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Luis Felipe Utrera-Molina Gómez
Hace tres años, el mediático párroco de la Iglesia madrileña de San Francisco de Borja, José María Rodríguez Olaizola, SJ, se negó a celebrar una misa funeral en sufragio del que fuera Jefe del Estado Español y Generalísimo de los ejércitos, D. Francisco Franco Bahamonde y por su hija (feligresa de dicha parroquia), a petición de uno de sus nietos, lo que motivó que tuvieran que acudir a otra parroquia para celebrar una eucaristía por sus deudos.
No contento con ello, en el año 2022, desmintió a un medio de comunicación que se hubiese celebrado una misa en sufragio de Franco en su parroquia, pese a que decenas de asistentes dieron fe de que el también jesuita Padre Postigo había ofrecido el día 19 de noviembre una misa por Francisco Franco y José Antonio Primo de Rivera en la capilla del Santísimo. El medio de comunicación, por cierto, se negó a desmentirlo porque el periodista en cuestión había asistido a la misa.
Este es sólo un ejemplo de los muchos que se repiten desde hace años a lo largo y ancho de la geografía patria y que deben ser denunciados en alta voz por la significación religiosa y moral que conllevan.
Desde su fundación hace más de dos mil años, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido oraciones por la salvación de sus almas, consciente de que, por medio del Sacrificio Eucarístico, la purificación de los difuntos puede lograrse. El Catecismo Católico en el artículo 3, enseña que la santa misa trasciende el tiempo y el espacio, uniendo a los fieles que están en el cielo, en la tierra y en el purgatorio en una comunión santa. Y la santa eucaristía, por sí misma, aumenta nuestra unión con Cristo, borra pecados veniales, y nos preserva del pecado mortal en el futuro.
En definitiva, el ofrecimiento de misas por los fieles que ya han fallecido es un acto santo y debido por todo buen cristiano, por lo que la negativa de un sacerdote a celebrar la Eucaristía es, como mínimo, un grave acto de impiedad y un incumplimiento inexcusable de sus obligaciones como pastor.
Pocos recuerdan ya que la Compañía de Jesús fue disuelta en enero de 1932 por el Gobierno de Manuel Azaña, en aplicación del artículo 26 de la Constitución republicana que declaraba disueltas aquellas órdenes religiosas que impusieran un voto especial de obediencia a autoridad distinta de la legítima del Estado. La disolución afectó a los 3.622 jesuitas españoles y, de la noche a la mañana, se clausuraron y nacionalizaron 80 casas en España, 2 universidades, 3 seminarios, 21 colegios de enseñanza secundaria, 163 de enseñanza elemental y profesional, conventos y casas de ejercicios, 19 templos, 47 residencias, 33 locales de enseñanza, 79 fincas urbanas y 120 rústicas. Se incautaron también saldos de cuentas bancarias y valores mobiliarios y todos sus bienes pasaron a manos del Estado.
En mayo de 1938, en plena guerra, Franco derogó el decreto de 1932, devolvió a la Compañía todas las propiedades incautadas por la República y parte del patrimonio incautado por Carlos III en 1772. En señal de agradecimiento, el entonces General de la Compañía, el P. Ledochowski añadió el nombre del Generalísimo al de los fundadores y grandes benefactores de la Compañía y, posteriormente, en 1943, el P. Magni, Vicario General, hizo llegar al Generalísimo un documento por el que la Compañía le agradecía el inmenso beneficio de la devolución de todos los bienes que la revolución le había arrebatado. En dicho documento –conocido como “Carta de hermandad”- se le comunica que se le hacía «participante de todas las Misas, oraciones, penitencias y obras de celo que por la gracia de Dios se hacen y en adelante se harán en nuestras Provincias de España».
Con tan alta y excepcionalísima distinción, la Compañía de Jesús cumplía con lo previsto en el capítulo I de la IV Parte de sus Constituciones “De la memoria a los fundadores y bienhechores”, afirmando que “es muy debido corresponder de nuestra parte a la devoción y beneficencia que usan con la Compañía”.
No fue éste, sin embargo, el único favor que recibió de Franco la Compañía de Jesús. En 1968, el Generalísimo intervino directamente, a petición del Rector de la Universidad Pontificia de Comillas, P. Baeza para lograr el traslado de las facultades a Madrid, lo que provocó, no sólo que éste le renovase “mi gratitud que es mía muy especial pero que es de nuestra Compañía, a la que en plena Cruzada V.E. restauró en España y le devolución sus bienes y personalidad jurídica”, sino una carta personal de gratitud del P. Arrupe que terminaba así: “En mis oraciones tengo siempre muy presente la persona y las intenciones de Vuestra Excelencia”.
Nadie puede negar, con un mínimo de rigor, que la Iglesia católica, con cerca de 8.000 sacerdotes y religiosas martirizados en la guerra civil (entre ellos 119 jesuitas que decidieron quedarse en la clandestinidad) consideró a Franco como su salvador, entre otras cosas, porque los obispos de entonces (13 de ellos fueron brutalmente asesinados) tenían muy presente la horrenda masacre que acababan de sufrir.
No en vano, Francisco Franco fue distinguido por el papa Pío XII con el collar de la Orden Suprema de Cristo en 1953, meses antes del Concordato de 1953. Ese collar y su ingreso en la Milicia de Cristo era la máxima distinción pontificia, creada para reconocer y premiar especiales servicios prestados a la Iglesia.
Sólo el himalaya de mentiras que durante estos 49 años se ha edificado sobre la figura de Franco hasta demonizarla y hacerla irreconocible, explica que haya sacerdotes hoy que, por pura cobardía terrenal, olviden sus piadosas obligaciones, pues ni fueron perseguidos, ni vieron sus iglesias y bibliotecas incendiadas, ni tuvieron que recoger en las cunetas los cadáveres de sus hermanos mártires.
Una misa no es ningún homenaje, como señalan hoy algunos ignorantes de la izquierda, rasgándose las vestiduras por el hecho de que se celebren misas por Franco. Al contrario, supone un acto de piedad por el difunto, pues parte del reconocimiento la necesidad de su purificación para entrar en el reino celestial. Negarse a celebrarla, como hacen algunos sacerdotes en el caso de Francisco Franco, aduciendo las más peregrinas excusas para justificar su cobardía ante el poder establecido, es un acto gravemente desordenado, merecedor del mayor de los desprecios por parte de los fieles y del que algún día habrán de rendir cuentas ante Dios. Pero, más allá de la significación religiosa, se trata de un acto moralmente despreciable por lo que supone de colosal ingratitud hacia quien prestó a la Iglesia Católica tantos servicios impagables.