Los mercaderes de futuro, por José Utrera Molina

José Utrera Molina

(ABC, 10 de marzo de 1976)

Al contemplar con preocupación y con esperanza el panorama ciertamente complejo de nuestra realidad nacional pienso que si todo pasado es irrepetible, ningún futuro resulta irremediable. Quiere decirse que el porvenir es algo que pertenece a los españoles y que depende de la voluntad popular de la capacidad que nos asista en esta hora para elaborar proyectos coherentes de vida en común. Creo que sólo los pueblos que renuncian a proyectar y tejen y destejen sin diseño previo están condenados a las improvisaciones y a las contradicciones. ¿Tenemos los españoles de este tiempo un proyecto unánime?

Quizás no debiéramos admitir sin análisis la dialéctica ruidosa del cambio y la ruptura envuelta en el estruendo de un consenso engañoso. En mi opinión, lo que registra nuestra hora es una división profunda entre diferentes concepciones del futuro, que tienen su origen en radicales discrepancias sobre la valoración del pasado.

Cuando no se parte de cero es razonable contar con los materiales disponibles y respetar las estructuras fundamentales, vertebradoras, no erosionadas por el paso del tiempo, no cargadas en exceso de accidentalismos circunstanciales. ¿No existe una forma de encararse con el futuro que no precise denigrar el pasado? Ortega decía que renunciar al pasado equivalía a renunciar a nuestra propia dignidad. Creo que si España es mejorable lo es porque hay algo que mejorar y, por lo tanto, no se parte de la nada absoluta. Es el tiempo histórico inmediatamente anterior el que ha hecho posible los futuros perfeccionamientos. No se trata sólo de revocar la fachada, pero tampoco de liquidar por derribo.

La incongruente multiplicación de los grupos políticos, se miren desde el lado que se miren; el persistente afán de seguir valorando al adversario como enemigo, la ridícula feria de etiquetas, el empeño de encerrar en una especie de limbo o de batallón de los torpes de la derecha a todos los que insisten en dar un sentido positivo a nuestro ayer, el deseo de marginar en un presunto «bunker» —quizá con la secreta esperanza de una autoinmolación de adversarios políticos— a todo aquel que se mantiene leal a sí mismo, las luchas subterráneas y a veces subacuáticas porque nadan entre dos aguas por el Poder dentro de grupos políticos que no hacen más que delatar los sentimientos insolidarios que nos presiden, el súbito e increíble regreso de nuestros viejos «demonios familiares», el olvido torvo y deliberado de la figura excepcional de Francisco Franco, el afán revisionista de actitudes e instituciones, la vaguedad pro-gramática, el recurso de las grandes palabras —democracia, amnistía, libertad— para esconder la menesterosidad de las ideas y de las generosidades que las harían posibles, no son precisamente signos alentadores para comenzar a construir ese futuro mejor que todos anhelamos y merecemos.

Son demasiados los que han puesto un tenderete para vender porvenir, y lo que necesitamos urgentemente son ejemplos más convincentes de seriedad y de rigor, menos oportunismo táctico y más claridad en los planteamientos. Cuando desde algunas áreas se nos invita a la modernidad con invocaciones a personajes todavía vivos y, sin embargo, enterrados bajo la naftalina de la Historia, y se silencia, en cambio, tanto magisterio reciente, nos sentimos irremediablemente tentados a pensar que se pretende dar gato por liebre. Necesitamos mayor claridad en nuestro proyecto de futuro y, sobre todo, saber cuánto y qué debe haber en él de nuestras raíces, so pena de correr el grave riesgo de desnaturalización. Se nos ha hablado, desde las más altas instancias, de una democracia a la española, es decir, entiendo yo que de una democracia moderna, ajustada a nuestras características nacionales. Esta invocación me parece un acierto pleno que sintoniza con los anhelos más profundos de nuestro pueblo en esta hora, porque este pueblo, a pesar de estar sometido a la presión que le propone la palabra cambio como sinónimo de bienestar, desea mucho más crecer que cambiar. Quiere que se le reconozca su madurez y quiere, por supuesto, incorporarse a un contexto democrático donde el juego de la libertad comience por restablecer un clima de respeto mutuo, pero piensa más en una democracia real que en una democracia formal. Pero de aquélla, bajo el signo capitalista y burgués de una derecha que se avergüenza de confesar su nombre, se habla muy poco dentro y fuera de nuestro país.

Quizá sea más fácil darse con el rostro de España en un camino vecinal que en un despacho, al menos a mí me ha ocurrido con mayor frecuencia. Por eso creo saber que nuestro pueblo, y todos somos pueblo, no quiere perder ninguno de los avances que una larga paz le ha deparado, y quiere, en cambio, que se realicen algunas promesas de auténtico contenido social largamente demoradas. Quiere libertad, por supuesto, pero quiere también participación creciente en el Poder, en la riqueza y en el bienestar. Y como quiere libertad y paz, no desea verse zarandeado desde grupúsculos políticos, ni tener que aprenderse de memoria doscientas veintitantas siglas, ni ser coaccionado a punta de navaja para asistir a una huelga que no desea. Quiere una Universidad en la que el sacrificio económico de los padres no se vea frustrado por los manipuladores de sus hijos; quiere unos espectáculos a los que pueda asistir con su familia sin sonrojarse; quiere un salario que no permanezca congelado mientras todo lo demás se deshiela; quiere pasear en su coche modesto sin pagar la gasolina más cara del mundo; quiere ir del brazo por la calle sin ser apedrea-do por quienes se apoderan de ella para fines políticos; quiere ver en sus hombres públicos más coherencia biográfica y menos mutaciones apresuradas.

El pueblo quiere ir más lejos en la reforma fiscal y en la revolución cultural, que cese el baile de disfraces y que sintiéndonos Europa, como en realidad somos y por añadidura uno de los tres países que fundamentalmente la hicimos, sepamos cortejarla como a una dama, con gesto de amante y no con reverencias serviles. El pueblo, en el que se ha producido la reconciliación de la que aún no son capaces algunos de sus divergentes líderes, quiere también un Ejército donde el instrumental bélico no sea tan notoriamente inferior, como en la actualidad, a su disciplina y a sus virtudes castrenses.

Pienso que este pueblo nuestro, que no es partidario de regresiones inmovilistas, ni de saltos dramáticos en el vacío —un vacío que algunos quieren llenar de amargos rencores antiguos—, tiene derecho a una vida libre, segura y apacible y a no pagar, una vez más, la elevada factura del riesgo o el precio carísimo de la irresponsabilidad, de la frivolidad y de la ligereza. Todos somos responsables del futuro, todos tenemos que ayudar a precisar un proyecto razonable, moderno y coherente para nuestro destino, deponiendo en esta tarea ambiciones personales y subjetivismos. No es la hora de los saltimbanquis, ni de los prestidigitadores, sino la de los hombres serenos y esperanzados, que saben que la confusión sólo se aclara con la conducta. No sea que, en el barullo, los mercaderes del futuro nos quieran vender algo que no queremos comprar.

 


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