Franco y el postfranquismo, por Blas Piñar

Blas Piñar

Conferencia pronunciada en el Aula del “Centro de Estudios Sociales, Políticos y Económicos”. Madrid, 4 de octubre de 1.983

 

 

 

“Después de Franco, ¿qué?”. Cuando frente a alguien o a algo se plan­tea un interrogante con relación al después, o cuando alguien o algo marcan una línea divisoria en el decurso histórico, resulta evidente que ese alguien o ese algo constituyen factores decisivos: de un lado, porque dejan una huella imborrable, y de otro, porque a partir de ese alguien o de ese algo, la vida del hombre individual y socialmente considerado, o al menos un sector geográfico o monográfico de esa vida, cambian de un modo profundo. En este sentido, se habla sobre todo de antes y después de Cristo, y de tejas para abajo, de antes y des­pués de la invención de la pólvora, de la aparición de la imprenta o del descu­brimiento del nuevo Continente.

Porque Franco -en la estimación general de amigos y de enemigos- era alguien que estaba dejando huella singular en la vida española, lógicamente tenía que formularse la pregunta: “Después de Franco, ¿qué?”. La pregunta estaba tanto en la conciencia popular, preocupada por lo que pudiera suceder luego de la muerte de Franco, como en los ensayos políticos de quienes, entre nosotros y fuera de nosotros, ante la realidad de su desaparición, asumían posiciones diversas y que pueden reducirse a cuatro, a saber: contemplar con asepsia los acontecimientos para consignarlos con la misma asepsia en las páginas de la historia (observadores neutrales o indiferentes); permanecer a la expectativa con prudencia cautelar para sumarse al resultado (observadores oportunistas); apro­vechar la coyuntura y acelerar el programa, puesto en ejecución hacía tiempo, para cerrar el paréntesis del franquismo y producir el cambio (reformistas del propio franquismo y rupturistas del antifranquismo); continuar perfeccionando el sistema, purgándole de desviaciones e incrustaciones extrañas a su esencia a través de sus instituciones vitalizadas (defensores de la Constitución y del Estado del 18 de Julio y de los ideales de la Cruzada).

Pero el después de Franco y la preparación hábil y meticulosa del pos franquismo no comenzó el 20 de noviembre de 1.975. Ese día fue tan sólo la fecha clave, deseada por sus enemigos proclamados o encubiertos, para poner en marcha la tarea definitiva de enterrar su obra.

Esta tarea odiosa no fue la de los observadores neutrales oportunistas, a que antes hacíamos referencia, sino la de los hombres del cambio, que, convergentes, se dieron cita desde las filas del franquismo o exfranquismo ofi­cial y del antifranquismo militante del interior y del exterior, en Estoril, Múnich, Bucarest y Lausanne.

Ahora bien; el calificativo moral de los grupos convergentes en el cambio, ha de ser muy distinto. La actitud del antifranquismo militante era ló­gica y se limitaba a aceptar el guiño amistoso y la mano tendida de los que es­taban instalados en el Régimen nacido del 18 de julio, La conducta de los que formulaban, cada vez con menos descaro, invitación tan suicida, tiene en el idioma español calificativos tan recios y desdeñosos que prefiero reservarlos.

Rehacer la historia del posfranquismo antes de que la propaganda men­daz la falsifique, es un compromiso de honor para quienes de alguna manera podemos testificarla. Ya sé que el tema no preocupa demasiado al antifranquismo mi­litante, pues ellos aprovecharon la lección permanente de Roma, que utilizaba y a la vez despreciaba a los traidores; pero sí obsesiona a quienes, habiendo si­do portavoces y arquetipos del Estado nacional, con una pirueta, mitad cómica, por lo que afecta a ellos, mitad trágica, por lo que afecta al pueblo español, aceptaron la coautoría de su total desmantelamiento. Desgarrarse las vestiduras, decir que España se nos muere, que todo está en juego y que la llegada al poder de los socialistas, si ganaban las elecciones del 28 de octubre de 1.982, equi­valdría a la ocupación de España por los moros, como afirmó D. Manuel Fraga en su deseo de reclutar adhesiones, equivale a confesar el rotundo fracaso de la -operación reformista, que él ha patrocinado y sigue patrocinando con apasionado fervor.

Por ello, la historia del posfranquismo es, ante todo, una historia imputable a los reformistas. A la pregunta “Después de Franco, ¿qué?”, los par­tidarios de la reforma dieron y se dieron su contestación. Fijaos que digo die­ron (hacia fuera) y se dieron (reflexivo y hacia dentro). La respuesta, gramaticalmente, era la misma en ambos sentidos: “después de Franco, las instituciones”. Ya se entiende que las instituciones del franquismo. Pero hacia dentro, la reserva mental, como ha demostrado el tiempo, era evidente: las instituciones del Estado nacional, creadas por la Constitución del 18 de julio, pero vaciadas primero de contenido y transformadas después en arietes demoledores de sus conquistas, en instrumentos hábiles para la sustitución y el cambio radica­les. El “atado y bien atado” se respetaba, pero hipócritamente, porque se invertía su contenido; y todo aquello que se tejió y ató con esmero y con esperanza para que fuese garantía de continuidad en el futuro, fue precisamente el resor­te que se empleó para desmantelar la obra inolvidable de Francisco Franco.

Me figuro, por ello, la sonrisa irónica y despectiva de los ministros de Franco inmersos en la conjura reformista, cuando el 28 de noviembre de 1.967 le oyeran decir ante el Consejo Nacional del Movimiento: “no hemos configurado una doctrina para que esté sólo vigente en el momento en que vivimos, sino para que en el mañana siga proyectándose con ímpetu y vigor sobre las instituciones que hemos creado”.

A raíz del brutal asesinato, el 20 de diciembre de 1.973, del jefe del Gobierno y Almirante de la Armada, D. Luis Carrero Blanco, Emilio Romero indicó que había comenzado el postfranquismo. La afirmación puede aceptarse, si lo que con ello quiso decirse es que entrábamos en la fase del posfranquismo a cara descubierta; pero es inexacta si por ella se entiende que el posfranquismo co­menzó a trabajar ese mismo día.

Lo que ocurrió ese día -20 de diciembre de 1.973- es que, consumada la Operación Ogro, era necesario tomar precauciones a fin de que la reacción que pudiera producir el magnicidio, no paralizase el proyecto de cambio, ya en vías de ejecución. Lejos de comenzar el posfranquismo en esa fecha, lo que hoy pode­mos asegurar es que el plan elaborado por los grupos convergentes del franquis­mo oficial y del antifranquismo militante, se puso a prueba, y que esa prueba fue soportada airosamente, porque en aquella circunstancia, difícil y no caren­te de riesgo, hubo “una especie de pacto “tácito” entre la oposición, encabeza­da por el Partido Comunista, y quienes ejercían la autoridad, pacto que -según una revista de la mencionada oposición- debe estimarse y agradecerse. La izquierda, como tal, agregaba dicho semanario, no ha sido aludida ni descalificaba pú­blicamente en ninguna manifestación oficial del nuevo gobierno” (el de Carlos Arias) (sin duda porque) “un reformismo veraz no puede sobrevivir sin la izquierda”.

La historia del posfranquismo viene de más atrás, y tiene su prehistoria. Recuerdo que Horia Sima, en una ocasión especialmente significativa para nuestro grupo, me indicó, transfiriéndome una parte de su larga y sacrificada experiencia política: “las empresas humanas por sublimes que sean, siendo como son empresas de hombres, están manchadas en su origen por el pecado original”. Por ello, sin duda, en los meses heroicos de los años iniciales, un ministro franquista tuvo que ser cesado por masón.

Y es aquí donde quisiera poner el énfasis: en las fuerzas que, por trabajar y ocultarse en la intrahistoria, influyen en la historia, contorsionándola; y de tal modo que un acontecimiento singular, que implica un esfuerzo heroico y hasta sobrehumano de un pueblo, como fue sobrehumano y heroico el es­fuerzo español del tiempo de la Cruzada, se invierte de signo; y aquello que fue Cruzada se transforma en guerra civil, y el triunfo nacional en triunfo marxista, pasando sin pena ni gloria la bandera de manos de los vencedores a manos de los vencidos.

La orden de amoldarse a la nueva situación fue cursada por las fuer­zas ocultas tan pronto como quedaron desvanecidas las esperanzas de una victo­ria a favor de los rojos. En la zona nacional, primero, y en la España en proceso de reconstrucción más tarde, había que incitar y capitalizar las posibles contradicciones internas, a la vez que se procuraba una ambientación propicia a la amnesia de todo lo ocurrido. Las oposiciones dialécticas y tácticas: Falange y Carlismo -tan lamentable y dolorosa para el último-; Franco y José Antonio (llegando a hacer responsable a Franco, por inhibición, del fusilamiento de Jo­sé Antonio); Iglesia y Estado (problema de las cruces de los caídos en las fa­chadas de los templos), fueron explotadas al límite, con la ingenua o taimada complicidad de algunos. La ambientación propicia al olvido se buscó con la es­trategia de la reconciliación nacional, de la España peregrina del exilio, de la urgencia de superación para siempre de las dos Españas, pero marginando con tal pretexto a quienes, como Maeztu, dieron su vida por Dios y por la Patria, y exaltando a quienes, como Ortega y Gasset, tanto contribuyeron a la implantación de la II República, o como Picasso, que seguía cómodamente viviendo en Francia y ayudando a los marxistas. De este modo se hizo tangible aquello que -afirmaba un escritor adversario: “vosotros, los nacionales, lo ponéis todo me­nos una cosa: las ideas, porque las ideas las ponemos nosotros”.

El 1 de octubre de 1.975 denunció Franco -a mi juicio- en la Plaza de Oriente al posfranquismo reformista como “conspiración masónica”. Y no hablaba de balde, porque sólo una mentalidad que trabaja en secreto y con paciencia, que conoce a fondo y en su intimidad la sicología humana, que estudia fríamente -con la pasión fría, que es la más eficaz de las pasiones- a aquéllos que puede asociar a su tarea, tiene la capacidad y la posibilidad de consumarla. No importa la vinculación formalista al propósito demoledor de quienes lo sirven. Tengo la seguridad plena de que algunos de los coautores del engendro reformista no están vinculados formalmente a la cabeza directora. Pero ello mismo confirma la inteligencia, en cierto modo diabólica, de quien, con sagacidad suma, instrumenta y pone a su servicio a hombres que no saben a quién sirven, porque ni siquiera se sirven a ellos mismos. En todo caso, con vinculación formal o sin ella, el resultado, para España y para los españoles, es, por desgracia, el mismo.

Franco, decíamos, no hablaba de balde. ¿Cómo explicar de otra manera la maniobra que hubiera podido reputarse hace años como imposible, de anudar y comprometer en ese objetivo común a “azules” y “rojos”; de deshacer al franquismo a partir de sus propias instituciones; de convertir, “de facto”, a los socialistas, republicanos viscerales, que derribaron la Monarquía el 14 de abril de 1.931, en los monárquicos fervorosos de 1.976; de configurar una corona como remate y adorno de un sistema político sin unidad de poder, “República coronada”, -como la bautizó Fraga en los Estados Unidos, que la utiliza o la margina, según le conviene; de hacer del Ejército victorioso en una guerra contra el liberalismo y el marxismo, el garante constitucional de un régimen que, con presupuestos liberales, aúpa al marxismo y fragmenta a España al admitir las nacionalidades, que difícilmente se compaginan con la unidad de la nación; de transformar a la Iglesia de la Pastoral Colectiva del Episcopado, que bendijo la Cruzada y que contribuyó a la misma con el saqueo y destrucción sacrílega de los templos y un torrente anegador de sangre martirial, en la Iglesia de la Asamblea Conjunta que se avergüenza de esa sangre y que, galvanizada por un falso espíritu profético, quiso excomulgar a Franco, protegió al terrorismo, vio con agrado la reforma y la Constitución atea y antinacional, a cuyo amparo se implantó el divorcio, se ha legalizado la droga, se admitirá el aborto, se colectivizará la economía y se impondrá el laicismo en la enseñanza?

Franco no hablaba de balde. Veamos el comportamiento de las institu­ciones y de las fuerzas sociales impulsadas por ellas, en el largo proceso del posfranquismo, un proceso que un escritor francés ha calificado de perjurio institucional. Queden al margen, sin embargo, los “mass media”, cuyo estudio absorbería mucho tiempo. Me limito a indicar la influencia en el proceso de una re­vista, “Cuadernos para el diálogo”, fundada por un exministro franquista, Ruiz Giménez, y de un diario, “El País”, fundado, entre otros, por un exministro franquista, Fraga Iribarne.

 

LA IGLESIA

En una nación como la nuestra, el factor religioso opera con tal vi­gor que el atractivo de utilizarlo en la preparación del posfranquismo era lógico. En una nación conformada por el catolicismo, más aún, por un catolicismo guerrero, apostólico y militante, la actitud de la Iglesia tenía que resultar decisiva, como lo fue, sin duda, en 1.936, cuando en la zona roja se prefirió el martirio a la apostasía, y en la zona nacional se alzaban las cruces al lado de las banderas.

No era sencillo, en teoría, que la Iglesia se negara a sí misma y pa­sara al campo que estimó como enemigo, abrazándose a quienes, en la doctrina y en la praxis, se proclaman no sólo ateos sino antiteos, pisotean la más alta dignidad del hombre, al desconocer su inmortalidad y no se cansan de decir que la religión es el opio del pueblo.

Una circunstancia histórica facilitó el cambio radical de postura. El Concilio Vaticano II, que no fue un Concilio dogmático, sino estrictamente pas­toral, según los términos de su convocatoria, conturbó profundamente a la Igle­sia, y de tal modo que el gran objetivo de unir a los cristianos, por una parte, no fue conseguido, y por otra, se produjo la gran desunión y confrontación de los católicos, que hoy discuten, sin que Roma hasta la fecha haya zanjado con eficacia las discusiones, en torno al dogma, a la liturgia, a la disciplina, es decir, a todo lo que es esencial en la Iglesia misma. El caos de esta confrontación, puesta de relieve en hechos y acontecimientos dolorosos, como el del Catecismo holandés o el II Congreso internacional para el apostolado de los segla­res, obligó a Pablo VI a decir públicamente que el humo de Satanás había entra­do en la Iglesia.

Ese humo, a la manera de una droga, operó el milagro e hizo posible lo imposible. Seminarios y noviciados. Universidades teológicas y colegios religiosos, monasterios y comunidades aspiraron la droga y se dejaron intoxicar por ella; y lo que es peor, la fueron propagando entre aquéllos que, de forma inme­diata o mediata, constituían su círculo de influencia. ¿No habéis oído lamentarse con amargura a padres de familia que llevaron a sus hijos al Seminario, al noviciado, al convento o al colegio religioso, confiando plenamente en la formación espiritual que allí recibirían y vieron con sorpresa cómo el Seminario, el noviciado, el convento o el colegio les devolvía un muchacho devoto del marxis­mo o una muchacha descreída o licenciosa?

El humo de Satanás había falsificado el Evangelio. La Fe quedó suplantada por una opinión que aspira simplemente a ser respetada en el mercado de las opiniones. La Esperanza quedó sustituida por la espera de la utopía imposible de un paraíso terrenal de iguales. El amor, generoso, universal y altruista, quedó reemplazado por la solidaridad en el despecho o en la codicia. La teología evangélica fue arrinconada para abrir paso a la teología de la liberación, pero no de la liberación del pecado para conseguir la vida eterna, sino de la liberación de las opresiones económicas, de la marginación social, de los ta­búes morales, para el logro, en el tiempo y en la tierra, de una felicidad sin límite.

De ahí, a las comunidades de base, a los cristianos por el socialismo, a los sedicentes movimientos apostólicos embarcados en la subversión, no hubo más que un paso. Otro paso más y fue un hecho, como lo ha sido y sigue siendo en algunas naciones de Hispanoamérica y lo ha sido también aquí, la militancia activa de religiosos y sacerdotes en grupos terroristas, cuyo objetivo no es otro que destruir y matar.

La participación destacada de amplios sectores eclesiales en el proyecto conjunto del posfranquismo, está demostrada una y mil veces. La nota de los capuchinos, de Barcelona, en 1.964; la famosa operación Moisés; los hechos que llenaron de sacerdotes la cárcel de Zamora; los escándalos doctrinales del P. Llimona o de Mosén Xirinacs, son puro ejemplo de lo sucedido. Nombres como los de Francisco García Salve, hoy dirigente de un partido marxista a la izquierda de Santiago Carrillo; o del P. Llanos, que luego de escribir un libro maravilloso sobre la aportación de sangre de la Compañía de Jesús a la Cruzada española, quiere que en la lápida que cubra sus restos mortales conste su condición de militante de Comisiones Obreras, son un índice del drama profundo de la Iglesia.

Publicaciones como “Signo”, que hubo de suprimir la jerarquía eclesiástica, “Yelda”, “Incunable”, “Síntesis de teología”, “Vida Nueva”, y Catecismos y libros de religión, como los que todavía tienen el “imprimatur”, y en los que, por ejemplo, se obliga a los niños a leer poesías de Miguel Hernández, co­misario político comunista en el Ejército rojo, obligan a señalarlos como res­puesta a la pregunta formulada por D. Marcelo González, el Cardenal primado, el 4 de julio de 1.983, con motivo de la IX Semana de Teología espiritual: “¿Por qué un pueblo como el español, identificado por su fe cristiana, con una heren­cia admirable de fidelidad y servicio a la Iglesia, que ha hecho fructificar la semilla evangélica en multitud de naciones, da sus votos a partidos políticos que en sus programas propugnan una nueva cultura que, directa o indirectamente, llevarían a la desaparición del sentido cristiano de la vida (y) a la ruina del concepto y de la realidad de la familia cristiana?”

Recuerdo que, en Las Palmas de Gran Canaria, el fallecido Monseñor Pildaín, me dijo en una ocasión: “prefiero tener una parroquia sin pastor a poner al frente de ella a un mal sacerdote”. Es posible que esta frase, fruto de una larga experiencia pastoral, me sugiriese aquélla que pronuncié, hablando de la subversión, en el pleno del Consejo Nacional de enero de 1.971: “prefiero una religión sin sacerdotes a unos sacerdotes sin religión”.

La trama no tenía sus actores tan sólo en el ámbito de los seglares o de los sacerdotes o de los religiosos. En 1.974, en las instrucciones de la Comisión permanente del Episcopado español, se decía literalmente esto: “hay que evitar que el franquismo se institucionalice después de la muerte de Franco; hay que luchar en contra de los Principios del Movimiento Nacional”. ¿Acaso no hubo nombramientos masivos de obispos auxiliares, a los que se dio acceso y vo­to en la Conferencia episcopal con el fin de inclinar la balanza en el sentido de la maniobra posfranquista? ¿Acaso no fueron nombrados obispos con el proce­so de secularización en trámite o con denuncias ciertas de errores dogmáticos serios? ¿Acaso no fue promovido al episcopado el redactor de una encuesta al clero español en la que se preguntaba a los sacerdotes si eran comunistas o anarquistas y cómo resolvían sus problemas de castidad?

Por su parte, el Cardenal y Arzobispo de Sevilla, Bueno Monreal, en una entrevista hecha a “Informaciones de Andalucía” y que reprodujo “ABC” de 27 de mayo de 1.977, afirmó que en 1.964 le dijo a Franco lo siguiente: “que era tentar a Dios detener el regreso a un régimen normal; que Europa nos daba la espalda; que la prensa estaba amordazada; que los Sindicatos eran pura burocracia; que a los seminaristas y al clero joven no se les podía frenar en sus deseos de acercarse al pueblo, y que la Iglesia no podía seguir vinculada a un Régimen dictatorial”.

El 25 de julio de 1.976, con ocasión de la ofrenda al Apóstol Santiago, D. Ángel Suquía, a la sazón arzobispo de la diócesis compostelana, pidió una amnistía amplia y generosa, que fue concedida, naturalmente, entre otros, a los asesinos de Carrero Blanco y a los terroristas del café de la calle del Correo. ¿Por qué no ha pedido todavía ningún obispo el indulto para los condenados por el golpe del 23 de febrero o para los procesados del 27 de octubre, que no de­rramaron ni una sola gota de sangre?

Terrible prueba la de ser despreciado, injuriado, perseguido y hasta odiado por aquéllos a los que has tratado de servir con desinterés y abnegación, por los que oficialmente simbolizan las ideas que has defendido y por los que has luchado hasta la muerte. Tengo para mí que esta prueba dolorosa, salvada con la caridad hacia los falsos amigos, es heroica y tendrá el premio que la virtud en grado de heroísmo se merece.

Porque Franco fue el artífice de un Estado católico, de un Estado que fue siempre, como nos enseña el Magisterio pontificio, el ideal a conseguir. En el Principio II de la Ley de 17 de mayo de 1.958 se decía: “La nación española considera como un timbre de honor el acatamiento a la Ley de Dios, según la doctrina de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, única verdadera y fe inseparable de la conciencia nacional que inspirará su legislación”.

Y Franco, además, fue un católico al frente de un Estado católica, que desde 1.939, como recordara Carrero Blanco el 7 de diciembre de 1.972, ayudó a la Iglesia, para el mejor cumplimiento de su sagrada misión salvadora, con trescientos mil millones de pesetas, y no para obtener su lealtad o tan sólo su agradecimiento, sino porque, como él mismo dijera, así se lo dictó su concien­cia cristiana.

¿Quién entre los jefes de Estado que hemos conocido en los últimos tiempos ha escrito en su último mensaje un texto de tan profunda vivencia reli­giosa como éste?: “En el nombre de Cristo, me honro y ha sido mi voluntad constante ser hijo fiel de la Iglesia, en cuyo seno voy a morir”.

¡Qué bien le cuadran a Francisco Franco los versos de José María Pe­mán!:

“Te he confesado hasta el fin                                                                                                              con firmeza y sin rubor.                                                                                                                                            No puse nunca, Señor,                                                                                                                                             la luz bajo el celemín.                                                                                                                                            Me cercaron con rigor                                                                                                                                      angustias y sufrimientos,                                                                                                                                          pero de mis desalientos                                                                                                                                      vencí, Señor, con ahínco.                                                                                                                                    Me diste cinco talentos                                                                                                                                             y te devuelvo otros cinco”.

                      Pues bien; a este hijo fiel de la Iglesia, creador y jefe de un Esta­do católico, surgido de una guerra por la Patria y de una Cruzada por la fe, muchos hombres de Iglesia (salvo la minoría gloriosa) le combatieron sin piedad y niegan, a veces, a quienes le siguen, la autorización para decir una Misa por el eterno descanso de su alma.

 

LAS FUERZAS ARMADAS

El artículo 37 de la Ley Orgánica del Estado, aprobada en referéndum de diciembre de 1.966, decía que las Fuerzas Armadas garantizaban la unidad e in dependencia de la Patria, la integridad de sus territorios, la seguridad nacio­nal y la defensa del orden institucional.

¿Cómo puede explicarse que las Fuerzas Armadas, garantes del orden institucional, conforme al art. 37 de la Ley Orgánica del Estado que se forjó a partir del 18 de julio, fecha en la que el Ejército jugó la carta fundamental y decisiva, sean hoy guardianes de un orden constitucional cuya filosofía religiosa, política, social y cultural se halla en radical oposición con el preceden­te?

Porque las cosas, nos gusten o no nos gusten, son así, aunque tengan, como todo, cuando se las examina con detenimiento una explicación. Y la explicación es que al hecho que se reseña se ha llegado, no de repente, sino por esca­lonadas aproximaciones al resultado. Si era preciso neutralizar a las Fuerzas Armadas para el momento de abrir las compuertas a la oleada antifranquista, era necesario también crear, durante la andadura previa, las condiciones preci­sas para que esa neutralidad tolerante se produjera.

De la Academia de preparación militar del entonces capitán Pinilla, -auspiciado por la Compañía de Jesús, salieron oficiales que en el curso de los años se encuadrarían en la Unión Democrática Militar, a la que pertenecieron, entre otros, Busquets, hoy diputado socialista, Restituto Alcázar, hijo de un defensor de la fortaleza toledana y nacido durante las duras jornadas del ase­dio, y varios colaboradores hoy en “Diario 16”.

La táctica a seguir apuntaba en una dirección: marginar de las misio­nes que la Ley Orgánica del Estado encomendaba al Ejército, la garantía del or­den institucional. Tal fue el objetivo constante del teniente general Díez Ale­gría, al frente del Alto Estado Mayor. En varias intervenciones, en medios no castrenses, eludió con suma destreza, analizando el quehacer militar, el cometido que nos ocupa. ¿Cómo puede extrañarnos que en su viaje a Bucarest mantuviera una entrevista con Santiago Carrillo? Se había logrado, también a escala cas­trense, la convergencia del franquismo oficial (el jefe del Alto Estado Mayor del Ejército de la Victoria) y del antifranquismo militante (el secretario del Partido Comunista y responsable de los asesinatos de miles de españoles en Paracuellos). Díez Alegría y Carrillo se entendían como amigos cordiales y aparecían sonriendo en la T.V. rumana.

Llegado el momento cumbre, se procedería en consecuencia: Gutiérrez Mellado sucedería a Santiago y García de Mendivil en el primer gobierno de la Monarquía. La oposición de este último a la legalización “de facto” de la U.G. T. y del Partido Socialista no podía obstaculizar el empeño de los coautores del posfranquismo; y las promesas de Suárez, jefe del segundo Gobierno, arrancaron la nota tolerante del Consejo Superior del Ejército a la legalización del comunismo.

 En resumen, se trató de convencer a las Fuerzas Armadas, y se consi­guió, que su juramento de defender el orden institucional no se quebrantaba, porque la reforma era sólo una de las previstas por el mismo orden institucional jurado. Como señalaba Landelino Lavilla, subsecretario de Comercio con Franco, ministro de la U.C.D. más tarde, presidente del Congreso de los Diputados luego, “la ley de reforma política era una ley más que se incorporaría al breve repertorio de las llamadas fundamentales (y que contenía) puros retoques en nuestra fachada para incorporarnos a Europa”.

La inquietud y el desasosiego que la ruptura encubierta por la refor­ma traería consigo, dieron origen a múltiples incidentes en los que se puso a prueba la escasa simpatía y la repulsa generalizada hacia el teniente general Gutiérrez Mellado, pero también la tenacidad del mismo para cumplir la orden recibida y que puede acertarse trayendo a colación aquello que dijo con ese tono acre que le identifica: “Pase lo que pase, el Ejército no se moverá”.

La meticulosidad con que Gutiérrez Mellado cumplió esa orden le condujo a extremar las medidas de vigilancia dentro de las unidades castrenses, creando una atmósfera de recelo y desconfianza en los acuartelamientos y a lle­var las cosas al terreno de lo ridículo. Así, con ocasión de un viaje mío a Ceuta, cesó de manera fulminante en sus destinos a varios jefes y oficiales por el hecho de haberme invitado a tomar con ellos, un café y al aire libre. Recordáis, sin duda, el eco que tuvo el famoso café de Ceuta. Pedí audiencia por escrito al Tte. Gral. Gutiérrez Mellado. Quería decirle que una conversación conmigo, absolutamente anodina, no justificaba las sanciones muy graves impuestas, a no ser que hablar conmigo fuera una infracción penal tipificada “extra legem”. El teniente general Gutiérrez Mellado me contestó y, en carta que conservo, me ne­gaba la audiencia: “Con Vd. -decía- no tengo nada que hablar”.

Creo que no admite dudas el talante democrático del ilustre general reformista.

Luego vendrían el proceso y las sentencias a los implicados en el 23-F, la reacción por el manifiesto de los cien, las diligencias en torno al 27-0 y como muestra de un respeto sagrado a la libertad de expresión, reconocido en las ordenanzas militares, los arrestos a quienes hacen uso de aquélla y el cese inmediato del teniente general Soteras.

Si el contraste puesto de relieve por el posfranquismo nos obliga a contraponer, por lo que se refiere a la Iglesia, al Cardenal Gomá, de una parte, y al Cardenal Tarancón, de otra, por lo que se refiere al Ejército, los polos opuestos corresponderían al General Yagüe y al General Sáenz de Santamaría.

LA UNIVERSIDAD

En la Universidad, en toda la Universidad y en todas las Universida­des, en mayor o menor escala, penetraron e influyeron los coautores del posfranquismo. A escala de estudiantes y a escala de profesores, comenzando, naturalmente, por los últimos, por ser los menos numerosos y los más dispuestos a caer en las tentaciones de la implicación, vanidad o suficiencia.

El reparto amistoso de las cátedras entre la oposición encubierta al Estado del 18 de Julio y los que disfrutaban de su protección o beneficio al amparo de nobles objetivos espirituales, dejaban escaso resquicio a los hombres con auténtica vocación de magisterio y lealtad acrisolada, para participar con éxito en las oposiciones. La tesis defendida desde el campo católico, y muy es­pecialmente en el “Ya”, de la postura aséptica de los Tribunales frente a la ideología de quienes iban a formar, no sólo científica, sino ideológicamente, a las nuevas generaciones españolas, dio paso a profesores de los que Tierno Galván y Bustelo, Aranguren o Tamames son tan sólo una muestra aleccionadora.

Laín Entralgo, al que conocí con el yugo y las flechas en su solapa civil, el autor de “Los valores morales del nacional-sindicalismo”, siendo rec­tor de la Universidad complutense patrocinó un Congreso de escritores jóvenes, profusamente anunciado, que hubo que suspender al tratarse de una reunión de militantes comunistas.

Pues bien; si las crisis de obediencia son fruto de las crisis de autoridad, la subversión estudiantil no fue otra cosa que una consecuencia de la actividad antifranquista de un sector influyente del profesorado. Los inciden­tes en la Universidad madrileña, con un herido muy grave, que hubo de estar mu­cho tiempo en hibernación, y la salida del Gobierno de Joaquín Ruiz Jiménez, dieron paso a la desaparición del S.E.U. y a la formación de grupos estudianti­les, como la FUDE, que se movieron con absoluta libertad y que obligaron en múltiples ocasiones a suspender la vida académica.

Para no citar otros ejemplos, me limitaré a mencionar lo ocurrido en las universidades españolas de máxima población escolar, la de Barcelona y Ma­drid.

En el Paraninfo de la Universidad de Barcelona, con motivo de la fiesta de San Raimundo de Peñafort, fue representada una obra de teatro en la que un personaje que hacía las veces del Caudillo, luego de subir a la tribuna pre­sidencial llevando una pancarta en la que se leía: “Paco, estás hecho un mulo”, pronunció una arenga sobre “los demonios familiares como sujetos de valores eternos”. Al terminar el discurso se promulgó y aprobó la ley orgánica del Estado por silencio administrativo, y volviendo a tomar la palabra, el que hacía de Franco, dijo: “Señores procuradores, panolis y gilipollas todos: permitidme que yo también entre en la intimidad de vuestros corazones… para hablaros de una ley orgánica llamada así en atención a los órganos de los que ha salido”. Más tarde se produjo la defenestración del busto del jefe del Estado, se arrancó con desprecio la bandera española, se destituyó al rector de la Universidad que quiso mantener el principio del orden y se nombró catedrático de la Escuela de Arquitectura al señor Oriol Bohigas, que estuvo encerrado en el Monasterio de Montserrat, en actitud rabiosamente antifranquista, en los últimos días de di­ciembre de 1.970.

En Madrid, y en diciembre de 1.966, un comando de las “Fuerzas univer­sitarias revolucionarias” asaltó, de noche, la Facultad de Ciencias Políticas y Económicas, y pernoctó en ella sin que, por lo visto, nadie se enterase o se quisiera dar por enterado. A las 9 de la mañana yo entré en la Facultad de Ciencias Políticas y Económicas. Las pintadas chillonas decían: “Franco, asesino”, “Franco, canalla”, “Franco, cabrón”, “Franco, muérete ya”. Se fotografiaron las pintadas y se enviaron a los ministros, a los capitanes generales, al Fiscal. No se tomó ninguna medida, y sólo los ministros de Marina y Justicia acusaron recibo con un simple saluda. ¡Estábamos en diciembre de 1.966, a nueve años vis­ta de la muerte del Caudillo!

Carrero Blanco, haciéndose eco de la situación por la que atravesaba la Universidad española, decía el 7 de marzo de 1.972: “”una minoría… del profesorado es instrumento de la subversión, a la vez marxista y liberal; consciente o inconscientemente sirven al comunismo y a la masonería. Para que la actividad universitaria sea lo que España necesita, además de las medidas académicas y orgánicas que se juzguen precisas, es absolutamente indispensable que salgan para siempre de la Universidad los profesores y alumnos que llevan a cabo en ella la subversión”.

Pero no salieron ni unos ni otros. Salieron, tan sólo, expulsados oficialmente de la Universidad los militantes de Defensa Universitaria -mi hijo uno de ellos- por haber impedido que se quemara la camisa azul, la boina roja y la bandera nacional. Apaleados unos y amenazados todos de muerte, tuvieron, por añadidura, que soportar los ataques furibundos de la prensa oficialista y de la prensa libre, y hasta una nota de antiguos seuistas que alegaban -como después se ha dicho tantas veces- que este grupo de muchachos -valientes como pocos- se apropiaban de los símbolos falangistas, cuando en realidad no habían hecho otra cosa que defenderlos arriesgando mucho, mientras los que protestaban permanecían ajenos a la lucha. ¡Hasta el señor Solís se negó a reunir al Consejo Nacional para que estudiase el tema!

Y no salieron ni los profesores ni los estudiantes que participaban en el plan conjunto. Quien salió disparado a las alturas, desde la fachada pos­terior de la Iglesia de la Compañía de Jesús, en la calle madrileña de Claudio Coello, fue el Almirante Carrero Blanco, el 20 de diciembre de 1.973, víctima de un atentado, cometido bajo la promesa de dejarlo impune.

LA CORONA

Todo el pensamiento político de Francisco Franco giró en torno a la completa instauración monárquica, como garantía y continuidad del Régimen del 18 de julio. “Somos de hecho una Monarquía sin realeza, pero somos una Monar­quía”, dijo el 1 de abril de 1.956. Construido jurídicamente el Estado nacional como Monarquía, la corona iba a completarlo como una institución más a su servicio. De aquí que Franco hablara constantemente de instauración y no de restauración. “La Monarquía que en nuestra Nación puede… instaurarse, no (ha de) con­fundirse con la liberal y parlamentaria que padecimos”, afirmaba el 23 de enero de 1.955, pues sería “un fraude a los supuestos más claros y terminantes del 18 de julio y al profundo sentido histórico del Movimiento Nacional, restaurar una falsificación, una apariencia. Nuestra misión en este orden no (es) la de res­taurar, sino la de instaurar, la de crear, la de fundar, asumiendo la substan­cia viva y sólida de la tradición” (31 de diciembre de 1.959). Por eso, concluía Franco en la proclamación del Príncipe de España, ante las Cortes, el 22 de ju­lio de 1.969, “el Reino que nosotros, con el consentimiento de la nación, hemos establecido, nada debe al pasado; nace de aquel acto decisivo del 18 de julio, que constituye un hecho histórico trascendente, que no admite pactos ni condiciones”.

Más aún, el 20 de julio de 1.973, al presentar a las Cortes españolas su programa de Gobierno, Carrero Blanco dijo, aludiendo al tema, que “esta Monarquía instaurada es una Monarquía nueva, la Monarquía del Movimiento nacional, continuadora perenne de sus Principios e Instituciones y de la gloriosa tradición española”.

A esta Monarquía nueva jurada por la Corona deberíamos lealtad los que profesamos sin reservas la doctrina del 18 de julio. Sólo a un Rey de España, fiel a esa doctrina y a su juramento, puede pedir Franco en su último mensaje al pueblo español “el mismo afecto y lealtad” que a él le brindamos y “el mismo apoyo y colaboración” que a él le ofrecimos. “Fuerza Nueva” -y yo en su nombre-, con el máximo respeto, se expresó así ante el entonces Príncipe de España, en el Colegio Mayor Antonio Rivera y en las palabras de saludo con ocasión de una visita de nuestros cuadros dirigentes al Palacio de la Zarzuela.

Del pensamiento político de Franco sobre la Monarquía no queda otra cosa, si la frase de Manuel Fraga sirve para algo, que una República coronada, o lo que es más claro, una corona sin Monarquía, como algunas declaraciones del actual jefe del Estado ponen de relieve.

Para llegar a la fórmula de la República coronada o de la Corona sin Monarquía, el posfranquismo oficial tenía preparada la fórmula. Su portavoz fue Carlos Arias, sucesor del Almirante asesinado, que, en su discurso del 12 de febrero de 1.974, ante las Cortes españolas, al dar a conocer su programa de Gobierno, dijo: “no se trata, en efecto, de una restauración, (pero) no es tampo­co la instauración de una Monarquía de nueva planta. El neologismo “reinstaura­ción” define el acto del 22 de julio de 1.969”, es decir, el acto de la proclamación del Príncipe de España, Jefe del Estado en el futuro, con el título de Rey.

Así, y recurriendo al neologismo de la reinstauración, que no es otra cosa que instaurar de nuevo lo pasado, se rechazó la Monarquía nueva, continua­dora del 18 de Julio, para anudar, la que iba a reinstaurarse, con el liberalismo de la Monarquía parlamentaria y partitocrática de Sagunto, que cayó el 14 de abril de 1.931.

Quiero dejar constancia expresa del papel reservado a la Corona por el posfranquismo victorioso, señalando la “contradictio in terminis” que suponen, de un lado, las palabras del Rey en su mensaje de la Corona, de noviembre de 1.975, y los hechos subsiguientes a las mismas.

El Rey, en aquella ocasión solemne, dijo: “Una figura excepcional en­tra en la Historia… El recuerdo de Franco constituirá para mí una exigencia de comportamiento y de lealtad… Es de pueblos grandes y nobles el saber recordar a quienes dedicaron su vida al servicio de un ideal. España nunca podrá olvidar a quien, como soldado y estadista, ha consagrado toda la existencia a su servicio”.

Estas son las palabras textuales de la Corona, pero de una Corona sin Monarquía, sin unidad de poder, porque los poderes dispersos, sin duda para que el pueblo no olvidara ni al soldado ni al estadista, decretaron la prohibición, en la T.V. y en las emisoras de radio, de cualquier referencia a los símbolos que representaban las ideas a las que Franco consagró su vida, y el Ministro del Interior y Vicepresidente segundo del Gobierno, Manuel Fraga Iribarne, pro­hibía a los Excombatientes la concentración que en su memoria proyectaba cele­brarse en la Plaza Mayor de Madrid el 20 de mayo de 1.976, y cursaba una circu­lar a los gobernadores civiles vetando la inauguración de monumentos que recordaran al Caudillo.

El posfranquismo oficialista y el de la oposición se mostraban de acuerdo. Felipe González, hoy jefe del Gobierno de la Monarquía y amigo de D. Manuel Fraga, dijo: “La desaparición física de Franco significa algo más que la muerte de un dictador. Implica la inexorable liquidación de la superestructura que nació con él. El P.S.O.E. rechaza toda fórmula que continúe el régimen y las instituciones que han hecho posible la continuidad en forma de Monarquía, con desprecio de otras formas de Gobierno. El P.S.O.E. reafirma su voluntad de ruptura democrática y la necesidad de unir en torno a su programa de transición a todas las organizaciones políticas y sindicales implantadas en el conjunto del país y representadas hoy en día en el seno de la Plataforma democrática, de la Junta democrática y de las plataformas unitarias catalana y vasca”.

Pues bien; Calvo Serer -el mismo que obtuvo el premio nacional Francisco Franco-, miembro, con Santiago Carrillo, de esa Junta democrática con la que se identifica Felipe González, decía por aquel entonces que el Caudillo “fue un dictador implacable y mediocre, intelectual y aun moralmente”; que su período de gobierno no fue más que “un paréntesis largo, pero sin gloria y lle­no de humillaciones para todos los españoles”, y que la tarea primordial del momento consistía en “impedir que perdure el franquismo en torno del sucesor el Príncipe Juan Carlos”. “Olvidemos a Franco” -concluía el director de la Junta democrática, catedrático de la Universidad de Madrid y destacado miembro de un Instituto secular.

¿Cuál sería la pauta que iba a seguirse? ¿La del Rey, que no quería que se olvidase a Franco, o la de Manuel Fraga, que prohibía la inauguración de monumentos que le recordasen, o la de Calvo Serer, que, por el contrario, deseaba que se olvide, o la de Felipe González, que aspiraba a liquidar la obra del 18 de julio?

Me parece que la pregunta tiene una respuesta; que la respuesta está en el ánimo de todos, y que esa respuesta ha sido avalada últimamente por la destrucción, por orden del Ayuntamiento, ejecutada por unos encapuchados, de la preciosa estatua que Valencia, por suscripción popular, levantara un día en agradecimiento al Caudillo.

Quizá sea conveniente, a la altura de 1.983, transcribir el acuerdo del P.S.O.E. de 16 de febrero de 1.956:

“… que piense el pretendiente (hoy Rey de España) que las gradas del Trono condujeron al último monarca francés a la guillotina”.

¿Tendrá presente el Rey amenaza tan dura cuando despache, en su cali­dad de jefe del Gobierno de la Monarquía, con el secretario del Partido Socia­lista Obrero Español?

 

EL GOBIERNO, EL CONSEJO DEL REINO, EL CONSEJO NACIONAL Y LAS CORTES EN EL PROCESO REFORMISTA

Trataré, aunque no sea fácil, de esbozar las grandes líneas de la participación de estas instituciones en el proceso que ha llevado por la transición al cambio. En este proceso, como ya indicaba al principio, al reformismo franquista corresponde, hasta que sus servicios no resulten imprescindibles, un papel preponderante y una responsabilidad casi exclusiva. Por eso, aunque sea -preciso hacer algunas alusiones al antifranquismo militante, concurrente y con­vergente, la línea de exposición va a seguir el comportamiento de quienes, den­tro o fuera de la estructura oficial del 18 de Julio, pero adscritos a ella y con enorme influencia la misma, han sido coautores del proceso que estudiamos.

El pueblo comenzó a vislumbrar la instalación del reformismo en el poder a raíz del proceso de Burgos, durante el cual se tuvo la impresión de que los juzgadores eran los terroristas y sus amigos, y los reos los miembros del Tribunal y el Estado del 18 de julio. El indulto, resultado de la presión a to­dos los niveles, sin excluir el de la Iglesia (recuerdo que el ministro Alfredo Sánchez-Bella me invitó a almorzar, luego de haberse incautado de la cinta mag­netofónica con mi discurso en el Alcázar de Toledo, para exponerme las razones poderosas que aconsejaban indultar), puso de manifiesto la debilidad del Régi­men. La manifestación espontánea del 17 de diciembre de 1.970, en la Plaza de Oriente de Madrid, al grito de “Franco sí, Gobierno no”, aunque emotiva y esperanzadora, demostró su inutilidad, por la sencilla razón de que las manifestaciones se disgregan y los gobiernos continúan.

El 1 de mayo de 1.973, el desafío marxista fue claro. Con motivo de la manifestación celebrada al margen de la ley y de los disturbios subsiguientes, un policía fue asesinado en Madrid.

Pocos días después, el 7 de mayo, luego del funeral en San Francisco el Grande, grupos de patriotas formulaban su protesta ante la tolerancia oficial con pancartas en las que podía leerse: “La hez sólo asesina cuando los go­biernos son débiles”. La crisis que se produjo a raíz de la protesta, llevó a Carrero Blanco a la presidencia del Gobierno.

La etapa de rectificación que parecía iniciarse, quedó reducida a la nada, de tal modo que una de las pancartas a que he hecho referencia, llevada -por mí y unos amigos de “Fuerza Nueva”, se hizo presente -a pesar de las prohibiciones oficiales- ante el féretro del Almirante asesinado, en la mañana de su entierro, ante el Palacio de la Presidencia de Castellana 3.

Ya en 1.964, siendo Manuel Fraga ministro de Información y Turismo, los veinticinco años de la Victoria se conmemoraron como los veinticinco años de la paz; pero de una paz aséptica, conseguida sin esfuerzo, sacrificio ni sangre, llovida del cielo, sin artífices que la forjaran. En Valencia y en Valladolid, y en actos inolvidables, hice ver las consecuencias que para España tendría el olvido de la Victoria para el mantenimiento de la paz.

Luego, el combate se fue haciendo cada día más difícil. A las Cortes llegaba, el proyecto de ley sobre la objeción de conciencia al Servicio Militar, que, al fin, fue retirado por el Gobierno; el de la libertad religiosa; el del ingreso de España en el Mercado Común; el de la entrega de Ifni, primero, el de la autonomía y después de la independencia de Guinea (por cierto, que el Sr. Fraga fue el que arrió la bandera española en Santa Isabel, hoy Malabo, en la isla de Fernando Poo; el de la ayuda económica al régimen socialista de Salva­dor Allende; el de las relaciones con los países comunistas, cuyos consulados disfrutarían, a raíz de la aprobación de la ley, de “status” y valija diplomáticos.

Es necesario hacer hincapié en la política exterior de la época en que los reformistas detentaban los puestos claves del franquismo. La escala técnica en Moscú del ministro de relaciones exteriores, López Bravo, la ruptura de relaciones diplomáticas con Formosa y el reconocimiento incondicionado de la China comunista (que motivó un artículo mío al que se contestó por el Gobierno con una querella que me condujo a la Sala Tercera del Tribunal Supremo); el prólogo del mismo López Bravo al libro de la Editorial Dossat sobre las relaciones con el Este, constituían un atropello al esquema doctrinal del Estado del 18 de julio. Carrero Blanco, uno de sus expositores, desde la autoridad de su jerarquía, había escrito en “Las modernas torres de Babel”: “¿Se ha pensado en las posibilidades que tiene la U.R.S.S., con sus representaciones diplomáticas, pa­ra sembrar el caos y la confusión en las naciones occidentales?” “El coexistencialismo entraña una indignidad para el mundo libre, la indignidad de aceptar el “statu quo” de la esclavitud en que cayeron los pueblos de la Europa oriental”. Si “los pactos con el diablo -decía Carrero- no pueden conducir a nada bueno” (9 de mayo de 1.946), no se comprende cómo un gobierno como el de Carrero Blanco pactó con el diablo. Ello significaba decir que si los comunistas eran gente con la que podía pactarse desde el gobierno en el exterior, no había argumento lícito que prohibiera entenderse con ellos y a escalas oficiales en el interior. El día en que un militar, procesado y condenado por el llamado golpe del 23 de febrero, a la sazón muy en el entresijo de las peripecias del 20 de diciembre de 1.973, se decida a contarnos toda la verdad, confirmaremos muchas cosas, que hoy tan sólo presumimos, de los contactos entre el gobierno y la oposición, la de dentro y la de fuera, con motivo del asesinato del Almirante.

Pero el reformismo franquista no actuaba sólo en política exterior. Esta, en suma, no era más que un reflejo del cambio de talante que el Régimen iba experimentando por dentro, en función de la hábil maniobra en curso.

En este orden de cosas, la actuación simultánea, en la que algunos participaron con ingenuidad, tuvo dos centros de irradiación: uno, dirigida desde el gobierno en el poder, y otro, por los hombres que, habiendo sido ministros o no, tenían amplia capacidad de maniobra, por razón de sus cargos oficia­les.

El plan conjunto y consensuado del reformismo venía rodeado de una aureola en la que las palabras liberalizarse, homologarse, europeizarse, eran in­tercambiables y fungibles, y ello podía hacerse, como dijo Carlos Arias el 26 de febrero de 1.975, limitándose a “extraer de la legalidad vigente todo su con­tenido”. La primera vez que, con todo descaro, y con el ministro de Hacienda presente, Mariano Navarro Rubio, oí hablar de este modo fue al embajador de España en los Estados Unidos, Sr. Areilza, durante un almuerzo en Nueva York. Más tar­de, otro embajador en Norteamérica, avanzado el proceso, el señor Garrigues, -después ministro de la Monarquía -y me remonto a 1.964-, pedía a los exiliados, a los que invitó a un banquete en la propia embajada, su colaboración decidida para un futuro próximo.

Invocando el lema de liberalización, homologación y europeísmo, el primer gobierno Arias, viviendo Franco, legalizó las asociaciones políticas -partidos, como los definiera el mismo Arias en Helsinki- con un sólo voto en contra en el Consejo Nacional: el mío. Esa legalización, que disolvía “de facto” el Movimiento Nacional, dejándolo reducido, a lo sumo, a una Junta coordinadora de las asociaciones legalizadas, no era incompatible, por lo visto, con su afirmación tajante del 2 de diciembre de 1.974: “no considero ni necesaria, ni conveniente, ni oportuna la reforma constitucional”. Pero esa vía legalizadora le obligó, una vez desaparecido Franco, el 28 de enero de 1.976, a decir todo lo contrario: “Creemos en la virtualidad y conveniencia de la reforma, entendemos que existen motivos suficientes para abordarla y deseamos realizarla en el más breve plazo”.

Al amparo de la Ley de asociaciones -a la que nosotros, para no aumentar la confusión, no quisimos someternos- nacieron, entre otras, la “Unión del Pueblo español”, auspiciada por Solís y presidida, por Adolfo Suárez, primero, y Cruz Martínez Esteruelas, después; la “ANEPA”; la “Unión Nacional Española”; “Reforma Social española”; “Frente Nacional español”, etc.

Lo curioso es que, sustituido Carlos Arias por Adolfo Suárez, a pro­puesta del Consejo del Reino, la reforma, más próxima al antifranquismo militante, se iba a acelerar, para conseguirla, como dijera Fraga, en dos semanas, dos meses y dos años.

El pasaporte concedido por Fraga a Carrillo en febrero de 1.976, la autorización por el propio Fraga, violando la legalidad vigente, del Congreso de la U.G.T., aún clandestino, y del acto en la Universidad de Madrid en el que, con la participación de católicos y marxistas, se pidió paso libre al aborto, la amnistía para los asesinos y la disolución de las Fuerzas del orden, no era suficiente.

Tampoco era suficiente lo acordado en las conversaciones de Londres, entre el embajador Sr. Fraga y el señor Tierno Galván, luego ratificado y per­feccionado, siendo ya Fraga ministro, en el Horno de Santa Teresa, en Madrid.

Poco antes de las elecciones de 1.982, la Editorial “El Burgo”, con el título “Fraga, genio y figura”, publicaba una biografía del hoy presidente de Alianza Popular. El biógrafo narra, en las páginas 66 y siguientes, la “primera entrevista Manuel Fraga-Felipe González”, y de ella entresacamos lo siguiente:

“Medio a hurtadillas del Presidente del Gobierno, don Carlos Arias Navarro, había que tender “puentes” para una segunda restauración canovista (sin Cánovas, por supuesto), que condujese la bipolarización política de España a una eventual alternativa de opciones. Fraga, que no ocultaba su afán emulador, podría resultar Antonio Cánovas si Felipe, lidiador de las corrientes rupturistas, asumía el papel de Práxedes Sagasta”.

“Los contactos Fraga-PSOE los venían manteniendo Carlos Argos, direc­tor del Gabinete Técnico del ministro, y Enrique Múgica”.

“Se previó inicialmente la reunión para el sábado, 24 de abril de 1.976, en el estudio-biblioteca que Fraga tiene en un piso de la calle Joaquín María López, en Argüelles, a las 5 de la tarde, pero, por diversas circunstancias, la misma no tuvo lugar hasta el viernes, 30 de abril. Habría cena, siendo el anfitrión Miguel Boyer, miembro de la ejecufío marxista fue claro. Con motivo de la manifestación celebrada al margen de la ley y de los disturbios subsiguientes, un policía fue asesinado en Madrid.

Pocos días después, el 7 de mayo, luego del funeral en San Francisco el Grande, grupos de patriotas formulaban su protesta ante la tolerancia oficial con pancartas en las que podía leerse: “La hez sólo asesina cuando los go­biernos son débiles”. La crisis que se produjo a raíz de la protesta, llevó a Carrero Blanco a la presidencia del Gobierno.

La etapa de rectificación que parecía iniciarse, quedó reducida a la nada, de tal modo que una de las pancartas a que he hecho referencia, llevada -por mí y unos amigos de “Fuerza Nueva”, se hizo presente -a pesar de las prohibiciones oficiales- ante el féretro del Almirante asesinado, en la mañana de su entierro, ante el Palacio de la Presidencia de Castellana 3.

Ya en 1.964, siendo Manuel Fraga ministro de Información y Turismo, los veinticinco años de la Victoria se conmemoraron como los veinticinco años de la paz; pero de una paz aséptica, conseguida sin esfuerzo, sacrificio ni sangre, llovida del cielo, sin artífices que la forjaran. En Valencia y en Valladolid, y en actos inolvidables, hice ver las consecuencias que para España tendría el olvido de la Victoria para el mantenimiento de la paz.

Luego, el combate se fue haciendo cada día más difícil. A las Cortes llegaba, el proyecto de ley sobre la objeción de conciencia al Servicio Militar, que, al fin, fue retirado por el Gobierno; el de la libertad religiosa; el del ingreso de España en el Mercado Común; el de la entrega de Ifni, primero, el de la autonomía y después de la independencia de Guinea (por cierto, que el Sr. Fraga fue el que arrió la bandera española en Santa Isabel, hoy Malabo, en la isla de Fernando Poo; el de la ayuda económica al régimen socialista de Salva­dor Allende; el de las relaciones con los países comunistas, cuyos consulados disfrutarían, a raíz de la aprobación de la ley, de “status” y valija diplomáticos.

Es necesario hacer hincapié en la política exterior de la época en que los reformistas detentaban los puestos claves del franquismo. La escala técnica en Moscú del ministro de relaciones exteriores, López Bravo, la ruptura de relaciones diplomáticas con Formosa y el reconocimiento incondicionado de la China comunista (que motivó un artículo mío al que se contestó por el Gobierno con una querella que me condujo a la Sala Tercera del Tribunal Supremo); el prólogo del mismo López Bravo al libro de la Editorial Dossat sobre las relaciones con el Este, constituían un atropello al esquema doctrinal del Estado del 18 de julio. Carrero Blanco, uno de sus expositores, desde la autoridad de su jerarquía, había escrito en “Las modernas torres de Babel”: “¿Se ha pensado en las posibilidades que tiene la U.R.S.S., con sus representaciones diplomáticas, pa­ra sembrar el caos y la confusión en las naciones occidentales?” “El coexistencialismo entraña una indignidad para el mundo libre, la indignidad de aceptar el “statu quo” de la esclavitud en que cayeron los pueblos de la Europa oriental”. Si “los pactos con el diablo -decía Carrero- no pueden conducir a nada bueno” (9 de mayo de 1.946), no se comprende cómo un gobierno como el de Carrero Blanco pactó con el diablo. Ello significaba decir que si los comunistas eran gente con la que podía pactarse desde el gobierno en el exterior, no había argumento lícito que prohibiera entenderse con ellos y a escalas oficiales en el interior. El día en que un militar, procesado y condenado por el llamado golpe del 23 de febrero, a la sazón muy en el entresijo de las peripecias del 20 de diciembre de 1.973, se decida a contarnos toda la verdad, confirmaremos muchas cosas, que hoy tan sólo presumimos, de los contactos entre el gobierno y la oposición, la de dentro y la de fuera, con motivo del asesinato del Almirante.

Pero el reformismo franquista no actuaba sólo en política exterior. Esta, en suma, no era más que un reflejo del cambio de talante que el Régimen iba experimentando por dentro, en función de la hábil maniobra en curso.

En este orden de cosas, la actuación simultánea, en la que algunos participaron con ingenuidad, tuvo dos centros de irradiación: uno, dirigida desde el gobierno en el poder, y otro, por los hombres que, habiendo sido ministros o no, tenían amplia capacidad de maniobra, por razón de sus cargos oficia­les.

El plan conjunto y consensuado del reformismo venía rodeado de una aureola en la que las palabras liberalizarse, homologarse, europeizarse, eran in­tercambiables y fungibles, y ello podía hacerse, como dijo Carlos Arias el 26 de febrero de 1.975, limitándose a “extraer de la legalidad vigente todo su con­tenido”. La primera vez que, con todo descaro, y con el ministro de Hacienda presente, Mariano Navarro Rubio, oí hablar de este modo fue al embajador de España en los Estados Unidos, Sr. Areilza, durante un almuerzo en Nueva York. Más tar­de, otro embajador en Norteamérica, avanzado el proceso, el señor Garrigues, -después ministro de la Monarquía -y me remonto a 1.964-, pedía a los exiliados, a los que invitó a un banquete en la propia embajada, su colaboración decidida para un futuro próximo.

Invocando el lema de liberalización, homologación y europeísmo, el primer gobierno Arias, viviendo Franco, legalizó las asociaciones políticas -partidos, como los definiera el mismo Arias en Helsinki- con un sólo voto en contra en el Consejo Nacional: el mío. Esa legalización, que disolvía “de facto” el Movimiento Nacional, dejándolo reducido, a lo sumo, a una Junta coordinadora de las asociaciones legalizadas, no era incompatible, por lo visto, con su afirmación tajante del 2 de diciembre de 1.974: “no considero ni necesaria, ni conveniente, ni oportuna la reforma constitucional”. Pero esa vía legalizadora le obligó, una vez desaparecido Franco, el 28 de enero de 1.976, a decir todo lo contrario: “Creemos en la virtualidad y conveniencia de la reforma, entendemos que existen motivos suficientes para abordarla y deseamos realizarla en el más breve plazo”.

Al amparo de la Ley de asociaciones -a la que nosotros, para no aumentar la confusión, no quisimos someternos- nacieron, entre otras, la “Unión del Pueblo español”, auspiciada por Solís y presidida, por Adolfo Suárez, primero, y Cruz Martínez Esteruelas, después; la “ANEPA”; la “Unión Nacional Española”; “Reforma Social española”; “Frente Nacional español”, etc.

Lo curioso es que, sustituido Carlos Arias por Adolfo Suárez, a pro­puesta del Consejo del Reino, la reforma, más próxima al antifranquismo militante, se iba a acelerar, para conseguirla, como dijera Fraga, en dos semanas, dos meses y dos años.

El pasaporte concedido por Fraga a Carrillo en febrero de 1.976, la autorización por el propio Fraga, violando la legalidad vigente, del Congreso de la U.G.T., aún clandestino, y del acto en la Universidad de Madrid en el que, con la participación de católicos y marxistas, se pidió paso libre al aborto, la amnistía para los asesinos y la disolución de las Fuerzas del orden, no era suficiente.

Tampoco era suficiente lo acordado en las conversaciones de Londres, entre el embajador Sr. Fraga y el señor Tierno Galván, luego ratificado y per­feccionado, siendo ya Fraga ministro, en el Horno de Santa Teresa, en Madrid.

Poco antes de las elecciones de 1.982, la Editorial “El Burgo”, con el título “Fraga, genio y figura”, publicaba una biografía del hoy presidente de Alianza Popular. El biógrafo narra, en las páginas 66 y siguientes, la “primera entrevista Manuel Fraga-Felipe González”, y de ella entresacamos lo siguiente:

“Medio a hurtadillas del Presidente del Gobierno, don Carlos Arias Navarro, había que tender “puentes” para una segunda restauración canovista (sin Cánovas, por supuesto), que condujese la bipolarización política de España a una eventual alternativa de opciones. Fraga, que no ocultaba su afán emulador, podría resultar Antonio Cánovas si Felipe, lidiador de las corrientes rupturistas, asumía el papel de Práxedes Sagasta”.

“Los contactos Fraga-PSOE los venían manteniendo Carlos Argos, direc­tor del Gabinete Técnico del ministro, y Enrique Múgica”.

“Se previó inicialmente la reunión para el sábado, 24 de abril de 1.976, en el estudio-biblioteca que Fraga tiene en un piso de la calle Joaquín María López, en Argüelles, a las 5 de la tarde, pero, por diversas circunstancias, la misma no tuvo lugar hasta el viernes, 30 de abril. Habría cena, siendo el anfitrión Miguel Boyer, miembro de la ejecutiva del PSOE y que conocía a Fraga de cuando aquél era jefe del Gabinete de Estudios del Instituto Nacional de Industria. Los comensales serían por el PSOE: Felipe González, Miguel Boyer y un tercero designado por la Ejecutiva del Partido y que resultó ser Luis Gómez Llorente (quedó fuera Múgica), y por el Ministerio de Gobernación: Fraga, Otero Novas y Argos. El escenario era un lujoso chalet propiedad de Boyer situado en la calle Matías Montero, 18, próxima a la Colonia de El Viso, y la hora de cita las nueve y media de la noche. Se sirvieron unas copas, singularmente whisky con hielo. El menú consistió en cóctel de mariscos, cinta de carne con salsa y guarnición, tarta de fresa y vino tinto. En el salón, de seguido, café y copa”.

“En el transcurso de la cena, Fraga le dijo a Felipe que hacía todo lo posible para que el socialismo se integrase en el sistema político. Y añadió:

– Celebraré que Vd. dentro de cinco años y en limpia competencia electoral pueda ser Primer Ministro”.

“En la cena se abordaron temas como los de la Ley de Reforma Política y referéndum para su aprobación; conveniencia de unificación de grupos y parti­dos socialistas y legalización del Partido Comunista dos años después”.

“Por conducto de Tamames, se le pidió una entrevista con Marcelino Camacho para el día de su santo, 1 de enero de 1.976, en la biblioteca-estudio, y después de esperar varias horas, el líder de Comisiones Ubreras no compareció”.

“Quizá el asunto más delicado de la conversación con Felipe se plan­teó al tratarse de la Ley de Reforma Política”.

“Felipe preguntó si su partido podía comparecer en público con nombres, insignias y símbolos. Fraga contestó que por supuesto y explicó que en los planes del Gobierno figuraba el proyecto de Ley de Asociaciones en el que Asociación y Partido eran lo mismo, pese a su diferencia semántica”.

Sin embargo, el plan de la reforma, expuesto por Fraga en los artícu­los publicados en “ABC” y en los proyectos de la asociación no legalizada que presidía, “Reforma democrática”, y que envió al Consejo Nacional y a las Cortes, no pudo rematarlo el propio Fraga. Adolfo Suárez, que pasó de la Secretaría Ge­neral del Movimiento a la presidencia del nuevo ejecutivo, le arrebató la famo­sa bandera del Centro, levantada en manifiesta oposición a quienes permanecíamos leales a Franco, en los discursos que pronunció en Barcelona, uno en el “Club Mundo”, vinculado a la extraña personalidad de Sebastián Auger, y otro siendo embajador, al entregar los premios periodísticos que llevaban su nombre.

Suárez inauguró su tarea reformista conjugando dos verbos: desdramatizar, frivolizando, claro es, la dramática situación española, y legalizar todo cuanto estaba en la calle, desde el partido comunista al aborto. El proyecto de ley de reforma -una reforma que podía traducirse como ruptura desde la legalidad, pero una legalidad manipulada y contorsionada, de acuerdo con la fórmula antifranquista de la Junta y de la Plataforma democráticas- fue llevada al Consejo Nacional y aprobada, con abstenciones tan significativas como las de Jesús Fueyo y Pilar Primo de Rivera. Hasta 14 exministros -González de la Mora, entre otros- la aprobaron. Sólo un grupo reducido de once consejeros -grupo al que me honro en pertenecer- continuó fiel a la misión que Franco le encomendara de ve­lar por los principios que habían dado vida al Estado nacional y a sus logros excepcionales.

Entre la reunión del pleno del Consejo Nacional que aprobó la reforma y el de las Cortes, se produjo un hecho en parte inesperado. Varias de las aso­ciaciones legalmente constituidas durante el gobierno de Carlos Arias, y entre ellas la “Unión del Pueblo español”, se integraban con la asociación ilegal “Reforma democrática”, de Manuel Fraga, para constituir lo que se llamó y sigue llamándose Alianza Popular. De los siete magníficos, como se bautizó irónicamente a sus fundadores, seis habían sido ministros de Franco: Fraga Iribarne, Sil­va Muñoz, Fernández de la Mora, Martínez Esteruelas, López Rodó y Licinio de la Fuente.

El procedimiento de urgencia arbitrado por el presidente de las Cor­tes y del Consejo del Reino, Torcuato Fernández Miranda -el que había vehiculizado el acceso de Suárez a la presidencia del Gobierno- me permitió por vez primera subir a la tribuna de oradores de la Cámara y exponer una enmienda a la totalidad del proyecto de ley para la reforma política, en franca oposición a los portavoces que la defendían en nombre del Ejecutivo: López Bravo, Fernando Suá­rez y Miguel Primo de Rivera.

Los aplausos que acogieron mi intervención sirvieron de poco a la ho­ra de votar: 425 votos a favor de la reforma, y sólo 59 en contra. Cruz Martínez Esteruelas, que asumió la dirección de los grupos integrados en Alianza Po­pular, consensuó en los pasillos, y la reforma, que destruía el franquismo, triunfaba con la aprobación de su clase dirigente.

El “referéndum” necesario para legalizar la operación reformista con­tó con el incidente, superado con facilidad, de la abstención solicitada por el antifranquismo. El apoyo a una reforma hecha desde el Régimen que se quería deshacer, podía levantar la sospecha, en los partidarios de la ruptura, de un acuerdo subterráneo, pero la abstención, unida a quienes nos oponíamos a la reforma, era un peligro serio que había que sortear. Y se sorteó, de una parte, consiguiendo que la Iglesia diera una nota oficial considerando honesta la postura abstencionista, y por otra invitando a votar que “sí”, aunque, cara al exterior y pa­ra salvar las formas, se pidiera el “no”.

Y era lógica la postura, porque confirmada la reforma por el sufragio popular el 15 de diciembre de 1.976 -sólo hubo 450.000 votos negativos-, los planteamientos serían diferentes. Con abstención o sin ella en el referéndum llamado fascista, la nueva legalidad era el campo de juego, y en ese campo, sin tapujos ni habilidades, las mejores bazas las tenía el antifranquismo hostil y declarado.

Cruz Martínez Esteruelas se quejaba del desplazamiento de la inteli­gencia reformista del binomio Suárez-A.P., conseguida en el pleno de las Cortes, al binomio Suárez-PSOE, iniciado a partir del pleno, y en una conferencia en Santa Cruz de Tenerife según la reseña de “El Alcázar” de 8 de enero de 1.976, que decía: “puede resultar en extremo peligroso polarizar la situación política en un pacto entre el gobierno y aquellas fuerzas políticas cuyas posiciones dialécticas son la ruptura con el pasado, la demagogia y el internacionalismo, mientras se busca desplazar a las fuerzas políticas nacionales, coautoras de la reforma y del resultado positivo del referéndum”.

Había llegado la hora de las lamentaciones, como la inexplicable de López Rodó, votante de la Reforma, que se pregunta: “¿Serán leales al Rey los que no han sido leales a Franco?”, o la de Carlos Arias -que, por oponerme a ella, me llevó también ante la Sala de lo penal del Tribunal Supremo, por el artículo “Señor Presidente”-, que en su trabajo “Por amor a España y en servicio al Rey”, al analizar las consecuencias lamentables del proceso, en el que participó de forma tan decisiva, dice: “”¿estarán tranquilos los que ayer mismo juraban lealtad a unos Principios que han olvidado tan fácilmente?”

Al amparo de la reforma aprobada, toda ley anterior que se opusiera a su espíritu podía considerarse sin vigor. Por ello, el atentado del 18 de julio de 1.976 contra el monumento al Ángel de la Victoria, levantado sobre un cabezo de las inmediaciones de Valdepeñas, carecía de importancia; y el Partido Socia­lista, aún no legalizado, celebró su Congreso en Madrid, y en Madrid tuvo lugar la cumbre eurocomunista, sin que el ministro de la Gobernación, Martín Villa, tuviera nada que objetar.

Constituida la Cámara, fruto de las elecciones de 1.977, que polariza­ron el voto en U.C.D. y en el P.S.O.E., reduciendo a muy poco las aspiraciones de Fraga, y marginando a las Fuerzas nacionales, se iniciaba el capítulo constituyente, capítulo en el que el forcejeo por capitalizar el papel de interlocu­tor de cara al socialismo, dio origen a enfrentamientos, no ideológicos, sino tácticos, entre A.P. y U.C.D., y a entendimientos entre los reformistas del franquismo, de una y otra confesión, y socialistas y comunistas. Quienes se habían concertado para, con una fórmula gramatical u otra, acabar con el Estado del 18 de julio, tenían que arrimar el hombro para consumar la obra y edificar el Estado de las autonomías. Los pactos de la Moncloa, la amnistía, el consenso, la Constitución, en suma, laica, antinacional, divorciata y negadora del derecho a la vida -aun cuando su letra diga lo contrario- fue aprobada y promulgada en 1.978.

El slogan publicitario de Alianza Popular: “conservar lo valioso y reformar lo necesario”, fue una estratagema política para desplazar a las buenas gentes de España de un Sistema en que lo valioso era lo necesario, a otro radi­calmente distinto en el que al pueblo español le están quitando aceleradamente lo necesario y lo valioso, porque lo que en el fondo se quería, como aseguró Fraga, era “una Reforma constitucional”, y lo constitucional es lo constitutivo, y lo constitutivo es lo valioso y necesario que el señor Fraga ha contribuido y contribuye a deshacer. Como prueba de ello, el diario de Palma de Mallorca “Úl­tima Hora”, del 19 de noviembre de 1.976, publicaba: “En el día de hoy, caduco y desarbolado el Estado totalitario, han conquistado las fuerzas democráticas sus primeros objetivos nacionales. El franquismo ha terminado. Cortes Españolas, Madrid, 18 de noviembre de 1.976”. He aquí la obra, que tuvo luz verde con el voto de 425 procuradores franquistas.

Me interesa subrayar, para que las cosas queden en su puesto, que “Fuerza Nueva”, antes y después de su investidura como partido político, luchó con todas sus fuerzas y con procedimientos moralmente lícitos contra el proceso que destruye a España como nación. Por eso, nuestra conciencia está sumamente tranquila. Cuando Fraga, siendo ministro del interior, dijo, a raíz de los sucesos de Vitoria, que todos éramos responsables, yo le repliqué, en el transcurso de uno de nuestros actos, en Toledo, que “Fuerza Nueva”, y yo personalmente, rechazábamos esa alegre imputación generalizada de responsabilidad.

Porque es necesario decir que Fraga (que en “Godsa” pedía la entrega a Marruecos de Ceuta y Melilla y el divorcio vincular, y en “Reforma democráti­ca”, el divorcio moderado, y en Alianza Popular el divorcio para el matrimonio civil, olvidando que el matrimonio es indisoluble no porque sea canónico, sino porque es matrimonio), como abanderado del reformismo, afirmó, desde su postura de Centro y desde la fundación de su partido, que su propósito era marginar y aislar a la extrema derecha (declaraciones al “Noticiero Universal” del 12 de  febrero de 1.977, y a “La Gaceta del Norte” del 13 de febrero de 1.977), términos con los que, para desacreditarnos ante la opinión, se calificaba a quienes, como los hombres y mujeres de “Fuerza Nueva”, habíamos salido a la política para defender un Estado, del que él y los suyos, y no pre­cisamente nosotros, habían sido embajadores y ministros.

Por eso, nada puede extrañarnos el No rotundo de Fraga a un entendi­miento con “Fuerza Nueva”, en las elecciones de 1.977, o en las de 1.979 (véase su artículo “La Derecha posible”, publicado en “ABC”, en el que considera como tal -desdeñándonos- a “una fuerza claramente democrática, progresista, constitucional, capaz de dialogar con las demás fuerzas políticas… (que llegue) a un pacto de Gobierno… con fuerzas auténticamente socialdemócratas”), y menos aún en las de 1.982, durante cuya campaña -a la que acudimos sin más esperanza que la teologal- se utilizaron contra nosotros desde la insidia de un pacto clandestino al anuncio de una retirada inminente de “Fuerza Nueva”, sin excluir, claro es, mi enfermedad gravísima y la afirmación solemne de que votarnos era perder el voto, porque seguro, seguro, D. Blas -como gritaba un panfleto repartido en el acto de la Plaza Mayor, dos días antes de las elecciones- no saldrá diputado.

La obra de liquidación del Estado del 18 de julio -tal y como la entrevió Carrero Blanco en su sueño cargado de profecías- se está consumando. Para llevarla a término ha sido necesaria mucha habilidad por parte de los coautores y mucha necedad e ingenuidad por parte de los que ahora se lamentan. A la cita demoledora acudieron fuerzas políticas, sectores católicos, grupos univer­sitarios, instituciones económicas, en franca colaboración con quienes, por principio y consecuencia, tenían, una vez alcanzado el poder, que combatirlos sin piedad. Ellos lo han querido; nosotros no.

Suárez, en el colmo de la desvergüenza política, antes del referéndum de 15 de diciembre de 1.976, para arrancar el sí del franquismo sociológico, di­jo en la televisión: “no ignoramos nuestro inmediato pasado, el construido por la excepcional figura de Franco”. Mediante la Reforma “la asumimos con responsabilidad y recogemos su herencia, para perfeccionarla”.

Pero Fraga, en términos análogos, decía con idéntico fin, en Santan­der: “El 18 de julio es una gran fecha histórica y nadie puede dudar de nuestra lealtad a esa fecha. Pero el 18 de julio, como el 2 de mayo, no es el fin de la Historia… Yo he sido reformista en los años 60 y lo sigo siendo en A.P. El reformismo es asumir lo pasado y superarlo”. (“Ya”, 21 de mayo de 1.977)

En términos análogos, desde la Secretaría General del Movimiento, se expresaba quien después sería subsecretario del Interior, Eduardo Navarro Álvarez: “Me gustaría formar parte de la conjura, de los moderados, porque los mode­rados han sido los únicos que han hecho progresar al país, desde el siglo XIX. Los exaltados y los reaccionarios sólo han provocado males cuyo efecto ha dura­do hasta la vuelta de los moderados o hasta que ha llegado alguien capaz de mo­derar a todos”.

Sin embargo, unos y otros hicieron esta Reforma. “La reforma -decía Fraga el 18 de mayo de 1.977- la hemos hecho los franquistas”, es decir. Arias, Fraga, los dos Suárez, Martínez Esteruelas, López Bravo, López Rodó, Solís, Pío Cabanillas, Ossorio, Landelino…

Por eso, Jorge Trías, que estaba al tanto de todo, escribía en el “Diario de Barcelona” de 6 de noviembre de 1.974: “”Son moderados, entre otros, la derecha nacional, cuya figura más visible sería López Rodó (por supuesto, si acepta el juego democrático). Son moderados los grupos democristianos o demócratas de derechas que operan en el país, tolerados o en las tinieblas. Es modera­da la democracia social, los grupos llamados “centristas” y el Partido Socialista Obrero Español (así, con mayúsculas y todo, para destacarlo), que desde hace poco está abierto a cualquier tipo de pactos. Son moderados – ¿por qué no? – los comunistas, que recientemente se han reconciliado con Moscú… En cambio, no son moderados aquéllos que se autoexcluyen, como los seguidores de Fuerza Nue­va”.

En el primer número de “Fuerza Nueva”, que apareció días después de aprobarse la Ley Orgánica del Estado, se justificaba nuestra razón de ser. En la portada, una frase, que quería jugar como un alerta llamativo, gritaba: “El 18 de Julio ni se pisa ni se rompe”. El grito no era fruto de la histeria, sino del convencimiento de que se estaba tratando, a partir del propio Sistema, de pisar y romper todo cuanto esa fecha significaba.

Sin medios, acosados por todas partes, objetivo de la difamación permanente, calificados de “Fuerza bruta” desde las páginas de “Arriba”, sentenciada nuestra pronta desaparición, desde las páginas del “Ya”, “Fuerza Nueva”, co­mo Revista, como partido, como Movimiento ideológico, que hoy toma cuerpo en una simple Asociación, continúa viviendo y despertando curiosidad e interés, simpatía y repulsa. Hemos sido y continuamos siendo, ya al margen de la lucha partidista, terna de disputa, bandera alzada y signo de contradicción, precisamente por nuestra acrisolada e insobornable lealtad a una doctrina, por nuestra oposición constante al proceso rupturista de la falsa reforma.

Esa fidelidad desinteresada -pues no teníamos que explicar, justificar o responder de actividades de primer rango en el Régimen del 18 de julio- nos llevó a recorrer España, de un lado a otro. Convendréis conmigo en que la reacción de signo nacional operada en nuestro pueblo, que culmina en las magnas concentraciones de la Plaza de Oriente, hay que ponerla en un tanto por ciento elevadísimo en el haber de “Fuerza Nueva”, que en asambleas públicas y actos inolvidables en toda la nación, ante multitudes fervorosas que colmaban cines, teatros, polideportivos y plazas de toros, y en manifestaciones impresionantes, dijo sin miedo y sin tacha lo que en cada momento era necesarios, sin miedo y sin tacha, decir.

Yo no voy a hacer ahora la biografía apasionada de las concentracio­nes de la Plaza de Oriente. La prudencia política y el patriotismo me obligan, por ahora, a guardar silencio y a dejar en reposo esa biografía preñada de re­cuerdos dolorosos, en contraste con el entusiasmo de un pueblo que parecía respaldar, con su presencia y su aplauso, cuanto allí, otros, y yo con ellos, afir­mábamos y hasta pedíamos.

Entre tales peticiones, en el último 20-N conmemorado en el histórico recinto, el de 1.981, formulé una, final, con las siguientes palabras: “lo que importa no es la magnitud de la asamblea… lo que importa y urge es que cuanto hoy y aquí representamos, la repulsa unánime de una política de liquidación y almoneda, y el prepósito de recodar dignamente la unidad, la grandeza y la libertad de la Patria, no se deshilache después… apoyando las tesis fracasadas y suicidas del mal menor y del voto útil, respaldando una y otra vez a quienes, -por haber sido coautores de la reforma liberal, de la Constitución laica, del Estado de las autonomías, del divorcio, de los pactos de la Moncloa, del consenso y de la concertación, hay que considerar responsables de la trágica situación que padecemos. El 20 de noviembre de la Plaza de la Lealtad, lleva consigo -porque de no serlo así constituiría un engaño a nosotros y un engaño a vosotros mismos- un 20-N en las urnas, un 20-N masivo en la convocatoria electoral que se acerca…

Poco después, en Albacete, el 6 de diciembre de 1.981, traté de distinguir entre la política de los comportamientos y la política de los resultados. La primera nos correspondía a nosotros, que acudiríamos a las elecciones de oc­tubre de 1.982 con dificultades sin cuento y carencia de ayudas, en la inteligencia lógica que de nuevo no se caería en el absurdo de pretender cerrar el paso al marxismo votando a los que le habían legalizado, consensuaron con él, con él marcharon en manifestaciones callejeras y a él abrieron la posibilidad de cons­tituirse en gobierno monocolor con mayoría absoluta en las Cámaras.

La política del resultado, que no nos correspondía a nosotros, sino a los electores, respondió de otra manera; lo que quiere decir que nos equivoca­mos. El pueblo español, por razones diversas, votó el cambio o el mal menor, y tiene, por olvidarla, que repetir su historia, dejando sueltos y en vía libre, como señalara Franco, “el espíritu anárquico, la crítica negativa, la insolidaridad entre los hombres, el extremismo y la enemistad mutua”, fomentados por un Sistema político “que dará al traste, a la larga o a la corta, mucho más proba­blemente a la corta que a la larga, con todo progreso material, con todo mejoramiento de la vida de nuestros compatriotas”. (22 de noviembre de 1.968)

El despegue de la pobreza en un proceso económico de expansión, que no planteaba otros problemas que los inherentes al crecimiento, quedó atrás. Hoy los problemas surgen por la crisis económica y el paro incontenibles.

La armonía entre la libertad y la autoridad, en que aquélla estaba protegida por el hecho de que la segunda era instancia a la que podía acudirse para defenderla, quedó atrás. Hoy la libertad se ha convertido en libertinaje, despenalizado a veces (como el adulterio o el consumo de la droga] y la autori­dad, según los casos, actúa como permiso tolerante o represión desmedida.

El respeto exterior conseguido, pues España era amada u odiada, pero no despreciada, quedó atrás. Hoy se apresan nuestros pesqueros, se nos coloca como a mendigos en las puertas del Mercado Común y hasta se nos humilla en Gui­nea.

El pueblo español, con olvido del drama singular que el mundo vive y con olvido de su historia reciente, ha querido repetirla, y lo está consiguien­do. Pero ese pueblo no podrá nunca asegurar que lo ha querido por ignorancia insalvable, porque ciertamente nosotros le anunciamos lo que está sucediendo y viviendo, sin recoger más respuesta -San Pablo se expresaría así- que la del rui­do grato de la campana, que pronto se desvanece, pero no la del apoyo, que es obra de la voluntad sin reservas, que busca con sinceridad el servicio a la Pa­tria.

A pesar de todo, al margen, por hoy, de la lucha partidista, nosotros y quienes quieran estar con nosotros, en la unidad que descansa en la verdad y sabiendo, como decía Franco (el 24 de noviembre de 1.957) que “cuando un movimiento político se hace nacional, tiene que desprenderse de los partidos que le precedieron”, seguiremos luchando por Dios, la Patria y la Justicia. “Dios -decía también Franco, en Zamora, el 18 de abril de 1.943- suprema Verdad… Patria que nos une (como) hermanos (y) justicia”, porque sin ella no puede hablarse honestamente ni de Patria ni de Dios.

Permitidme que concluya esta conferencia, que trata de ser -en el día de su   onomástica- un homenaje a Francisco Franco, al conmemorarse el año 47 de su exaltación a la capitanía plena de la Cruzada, con un texto suyo acerca de la política:

“La política ha de ser entendida no como poder, sino como servicio, como misión, y ha de ser realizada y servida con entereza, sencillez y humildad… la política no es el carro de la farándula, la política no es teatro, sino la acción prudente sobre la compleja realidad de un pueblo con sus virtudes y sus pasiones. Siempre hemos confiado en la rectitud insobornable del hombre es­pañol, en go en el Régimen del 18 de julio- nos llevó a recorrer España, de un lado a otro. Convendréis conmigo en que la reacción de signo nacional operada en nuestro pueblo, que culmina en las magnas concentraciones de la Plaza de Oriente, hay que ponerla en un tanto por ciento elevadísimo en el haber de “Fuerza Nueva”, que en asambleas públicas y actos inolvidables en toda la nación, ante multitudes fervorosas que colmaban cines, teatros, polideportivos y plazas de toros, y en manifestaciones impresionantes, dijo sin miedo y sin tacha lo que en cada momento era necesarios, sin miedo y sin tacha, decir.

Yo no voy a hacer ahora la biografía apasionada de las concentracio­nes de la Plaza de Oriente. La prudencia política y el patriotismo me obligan, por ahora, a guardar silencio y a dejar en reposo esa biografía preñada de re­cuerdos dolorosos, en contraste con el entusiasmo de un pueblo que parecía respaldar, con su presencia y su aplauso, cuanto allí, otros, y yo con ellos, afir­mábamos y hasta pedíamos.

Entre tales peticiones, en el último 20-N conmemorado en el histórico recinto, el de 1.981, formulé una, final, con las siguientes palabras: “lo que importa no es la magnitud de la asamblea… lo que importa y urge es que cuanto hoy y aquí representamos, la repulsa unánime de una política de liquidación y almoneda, y el prepósito de recodar dignamente la unidad, la grandeza y la libertad de la Patria, no se deshilache después… apoyando las tesis fracasadas y suicidas del mal menor y del voto útil, respaldando una y otra vez a quienes, -por haber sido coautores de la reforma liberal, de la Constitución laica, del Estado de las autonomías, del divorcio, de los pactos de la Moncloa, del consenso y de la concertación, hay que considerar responsables de la trágica situación que padecemos. El 20 de noviembre de la Plaza de la Lealtad, lleva consigo -porque de no serlo así constituiría un engaño a nosotros y un engaño a vosotros mismos- un 20-N en las urnas, un 20-N masivo en la convocatoria electoral que se acerca…

Poco después, en Albacete, el 6 de diciembre de 1.981, traté de distinguir entre la política de los comportamientos y la política de los resultados. La primera nos correspondía a nosotros, que acudiríamos a las elecciones de oc­tubre de 1.982 con dificultades sin cuento y carencia de ayudas, en la inteligencia lógica que de nuevo no se caería en el absurdo de pretender cerrar el paso al marxismo votando a los que le habían legalizado, consensuaron con él, con él marcharon en manifestaciones callejeras y a él abrieron la posibilidad de cons­tituirse en gobierno monocolor con mayoría absoluta en las Cámaras.

La política del resultado, que no nos correspondía a nosotros, sino a los electores, respondió de otra manera; lo que quiere decir que nos equivoca­mos. El pueblo español, por razones diversas, votó el cambio o el mal menor, y tiene, por olvidarla, que repetir su historia, dejando sueltos y en vía libre, como señalara Franco, “el espíritu anárquico, la crítica negativa, la insolidaridad entre los hombres, el extremismo y la enemistad mutua”, fomentados por un Sistema político “que dará al traste, a la larga o a la corta, mucho más proba­blemente a la corta que a la larga, con todo progreso material, con todo mejoramiento de la vida de nuestros compatriotas”. (22 de noviembre de 1.968)

El despegue de la pobreza en un proceso económico de expansión, que no planteaba otros problemas que los inherentes al crecimiento, quedó atrás. Hoy los problemas surgen por la crisis económica y el paro incontenibles.

La armonía entre la libertad y la autoridad, en que aquélla estaba protegida por el hecho de que la segunda era instancia a la que podía acudirse para defenderla, quedó atrás. Hoy la libertad se ha convertido en libertinaje, despenalizado a veces (como el adulterio o el consumo de la droga] y la autori­dad, según los casos, actúa como permiso tolerante o represión desmedida.

El respeto exterior conseguido, pues España era amada u odiada, pero no despreciada, quedó atrás. Hoy se apresan nuestros pesqueros, se nos coloca como a mendigos en las puertas del Mercado Común y hasta se nos humilla en Gui­nea.

El pueblo español, con olvido del drama singular que el mundo vive y con olvido de su historia reciente, ha querido repetirla, y lo está consiguien­do. Pero ese pueblo no podrá nunca asegurar que lo ha querido por ignorancia insalvable, porque ciertamente nosotros le anunciamos lo que está sucediendo y viviendo, sin recoger más respuesta -San Pablo se expresaría así- que la del rui­do grato de la campana, que pronto se desvanece, pero no la del apoyo, que es obra de la voluntad sin reservas, que busca con sinceridad el servicio a la Pa­tria.

A pesar de todo, al margen, por hoy, de la lucha partidista, nosotros y quienes quieran estar con nosotros, en la unidad que descansa en la verdad y sabiendo, como decía Franco (el 24 de noviembre de 1.957) que “cuando un movimiento político se hace nacional, tiene que desprenderse de los partidos que le precedieron”, seguiremos luchando por Dios, la Patria y la Justicia. “Dios -decía también Franco, en Zamora, el 18 de abril de 1.943- suprema Verdad… Patria que nos une (como) hermanos (y) justicia”, porque sin ella no puede hablarse honestamente ni de Patria ni de Dios.

Permitidme que concluya esta conferencia, que trata de ser -en el día de su   onomástica- un homenaje a Francisco Franco, al conmemorarse el año 47 de su exaltación a la capitanía plena de la Cruzada, con un texto suyo acerca de la política:

“La política ha de ser entendida no como poder, sino como servicio, como misión, y ha de ser realizada y servida con entereza, sencillez y humildad… la política no es el carro de la farándula, la política no es teatro, sino la acción prudente sobre la compleja realidad de un pueblo con sus virtudes y sus pasiones. Siempre hemos confiado en la rectitud insobornable del hombre es­pañol, en la nobleza con que termina respondiendo ante la presencia de lo auténtico, en la sinceridad y gallardía con que reconoce la pureza de intención y los aciertos. Nunca se vio fallida esta confianza”, decía Franco (31 de diciem­bre de 1.958). Pues bien; el que os habla espera que, con relación a nosotros, que así hemos entendido la política, no falle tampoco.

Señoras y señores, camaradas y amigos: Franco, el hombre, ha muerto, pero Franco, el símbolo, vive. Por eso, si compartís mis ideas y mis sentimien­tos, gritad conmigo:

 

 ¡VIVA FRANCO!


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