«La Hispanidad», por Rafael Gambra

Rafael Gambra

En «Revista Gladius», Año 8 – N°24 – 15 de agosto -1992, pp.59-61.

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«…Obra de españoles, fue la única colonización de la historia que no se llevó a cabo como sobre algo ajeno o extrínseco sino con una ya inicial interpenetración de razas y una transmisión profunda e indeleble de la fe cristiana».

El término Hispanidad parece que fue acuñado por Mons. Zacarías de Vizcarra, allá por 1920. Fue después divulgado por Ramiro de Maeztu en su bello libro Defensa de la Hispanidad.

Se inspiró este vocablo en el término Cristiandad que designó durante muchos siglos al conjunto de pueblos que aglutinó y civilizó la Iglesia durante la Alta Edad Media. Más o menos lo que hoy conocemos por Europa Occidental. El término tenía un significado territorial y cultural-religioso. La Cristiandad poseía una unidad religiosa en el cristianismo preluterano y una cierta unidad política en la diarquía Pontificado-Imperio. El Pontífice y el Emperador eran reconocidos en su seno como las máximas autoridades en lo religioso y en lo civil, sin perjuicio de la mayor o menor independencia que poseían los príncipes y señores territoriales. La Cristiandad poseía una lengua culta común, el latín, e instituciones comunes inspiradas por el genio del cristianismo. Sostenía también empresas comunes como las Cruzadas en Oriente y la Reconquista de España en Occidente.

En los albores de la Modernidad, poco antes de que la Reforma y las guerras de religión rompieran la unidad de la Cristiandad, se operó, con el descubrimiento de América, una rápida extensión de la Cristiandad católica a los inmensos territorios del otro lado del Océano. Aquel rebrote civilizador se realizó de modo semejante a como la Iglesia penetró de su fe y aglutinó, un milenio antes, al complejo mundo romano­ germánico. Obra de españoles, fue la única colonización de la historia que no se llevó a cabo como sobre algo ajeno o extrínseco sino con una ya inicial interpenetración de razas y una transmisión profunda e indeleble de la fe cristiana. Los reyes de España consideraron desde un principio a los indios como súbditos suyos y dotaron a aquellos territorios de las mismas instituciones de la Península y de análogos templos y universidades. A este mundo nuevo, que hubiera podido llamarse Nueva Cristiandad, es a lo que Maeztu llamó más propiamente Hispanidad.

Este nombre, sin embargo, ha conocido una difusión cultural de matiz hispanizante y católico, pero no ha prevalecido como designación de los inmensos territorios que se extienden desde los confines de California y Nuevo México hasta el Cabo de Hornos. Durante siglos se conoció a este ámbito como las Indias Occidentales, Hispanoamérica o América española. El término de Hispanidad, aparte de su significación cultural y religiosa, pretendía englobar también a las Filipinas, en Oceanía.

En el siglo pasado se extendió el término Iberoamérica para designar a aquellos países ultramarinos, y el de Península Ibérica para la Península Hispánica. Se pretendía con esta designación prerromana, aparte de disimular las connotaciones religiosas e históricas del hispanismo, englobar en él a Brasil, obra de los portugueses en América. Nada, sin embargo, más absurdo, puesto que portugueses y gallegos fueron en su origen celtas o galos, de ninguna manera iberos. Si de algún nombre hubieran podido legítimamente disentir los brasileños es del de iberos.

No así del de hispanos. Hispania fue esta península en la época romana y durante toda la Edad Media y avanzada la Moderna. El principal filósofo portugués del Medievo, que fue Papa al final de su vida con el nombre de Juan XXI, fue universalmente conocido como Petrus Hispanus.

Recordemos el famoso «brindis del Retiro» que hizo Menéndez Pelayo con ocasión del 2° Centenario de Calderón de la Barca: «Brindo por los catedráticos lusitanos que han venido a honrar con su presencia esta fiesta y a quienes miro y debemos mirar como hermanos, por lo mismo que hablan una lengua española y pertenecen a una raza española; y no digo ibérica porque estos vocablos de iberismo y de unidad ibérica tienen no sé qué de mal sabor. Sí, española, lo repito, que españoles llamó siempre a los portugueses Camoens; y aún en nuestros días Almeida Garret, en las notas de su poema “Camoens”, afirmó que “españoles somos y que de españoles nos debemos preciar todos los que habitamos en la Península”». Son los mismos sentimientos que animaron a Oliveira Martins y lo que hizo escribir más tarde a Sardinha: «la unidad hispánica exige que los dos pueblos se mantengan libres en su gobierno interior aunque unidos militar y políticamente en defensa de un patrimonio común que a ambos pertenece». Es también lo que hizo a Oliveira Salazar en uno de sus últimos discursos referirse a la Península Hispánica como la meta final de las sucesivas invasiones medievales desde Oriente a Occidente.

Posteriormente ha hecho fortuna una designación del mundo hispanoamericano aún más absurda e hiriente para la sensibilidad española: la de América Latina. Dos motivaciones pueden descubrirse en esa exótica designación: la enemistad ancestral de los anglosajones hacía el nombre y el recuerdo de España, y el prurito de franceses e italianos por atribuirse parte de la gran empresa civilizadora. Es cierto que países como Argentina han recibido una fuerte inmigración italiana, pero tales contingentes humanos llegaron «a la hora de comer», no a la de conquista y evangelización. Qué tenga que ver la Latinidad con la obra de España en América es algo de difícil captación.

En la unidad hispánica se fundó la hegemonía de la Península durante el siglo XVI, y el hispanismo trasladado a aquellas ubérrimas tierras constituye hoy la principal esperanza humana para la resurrección en el mundo de la fe católica y, con ella, de la verdadera civilización. Creo, pues, que el nombre que mejor conviene a ese inmenso ámbito que habla y reza en castellano y en portugués es el de Hispanidad.

 


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