Voté NO. Tenía razón, por Eduardo García Serrano

Eduardo García Serrano

Tenía veintidós años y una Patria, algunas lecturas, bastantes más de las que tienen (¿) cualesquiera de los botarates que hoy vegetan en el Congreso de los Diputados, y la esperanza sin fe en un futuro sin el César. Entre saberes heredados, conocimiento adquirido, conductas ejemplares y principios transcendentes, leí la Constitución. Me acerqué a ella con el mito de Pandora gravitando en mi conciencia. Voté NO con el mismo convencimiento con el que Juré Bandera. Voté NO con la certeza moral que nos proporcionan las cosas que sabemos sin haberlas aprendido porque no las hemos vivido.

Los españoles, aún lo eran, a partir de entonces empezaron a dejar de serlo en el sentido histórico del gentilicio que bautizó a las generaciones que les precedieron, votaron afirmativamente la Constitución con el mismo entusiasmo con el que Pandora abrió la mitológica Caja que Zeus le ofreció como regalo de bodas, con la exigencia expresa de que no la abriese jamás, sabiendo que la tóxica curiosidad de Pandora era más fuerte que su miedo a los males que palpitaban en el vientre de la Caja.

Pandora liberó el mal tal y como los españoles aprobaron mayoritariamente, el 6 de diciembre de 1978, la destrucción de su Patria y de su Historia, de su Cultura y de su Idioma, al liberar en las urnas las nacionalidades de naciones inexistentes edificadas sobre agravios inventados y lenguas vernáculas que no van más allá de la cartografía aldeana y a las que se equipara con la universalidad de la Lengua en la que Dios le regaló a Cervantes el Evangelio del Quijote.

Ni hablo castellano ni creo que cualquier aldeano nacionalista tenga derecho a calzarse las botas de Bismarck proclamando nación al territorio en el que recoge bellotas, gobernando con la voluptuosidad de los catetos que se piensan nobles y con la traición implícita de los nobles que se sueñan reyes. Por eso voté NO. Tenía razón. Pero ni siquiera eso me consuela, porque en la Caja de Pandora de la Constitución ya no queda ni la Esperanza, que es lo único que aquella insensata griega pudo conservar en su interior para que sus compatriotas no perdieran ni la identidad ni la dignidad.


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