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Iván Vélez
¿Qué mejor lugar que Barcelona para presentar un libro en el que se aborda el proceso sustitutorio de la toponimia en español por formas vernáculas reales o inventadas? Un día antes de la celebración libresca que inunda de papel impreso y rosas la ciudad de Barcelona, otrora capital editorial del idioma de Cervantes, se presentó en el hotel Voraport el libro El robo de los nombres de nuestros pueblos. La sinrazón de la toponimia en España, editado por Hablamos español, que no Hablamos castellano. Ante más de un centenar de personas, algunos de los autores del libro expusieron el proceso de borrado que las sectas secesionistas, cuando no directamente los partidos hegemónicos —PSOE y PP—, han impulsado en algunas regiones españolas con el propósito de erradicar algo más que los nombres de los pueblos en español. En efecto, el, por decirlo con la fórmula orwelliana, vaporizado de esos modos de llamar a los lugares va mucho más allá de lo meramente sustantivo. Su eliminación arrastra, para hacerla desaparecer, la carga histórica que las acompaña. El proceso, cuyo objetivo es claro: la erradicación de español en esas regiones, corre paralelo al de la inmersión lingüística obligatoria contra la que batalla sin descanso Hablamos español o al de la sustitución de los nombres personales por variantes pretendidamente arcaicas que no son sino novedades más o menos imaginativas. Busque el lector en la paz de los cementerios Kepas finados hace un par de siglos. Busque los dígrafos «tx» y «tz» en lápidas y libros de difuntos de las parroquias vascongadas. Busque, incluso, Euskadi.
Envueltos por el aroma del café, los autores desgranaron numerosos ejemplos sustitutorios. Dentro de un negocio tan rentable como es el de las identidades, para el mundo hispanófobo, España es, indudablemente, plural, sin embargo, las comunidades autónomas con ínfulas nacionales son inmutablemente homogéneas, razón por la cual deben proceder a la eliminación de todo rastro del Estado opresor, dándose paradojas como la explicada por Andrés Freire: una Galicia sin mácula de semitismo, pues los secesionismos patrios mantienen un inequívoco sustrato xenófobo camuflado bajo un manto de cosmopolitismo, no puede permitirse la existencia de un lugar llamado Mezquita, atribuible, únicamente, a un impuro influjo mesetario, acaso andalusí. Por su parte, Finisterre cambiado por el coloquial Fisterra se aleja del Finis Terrae a cuya espalda se hallaba el Viejo Mundo al que cantara Camarón.
En las páginas de El robo de los nombres de nuestros pueblos aparecen numerosos casos que delatan las monomanías que aquejan a muchos de nuestros compatriotas, algunos de los cuales han hecho fortuna eliminado, de paso, rivales laborales, insertándose en artificiosas estructuras capaces de agredir al Guevara de origen céltico para transformarlo en un Gebara libre de esa v que consideran ajena a la tierra que holló Túbal. El proceso, sin embargo, topa con tozudas realidades como las mostradas por Javier Barraycoa, que señaló a Barcelona y a Tarragona como ciudades para las cuales apenas hay una forzada entonación que deja incólumes, al contrario que ese Bilbo que trata de ganar terreo a Bilbao, las formas de designación más clásicas.
Ante esta censura subvencionada y leguleya que afecta a todos los hispanoparlantes, decir o escribir Lérida, Fuenterrabía, Gerona o La Coruña constituye un auténtico acto revolucionario.