Razón Española, cuarenta años contra corriente, por Pedro Carlos González Cuevas

Pedro Carlos González Cuevas

Gaceta.es

 

No suele ser habitual, en la España actual, que una revista de pensamiento persista cuarenta años, es decir, casi tres generaciones. Ha llovido mucho desde entonces, y en todos los sentidos. Sin embargo, en el caso que nos ocupa la excepcionalidad es aún mayor. Porque Razón Española ha resultado, a lo largo de este tiempo, un auténtico milagro. Lo dije hace diez años y lo repito ahora. Nació en un contexto enormemente hostil, tanto a nivel político como intelectual, en los inicios de la longeva etapa socialista (1983-1996), con una derecha representada, tras la desaparición de la Unión del Centro Democrático, por Alianza Popular, que, tras la derrota de finales de octubre de 1982, se encontraba a la defensiva, avergonzada de su condición de partido de derechas y que ya intentaba autodefinirse como “centro”. No en vano, Manuel Fraga, con su habitual tosquedad expresiva, fue el primer político español de la época que intentó teorizar sobre el “centro” político. Claro que, viniendo de quien venía, nadie se creyó el cuento. Tuvo que venir un hombre hueco, sin sustancia ni ideas, como Adolfo Suárez, para que el “centro” hiciera acto de presencia en el campo político español, con las consecuencias que hoy sufre el conjunto de la sociedad española.

Por todo ello, Razón Española padeció, desde el principio, una clara marginación mediática, social, política y económica. Y no sólo por las izquierdas, sino por la propia derecha. Alianza Popular no quiso saber nada de su existencia; fundó una revista, cuyo título fue Veintiuno, órgano de la Fundación Cánovas del Castillo, que desapareció sin pena ni gloria; tampoco posteriormente su heredero político, el Partido Popular, realizó una labor mínimamente eficaz en lo relativo al debate de ideas. Acabó con la Fundación Cánovas del Castillo, para fletar la Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales (FAES), totalmente ineficaz a la hora de dotar al PP de un ideario mínimamente coherente. Su órgano, Cuadernos de Pensamiento Político, no ha aportado absolutamente nada a la guerra cultural. Su marco histórico de referencia fue la España de la Restauración, aunque, siguiendo la errática estela inaugurada por José María Aznar, no se escatimaban extemporáneas alabanzas a Manuel Azaña.

Además, Razón Española sufrió una permanente y repugnante campaña de difamación por parte de historiadores, como Javier Tusell Gómez, que públicamente pidió, en la prensa, sobre todo en El País, que no fuese financiada por la banca y por el empresariado. Hoy, ya nadie recuerda a este autor de naderías.

Ante un contexto tan adverso, lo normal hubiese sido tirar la toalla y desaparecer. Sin embargo, afortunadamente, no ha sido así. Contra todos los elementos, contra todas las corrientes, contra viento y marea, la revista ha logrado sobrevivir; y, lo que es más importante, ha unido a casi tres generaciones de intelectuales de distintas sensibilidades, unidos por una clara defensa de la concepción tradicional del mundo. En sus páginas, han colaborado, entre otros, Ernesto Giménez Caballero, Juan Velarde Fuertes, Vicente Palacio Atard, Thomas Molnar, Jorge Uscatescu, Vicente Marrero, Carlos Areán, Ángel Palomino, Arnaud Imatz, Michael Novak, Álvaro D´Ors, Alfonso López Quintás, Torcuato Luca de Tena, Rafael Gambra, Fernando Vizcaíno Casas, Enrique Zuleta Álvarez, Federico Suárez, José María Martínez Cachero, Tomás Melendo, Ricardo de la Cierva, Aquilino Duque, Alessandro Campi, Laureano López Rodó, Jerónimo Molina, Dalmacio Negro Pavón, Franco Díaz de Cerio,  José Javier Esparza, Miguel Ayuso, Pedro Fernández Barbadillo, Jesús Neira, Javier López, Alejandro Macarrón, David Ángel Martín Rubio, Stanley Payne, José Ángel Sánchez Asiaín, Mario Hernández Sánchez-Barba, Alberto Buela, José Luis Barceló, Pío Moa, Fernando Paz, etc, etc. ¿Cómo explicar este milagro de longevidad?.

A ni modo de ver, por dos causas.

En primer lugar, por la energía, la voluntad y el “carisma” de su fundador, Gonzalo Fernández de la Mora y Mon, cuya figura y obra sirvió en su día de aglutinante, de nexo de unión a los colaboradores de la revista. Su vigor intelectual, personal y moral explica, en gran medida, la pervivencia de Razón Española, que no en vano fue definida por el periodistacatalán Josep Maria Ruíz Simón como “la fragua de don Gonzalo”.

En segundo lugar, por la voluntad de sus colaboradores, que, gratuitamente, desafiando silencios, peligros y descalificaciones, decidieron colaborar en sus páginas. Para muchos, entre los que me encuentro, esta colaboración suponía una auténtica “catarsis”, un desafío a la dominante “corrección política”; la conquista, en fin, de un auténtico espacio de libertad intelectual. Una revista en la que se podía escribir y decir lo que no podía escribirse ni decirse en la mayoría de las revistas políticas y de pensamiento existentes en España. En eso estamos.

Pese a esa marginación económica, política y mediática, Razón Española ha hecho, a mi juicio, significativas aportaciones al pensamiento conservador español actual. Como historiador de las ideas tan sólo destacaré algunas.

En primer lugar, la exposición por parte de Gonzalo Fernández de la Mora de su filosofía “razonalista” y del proyecto político-intelectual inserto en sus obras, La partitocracia –un libro auténticamente profético-, La envidia igualitaria, Los teóricos izquierdistas de la democracia orgánica, Los errores del cambio, El hombre en desazón Sobre la felicidad.

  En segundo lugar, su análisis crítico del sistema político actual, nacido de la Constitución de 1978, basado en la denuncia de partitocracia, del Estado de las autonomías, de las tendencias abiertamente secesionistas de los nacionalismos periféricos catalán y vasco, de la escasa funcionalidad política de la Monarquía, etc.

En tercer lugar, su crítica a las ideologías de izquierda. No sólo al marxismo, hoy en decadencia, sino a lo que Jean Bricmont ha denominado “gauche moral”, centrada no en proyectos de transformación económica y social, sino en la defensa del feminismo radical, la cultura woke, las denominadas sexualidades alternativas, la estigmatización de un fascismo demonológico, imaginario, el racismo, la xenofobia o una genérica “extrema derecha”. Por decirlo en lenguaje marxista, la “gauche moral” apela a la conciencia, no al ser social, a las superestructuras y no a la infraestructura. Y es que la crisis fiscal que comenzó a manifestarse en Europa hace tres décadas, el final de la “guerra fría” y las necesidades competitivas que acarrea la globalización económica provocaron la obsolescencia del discurso izquierdista tradicional, incluso el de la socialdemocracia, y la aceptación de la economía de libre mercado, en su variante neoliberal. Como denunció la filósofa marxista Nancy Frazer, la política actual del conjunto de la izquierda europea y la norteamericana defendida por el Partido Demócrata puede conceptualizarse como “neoliberalismo progresista”, es decir, políticas económicas ultraliberales y políticas culturales woke. Dicho sea de paso, el PP español no está muy lejos de ese horizonte, en su práctica cotidiana.

En cuarto lugar, la elaboración de alternativas al sistema de 1978, que pueden sintetizarse en el artículo de Gonzalo Fernández de la Mora, “Las contradicciones de la partitocracia”, publicado en Razón Española. En este artículo se propugnaban, entre otras medidas, la independencia de los distintos poderes; la democratización interna de los partidos, la ruptura del monopolio partitocrático de la representación política; la prohibición de la disciplina de partido, el voto secreto, la representación de los intereses sociales, referéndum, circunscripciones electorales unipersonales, listas abiertas, fiscalización de los miembros de la clase política. Y, además, la República presidencialista, frente a la partitocracia; y la defensa de la economía de mercado.

En quinto lugar, hemos de destacar igualmente la crítica a las políticas de memoria histórica patrocinadas por el conjunto de las izquierdas españolas.

En sexto lugar, la insistencia en la primacía de las ideas y de la lucha cultural frente al determinismo económico, tanto de derechas como de izquierdas. Y es que hoy, como ya hemos señalado, un sector de la izquierda ha transformado su horizonte intelectual, haciéndose “idealista” o “culturalista”, mientras que cierta derecha se ha convertido al economicismo más estólido y materialista. No en vano, hace años el socialdemócrata Luis García San Miguel hizo referencia a los thatcheromarxistas. El PP es un claro ejemplo de ello.

En séptimo lugar, la recuperación de autores considerados “malditos” por el actual sistema político-cultural-mediático, como Ramiro de Maeztu, Eugenio D´Ors, Marcelino Menéndez Pelayo, Rafael García Serrano, Joaquín Costa, Eugenio Montes, Ernesto Giménez Caballero, Aquilino Duque, Carl Schmitt, etc.

Y, en octavo lugar, la crítica del denominado “centrismo”, es decir, de la política de “consenso”, en favor de una política de “pluralismo agonístico” (Chantal Mouffe).

 II

A la hora de hacer balance de estos cuarenta años, ¿qué podemos decir?. A mi modo de ver, por pura coherencia y realismo, el balance ha de ser ambivalente.

De un lado, hay que señalar que la mayor parte de los diagnósticos en torno a la situación político-social de España defendidos en la revista se han confirmado. Tras un período relativamente largo de euforia, triunfalismo y obtuso optimismo, las lacras inherentes al régimen del 78 se pusieron de manifiesto. Sin duda, hay gentes, empezando por las elites del PP, que no se han dado cuenta aún, y actúan como si nada hubiera pasado, nostálgicos de un “consenso” que, en realidad, nunca existió, porque encubría a nivel global una clara hegemonía de las izquierdas. Ya se enterarán, aunque, como de costumbre, lo harán tarde y mal. Y es que, desde hace varios años, las mentes más conscientes de la sociedad española han caído en la cuenta de que muchos de los problemas históricos que se creían superados, han salido de nuevo a la luz y con singular virulencia.

La cuestión religiosa sigue viva, aunque la Iglesia católica ha dejado, sin duda, de ser una fuerza social y moral significativa. La Iglesia católica conserva aún numerosos privilegios de orden social, económico y simbólico, pero su papel es cada vez más marginal. Quizá se deba a la persistencia de esos privilegios, que la impiden ejercer con mayor eficacia su labor pastoral frente a un Estado que se autodefine como aconfesional, pero que, en la práctica cotidiana, con su legislación, ejerce como un organismo agresivamente laicista. Quizás una Iglesia más libre, con menos compromisos estatales, podría más efectiva en su función pública. En cualquier caso, me parece obvio que la sociedad española ha entrado en el período histórico que el filósofo italiano Augusto del Noce ha denominado de “irreligión natural”, es decir, una actitud espiritual caracterizada por el relativismo absoluto, por lo que todas las ideas se ven en relación con la situación psicológica y social de quien las afirma y, por lo tanto, valoradas desde el punto de vista utilitario, de estímulo para la vida. Los católicos han sido incapaces de frenar la legislación sobre el aborto, la eutanasia o los matrimonios entre gentes del mismo sexo. Y, lo que ya es más significativo, cuando el PP accedió al gobierno esa legislación no fue abolida, ni tan siquiera reformada. Es más, como hemos visto recientemente con Alberto Núñez Feijóo, las ha asumido ya como propias; lo que las hace ya prácticamente irreversibles. Para un católico consecuente, resulta indudable que España es hoy tierra de misión. Sin embargo, temas como el aborto, la eutanasia, el feminismo radical, la cultura woke, etc, no son  esencialmente confesionales; son negativos per se, por encima de las creencias religiosas de cada cual. Incluso existen teólogos, como el inefable Juan José Tamayo, que se muestran acordes con esas ideas, afirmando que le ética cristiana es heredera de Epicuro. Nada menos. En cualquier caso, esos planteamientos pueden ser criticados igualmente desde perspectivas laicas y agnósticas, pero la colaboración de los católicos sigue siendo importante en esa labor.

Tampoco parece que el tema de la forma de gobierno haya encontrado una solución definitiva; ni muchos menos.  En junio de 2014, Juan Carlos I se vio obligado a dimitir en su hijo Felipe VI. Y es que la institución y su figura fueron incapaces de resistir la erosión de las críticas de que fueron objeto, por su tormentosa vida privada, la corrupción de algunos miembros de la familia real y, lo que es más importante, su clara ineficacia política. Como se ha defendido en las páginas de Razón Española, a la institución monárquica es preciso exigirla no sólo la legitimidad de origen, sino la de ejercicio, sobre todo en la defensa de la unidad nacional, cada vez más amenazada.

De la misma forma, como también se profetizó en la revista, el fracaso del modelo de descentralización política resulta hoy evidente. El Estado de las autonomías no sólo no ha conseguido integrar a los nacionalismos periféricos catalán y vasco, sino que ha favorecido y consolidado las pulsiones secesionistas. Implica, además unos gastos económicos excesivos, que lo hacen a medio plazo inviable. Y su dialéctica intrínseca lleva a la “confederalización” y luego a la fragmentación. Este proceso ha dado la razón histórica a aquellos que, en los discursos previos a la aprobación del texto constitucional, como Fernández de la Mora y López Rodó, se mostraron opuestos a la pseudosolución autonomista. Por otra parte, el régimen del 78 ha sido incapaz de crear una simbología integradora como expresión de la unidad nacional. Hoy quizás sea ya tarde.

Además, durante estos años pesadillescos España ha sido uno de los países europeos que más se ha desindustrializado desde finales de los años setenta, so capa de la integración en la Comunidad Económica Europea. Un proceso que algún día habrá que analizar racionalmente y sin triunfalismos. España ha pasado de un 39% del PIB en 1975 a un 19% en la actualidad. Los artículos económicos de Juan Velarde, en la revista, deben ser consultados al respecto. Junto a ello, el denominado “invierno demográfico español”, denunciado y analizado en la revista por Alejandro Macarrón, que pone en cuestión, entre otras cosas, la continuidad social, cultural y los fundamentos del Estado social.

Al mismo tiempo, se ha ahondado la crisis de representatividad del régimen político vigente.  Hoy, el modelo democrático-liberal se encuentra en crisis en los países occidentales, a causa del proceso de globalización económica y el cuestionamiento del modelo de Estado-nación. El régimen político actual se presenta ante el conjunto de la población como cerrado, oligárquico, crasamente partitocrático. Los dos partidos hegemónicos, PSOE y PP, junto a los nacionalistas periféricos, han colonizado, como predijo Fernández de la Mora, el conjunto de las instituciones. La partitocracia ha llegado a tal extremo que, cuando se escriben estas líneas, la estabilidad política del país depende de la voluntad de un prófugo de la justicia como Carles Puigdemont, que, al paso que vamos, se convertirá, si Dios no lo remedia, en el próximo presidente catalán. No sabemos si de la Generalidad o de una eventual República catalana independiente. Me pregunto ingenuamente si hemos llegado ya al más alto nivel de cinismo político, como el protagonizado por Pedro Sánchez, o todavía queda un horizonte abierto a mayores cotas de ignominia. En realidad, tengo mis dudas, porque no me fío nada de la supuesta alternativa política representada, eso dicen, por Alberto Núñez Feijóo, sosias de su paisano Mariano Rajoy Brey.  Con el PP, cualquier cosa es posible. En el sentido negativo del término, se entiende.

A pesar de su lucidez, o quizás por ella, los diagnósticos y soluciones defendidos en las páginas de la revista, no han sido escuchados ni seguidos por el conjunto de las elites políticas y mediáticas que se dicen conservadoras. Sin embargo, hoy existe una clara renovación del campo político conservador, que seguramente ha de ser más receptivo a sus mensajes.  En cualquier caso, la lucha continúa. Es preciso pasar de la teoría a la acción.  Y Razón Española, renovada en sus dirección y colaboradores, seguirá en la brecha, como lo está desde hace cuarenta años.


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