supuesto, “ni un conglome­rado de fuerzas ni una mera concentración gubernamental, ni una unión pasaje­ra”, pero tampoco quiso ser un partido único impuesto artificialmente.

La superación, por síntesis decantadora, de todas las aportaciones en una sola entidad política nacional, hizo surgir el Movimiento, como enlace del Estado con la sociedad, como garantía de continuidad y como adhesión viva del pueblo a un quehacer político basado en la comunión de los españoles en los ideales que dieron vida a la Cruzada.

El Movimiento, sin embargo, no podía ser tan sólo una comunión o una declaración de Principios, sino que exigía una organización que los recogiera, los custodiara, a fin de que informasen el orden político (art. 4º, Ley Orgáni­ca del Estado, 10 enero 1.967); una disciplina que evitara la dispersión a que somos propensos, y una Jefatura cuyo acatamiento jamás se pusiera en duda. (31 diciembre 1.958, nº 648)

El Movimiento no era una asociación de partidos nacionales, ni tampo­co un partido único. Quiso ser la unidad en lo esencial (art. 10, e. Ley 10 enero 1.967), sin obstáculo, por ello mismo, para el contraste de pareceres o mati­ces en lo secundario. Si la unidad en la amplia configuración del Movimiento, al menos doctrinalmente, no pudo confundirse nunca con la uniformidad, lo que no podría aceptarse tampoco es que, por afanes exclusivistas, las diferencias lógicas, legitimas y hasta necesarias, se convirtieran en motivo de división disgregadora. (24 octubre 1.957, nº 117)

Para mí, y para “Fuerza Nueva”, fueron iluminadoras las palabras de Franco: “cuando un movimiento político se hace nacional, tiene que desprenderse de los antiguos… partidos que le precedieron”.

 

XI – ESTADO CATÓLICO

Sin rubor de ninguna clase, en un mundo laico o ateo, Franco, al exponer su pensamiento político y al construir el Estado que responde a dicho pensamiento, definía a éste como un Estado confesional católico. “La Religión católica es la del Estado español”, decía el párrafo 1º del artículo 6º del Fuero de los españoles.

La ortodoxia del pensamiento y de la “praxis” eran absolutos. El Estado como rector de la comunidad nacional, al enfrentarse con el valor religioso, lo integraba en el bien común, y lo integraba desde dos puntos de vista diferentes, de acuerdo con la doctrina del magisterio pontificio. De una parte, aten­diendo a los deberes de la propia comunidad con respecto a su autor, y de otra, atendiendo a la comunidad misma, configurada históricamente por el catolicismo y mayoritariamente católica. Si la sociabilidad del hombre es inherente a su naturaleza, y si el poder de que goza la autoridad en la que el hombre vive por razón de su sociabilidad, viene de Dios, resulta evidente y consiguiente el acatamiento por el Estado de la voluntad revelada por El, que es, a un tiempo, creador de la comunidad y origen del poder que se proyecta sobre la misma. Si, por añadidura, esa comunidad se halla integrada por quienes profesan la religión revelada, el respeto y la protección a la misma ha de ser una consecuencia de la razón de servicio que justifica la existencia del Estado.

Con este doble fundamento, la confesionalidad católica del Estado aparece en el Punto II de la Ley de Principios: porque “la Ley de Dios, según la doctrina de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, (es la única verdadera” (argumento trascendente) y porque la misma aparece como “inseparable de la conciencia nacional” (argumento inmanente).

Ahora bien; si el Estado acogió “ad intra” el valor religioso, hacia fuera trató de coordinar su trabajo en las llamadas materias mixtas con la Ins­titución que por voluntad de Cristo nació y se ordena a evangelizar y salvar a los hombres, es decir, con la Iglesia. Si la colaboración entre el poder político y el poder religioso se había estimado siempre como deseable, y ahí está pa­ra demostrarlo todo lo que han dicho los pontífices al respecto, el Concordato de 7 de agosto de 1.953 en que se concretaron tales colaboraciones y se dieron solución a los problemas, fue calificado, al alcanzar las cotas más altas de entendimiento reciproco, como ejemplar y óptimo.

Otra cosa es, ciertamente, lo ocurrido más tarde, no por un cambio de mentalidad política, sino por un cambio de mentalidad en la Iglesia, cambio que, al afectar a determinados talantes, posturas y actitudes del campo eclesial, no incidieron ni en la fe, ni en la fortaleza, ni en la conducta de Franco, que jamás negó a la Iglesia su ayuda más que generosa. “Todo cuanto hemos hecho y se­guiremos haciendo en servicio de la Iglesia -decía el 30 de diciembre de 1.972-, lo hacemos de acuerdo con lo que nuestra conciencia cristiana nos dicta, sin buscar el aplauso ni siquiera el agradecimiento”. (T. I, pág. 30)

Tal fue, expuesto con la brevedad posible, el pensamiento político de Francisco Franco, al que en esta casa permanecemos leales. Fuimos fieles y continuaremos siéndolo”, podía leerse en la enorme pancarta que presidía el acto del 18 de julio en Valencia. “Con las mismas banderas”, ha podido leerse tam­bién en las que presidieron actos inolvidables durante el período en que “Fuer­za Nueva” como movimiento ideológico tuvo la investidura de partido.

Esta fidelidad no es tan sólo personal; es la fidelidad a una doctri­na que hizo posible el reencuentro por España de su vereda histórica y, con ese reencuentro, una larga época de paz y de progreso.

Ya sé que esa época trata de cerrarse. Pero no será mucha la confian­za que en sí mismos tienen los cancerberos de la hora presente, cuando tratan de borrar o de escarnecer, aunque ello conduzca a la miseria y al deshonor a los españoles, el nombre y la obra excepcional del Caudillo.

Pero ese nombre y esa obre están ahí, con su huella histórica y personal imborrable: el nombre de Francisco Franco y la obra de un Estado de derecho, representativo, democrático, constitucional, monárquico, nacional, social, popular y católico, del Estado surgido, como escribiera Germán Borregales, el gran venezolano que compartiera conmigo la jomada del 20 de noviembre de 1.976, “por obra y gracia de (una) victoria militar”.

“Al conjuro de la palabra Franco (y ante el recuerdo de su obra ingente -concluye Borregales- surgirán de todos los rincones de la Península y de la América hispana, legiones de combatientes dispuestos a restaurar (ese) Esta­do, el único que pudo dar a España seguridad para vivir, confianza en el inver­sionista, desarrollo de la industria, crédito exterior, paz y tranquilidad a los hogares y pan y techo a los trabajadores”.

En Zamora, un 18 de julio, el de 1.943, dijo Franco que todo su pensa­miento político se reducía a la carga ideológica y emocional de tres gritos: Dios, Patria y Justicia. Pues bien; por Dios, por la Patria y por la Justicia hemos combatido en el tiempo de Franco y seguimos combatiendo después de Franco.


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