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Eduardo García Serrano
Empezaron por traicionar a Francisco Franco para acabar traicionando a España. En los cuarenta y ocho años transcurridos desde la muerte del Generalísimo, la derecha española y sus muchas crisálidas han sido incapaces de entender que sus cotidianas negaciones primero, claudicaciones después y, finalmente traiciones a las palabras y a la obra, en definitiva a los paradígmas del Caudillo, no tenían más que un beneficiario, los enemigos de España: socialistas, comunistas y separatistas, convenientemente acompañados por sus bandas de pistoleros, hoy elevados a los altares de este modus democrático que, como una enfermedad autoinmune, ha acabado por devorar a la Patria.
La izquierda, astuta como la mano de un ratero, quebró el espinazo moral de la derecha hasta que ésta acabó pidiendo la vez para sumarse al coro de sicofantes que derraman sus mentiras excrementicias sobre la memoria de Francisco Franco como si fueran dogmas democráticos. La mentira y la traición al Caudillo alcanzaron el statu quo de salvoconducto democrático. Cuarenta y ocho años después de la muerte del César, la mentira y la traición a España acaban de ser bendecidas por un parlamento democrático uncido a la vileza y a la cobardía en una sesión de investidura aún más humillante y vergonzosa que la Claudicación de Bayona, en la que Carlos IV y Fernando VII uncieron a las espuelas de Napoleón Bonaparte la Corona de España.
El cónsul Quinto Servilio Cepión escupió en la cara de los asesinos de Viriato (a quien sólo la traición derrotó) la retribución de su vileza: “Roma no paga traidores”. España sí. He ahí a Pedro Sánchez y a sus cómplices democráticos. Consumatum est.