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El Alcázar de Toledo 1936. El silencio de las campanas, por Miguel Espinosa García de Oteyza
Miguel Espinosa García de Oteyza
Escritor
A decir verdad, uno no se sentía como pez en el agua en medio de aquellos tiburones financieros.
Yo entonces era un joven «bróker» que trabajaba en la mesa de dinero de una sociedad de valores y bolsa.
Por esas fechas, «Wall Street», la película de Oliver Stone, arrasaba en los cines y la imagen de Michael Douglas con el pelo engominado, camisas celestes de cuello blanco y tirantes, era imitada por los yuppies de medio mundo.
Con nuestra firma, sin embargo, operaba un intermediario mucho menos glamuroso: Baltasar Egea, que años más tarde, acorralado por sus acreedores, saltaría a las primeras páginas de los periódicos tras suicidarse, no sin antes matar a su mujer y su hijo -la asistenta halló los tres cadáveres con un tiro en la cabeza sobre la cama de su casa de la Moraleja-, arrastrando a la sociedad a la quiebra y poniendo punto final a lo que en España se llamó la «cultura del pelotazo».
Pero esa ya es otra historia…
Aquella calurosa tarde del mes de agosto, al terminar la jornada laboral, me fui caminando por las elegantes y semidesiertas calles del barrio de Salamanca con el «Expansión» doblado en la mano desde la oficina, sita en el número 20 de la calle Ortega y Gasset -frente a la cafetería VIPS-, a visitar a mi madrina, Inmaculada Van den Brule, viuda de Miguel García de Oteyza, el hermano predilecto de mi madre, fallecido prematuramente tras contraer la tuberculosis en la Guerra Civil.
Al llegar a su casa, en Núñez de Balboa, su doncella ecuatoriana me informó de que mi tía acababa de telefonear desde la embajada de Brasil, donde fungía de jefa de protocolo, diciendo que no vendría a cenar.
Cuando ya me retiraba, apareció en el vestíbulo su madre, una venerable anciana, espigada y distinguida, con un vestido negro y el cabello gris recogido en un moño, insistiéndome en que pasara al salón, como si tuviese la imperiosa necesidad de que la acompañase justo ese día.
Aunque apenas nos conocíamos -sólo habíamos coincidido en algún señalado acontecimiento familiar- y pese a la notable diferencia de edad -nos separaban alrededor de sesenta años-, enseguida se estableció entre nosotros una curiosa sintonía.
Se llamaba María Asunción Gómez de Llarena y dada su provecta edad, mi tía se la había llevado recientemente a vivir a su casa.
Tras acomodarnos ambos en sendas butacas, comenzamos hablando de cosas intrascendentes hasta que al cabo de un rato, ella se abrió en canal y rememoró conmigo la apasionante historia de su vida y, sobre todo, cuanto aconteció en Toledo el turbulento verano del 36 que marcó para siempre su biografía.
Y es que el destino quiso que precisamente ese día, 29 de agosto, festividad de la degollación de San Juan Bautista, se cumpliera el aniversario de la muerte de su marido, asesinado por los milicianos de la FAI en los primeros compases de la Guerra Civil.
Pero no adelantemos acontecimientos…

Alfredo Van den Brule
La vida de María Asunción estuvo estrechamente ligada a Toledo, donde conoció al que sería su esposo, Alfredo Van den Brule, con quien contrajo matrimonio en la iglesia de Santa Leocadia y dio a luz siete hijos, de los cuales mi madrina fue la primogénita. Aunque residían en la plaza de Santa Cruz, en el corazón del barrio de Judería, pasaban los veranos en el cigarral de María Inmaculada, a los pies de la carretera de Piedrabuena, junto a dos ilustres vecinos: el doctor Gregorio Marañón y Salvador de Madariaga.
Si bien aquella calurosa tarde del mes de agosto, María Asunción me habló con entereza de sucesos espeluznantes mientras sacudía rítmicamente el abanico de tela que reposaba sobre su regazo, o aplacaba su sed dando leves sorbos a un vaso de agua, sólo la vi emocionarse en dos ocasiones: al mostrarme una añeja fotografía de su esposo que guardaba en el bolso -los lentes redondos, la mirada bondadosa y un poblado bigote- y al evocar aquella finca señorial donde pasaban las vacaciones estivales hasta que todo se vio abruptamente interrumpido por la Guerra Civil el trágico y sangriento verano del 36, como si la felicidad -ay- fuese una moneda al aire que tuviera otra cara: la del horror y el espanto.
Aunque los suegros de María Asunción pertenecían a una familia de alcurnia -Adolfo Van den Brule era ingeniero de minas y fue nombrado camarero de capa y espadas por el Papa León Xlll, siendo el propio Pontífice quien le casó en Roma con Saleta Cabrero, hija del embajador de España ante la Santa Sede-, su marido se distinguió siempre por su extraordinaria afabilidad y cercanía. Abogado de profesión, Alfredo Van den Brule fue edil con apenas veinticinco años, y alcalde de Toledo durante un breve pero intenso período de tiempo -trece meses-, cuando declinaba el reinado de Alfonso XIII y era jefe de Gobierno el general Dámaso Berenguer. Además de su eficaz gestión en el ayuntamiento -reconocida por propios y extraños y desde donde defendió con ahínco la permanencia de la Academia de Infantería en El Alcázar, que tanta importancia tuvo en la Guerra Civil- siempre dejó tras su paso una estela de humanidad.
Tal y como cuenta el periodista y escritor Enrique Sánchez Lubián en su magnífico artículo «Alfredo Van den Brule, el alcalde de la concordia. (1930 -1931).Toledo de la Monarquía a la República», publicado en la revista «Archivo Secreto», donde persigue como un sabueso el rastro de su vida, en un célebre bando nuestro protagonista solicitó a los comerciantes juguetes para que en esas fechas no se quedara sin regalos ningún hogar. Asimismo, con motivo del homenaje que en 1930 le tributaron a Alfredo Van den Brule en su ciudad natal, proclamó: «Soy católico, apostólico y romano; y lo soy por convicción porque el cristianismo es la religión en la que prevalece el amor sobre el odio, la igualdad sobre la injusticia y la caridad sobre la venganza». Palabras con las que quedó señalado a ojos de la izquierda más montaraz y anticlerical. El 14 de abril de 1931, al proclamarse la ll República, Alfredo Van den Brule -dada la acrisolada lealtad a sus principios monárquicos-, renunció a su bastón de mando, pese a las demandas de los toledanos para que siguiera en el cargo.

Mientras el Rey Alfonso XIII partía a Cartagena, rumbo al exilio, el secretario del colegio de abogados y jefe local de Izquierda Republicana, Cándido Cabello, presentó en la balconada del ayuntamiento al flamante alcalde, el socialista José Ballester Gozalvo, no sin antes ensalzar la encomiable labor desempeñada al frente del consistorio por Alfredo Van den Brule. Y es que Toledo siempre ocupó sus afanes y desvelos. Mientras la banda de la Academia de Infantería, en medio de un clima de euforia, interpretó el himno de Riego y La Marsellesa, tremolaron las banderas tricolores y la muchedumbre enardecida daba vítores a la República, en el semblante de Alfredo Van den Brule poco a poco fue dibujándose un rictus de preocupación, como si tuviera un negro presagio. Y así se lo hizo saber a su esposa.
Cuando cinco años más tarde estalló la Guerra Civil, el hermano de María Asunción, Joaquín Gómez de Llarena, eminente geólogo e intelectual, miembro del consejo de Acción Republicana -embrión de Izquierda Republicana-, amigo personal del entonces presidente de la República, Manuel Azaña, y de José Giral -a la sazón presidente del Gobierno y al que había tratado asiduamente en la junta del Ateneo-, alarmado por el cariz que estaban tomando los acontecimientos -Toledo se había convertido en una ciudad sin ley-, sugirió a su cuñado, a instancias del propio Azaña y de Giral, que abandonase nuestro país más pronto que tarde y se refugiara en Francia donde residían sus parientes, por lo que pudiera pasar…No en vano, su padre era natural de Arrás. Pero Alfredo Van den Brule adujo que Toledo era su ciudad, donde había nacido, por la que había luchado infatigablemente y no tenía nada de lo que avergonzarse y menos huir a ninguna parte. Aún así, Azaña, temiendo por su vida, insistió en que lo ingresaran en la prisión provincial, práctica muy común esos días en los cuales paradójicamente las cárceles eran lugares más seguros que las calles, donde reinaba la anarquía. Allí, en la prisión provincial, Alfredo Van den Brule coincidió con los hijos del coronel Moscardó, detenidos al iniciarse la contienda en los aledaños de su domicilio, y con el deán de la catedral, José Polo Benito.
Como es sabido, en los primeros días de la guerra, Toledo quedó bajo el dominio de los republicanos, salvo El Alcázar, sede de la Academia de Infantería, Caballería e Intendencia, donde al mando del coronel Moscardó permaneció encerrada una guarnición militar con sus familias, protagonizando la mayor epopeya de la Guerra Civil.
El 23 de julio, el coronel Moscardó recibió una llamada de Cándido Cabello, quien tras identificarse como jefe de las milicias y culparlo de los crímenes que se estaban cometiendo esos días en Toledo, le amenazó con fusilar a su hijo Luis, al que tenía a su lado, si en un plazo máximo de diez minutos no entregaba las armas.
La respuesta de Moscardó no se hizo esperar.
– Puede ahorrarse los diez minutos porque El Alcázar no se rendirá jamás.
Cándido Cabello entonces le puso a su hijo al aparato para conmoverlo pero el coronel no flaqueó.
– Muere como un hombre gritando ¡Viva España!- le exhortó.
La ejecución de Luis Moscardó Guzmán no se materializó por el momento.
En el patio de la prisión provincial, antiguo claustro del convento de San Gil, fundado por los franciscanos descalzos en el siglo XVII, pasó largas horas Alfredo Van den Brule dando ánimos a los hijos del coronel Moscardó, Carmelo -casi un adolescente-, y Luis, sobre cuya cabeza pendía la espada de Damocles, aunque…¿ quién se libraba de una amenaza latente de muerte aquellos días de ruido y furia?
Cuando rodeados por los gruesos muros de la cárcel avistaban los trimotores del ejército republicano surcando el cielo raso de Toledo precedidos por su zumbido dirigiéndose a El Alcázar, se les encogía el corazón. Tan sólo podían hacer una cosa: rezar. Y rezar es lo que hacía día y noche Alfredo Van den Brule que llevaba cosida en el forro del pantalón la medalla de la Virgen del Recuerdo, por la que desde niño sentía devoción. O buscar auxilio en el deán de la Catedral, el erudito José Polo Benito, miembro de la Real Academia de Bellas Artes de Toledo, al que confesó haber ofrecido su vida a Dios antes de que causaran daño alguno a los suyos.
Durante las largas noches de insomnio, mientras escuchaba con el alma en vilo, tendido en un jergón, las detonaciones de los proyectiles repelidos por las paredes del Alcázar, no se quitaba de la cabeza a María Asunción y sus siete hijos, del mismo modo que ellos no dejaban de pensar en él. A veces se asomaba al ventanuco de la celda y con la cabeza encajada en los barrotes contemplaba sobrecogido el resplandor de las llamas de las iglesias ardiendo en la oscuridad.

De las atrocidades cometidas aquellos días en Toledo da fe la truculenta y horripilante fotografía de Alfonso Sánchez Portela, en la que un grupo de milicianos posa ufano con las momias de unas monjas cuyas tumbas fueron profanadas en el convento de la Concepción tras ser vilmente asesinadas. Sólo en dos meses, ejecutaron más de cien religiosos en la ciudad imperial.
Aunque el gobierno de la República había trasladado a Toledo piezas de gran calibre, pronto comprendieron que dada la numantina resistencia que oponían los defensores del Alcázar, la mejor opción sería volarlo. Procedentes de Asturias, mineros comunistas y anarquistas, arengados por Dolores Ibárruri, «La Pasionaria», arribaron a la ciudad del Tajo con la misión de cavar dos túneles hasta los pies de la majestuosa fortaleza enclavada sobre las rocas para hacerla saltar por los aires.
El 23 de agosto, cuando el país todavía seguía conmocionado por la matanza perpetrada la noche anterior en la cárcel Modelo de Madrid, donde aprovechando el desconcierto provocado por un incendio que los bomberos intentaban sofocar, las hordas anarquistas asaltaron la prisión, asesinando a una treintena de personalidades conservadoras, entre quienes figuraba el ex presidente del Congreso de los Diputados, Melquíades Álvarez, no muy lejos de allí, en Toledo, otra turba enfurecida por las víctimas que había causado un bombardeo en el bando republicano- sobre cuya autoría algunos historiadores discrepan- irrumpió en la prisión provincial y con la excusa de que iban a trasladarlos al penal de Ocaña, sacaron al patio -maniatados de dos en dos- a sesenta reclusos, entre los cuales se hallaban los hermanos Moscardó, el deán de la Catedral y Alfredo Van den Brule. En medio del tumulto, un miliciano apodado «el granadino», se apiadó del hijo menor de Moscardó, permitiéndole regresar a su celda al tiempo que en una suerte de canje macabro lo sustituía por el deán de la Catedral. Providencialmente, otro miliciano reconoció a Alfredo Van den Brule, al que apreciaba, dejándolo, ante su perplejidad, marchar escoltado hasta el cigarral. A continuación, los sesenta presos fueron conducidos al patíbulo mientras el deán de la Catedral, entre las mofas de los milicianos, rezaba en voz alta hasta que arribaron a la Puerta del Cambrón. Allí los dividieron en dos grupos: unos fueron acribillados a balazos con fusiles y ametralladoras junto a la Fuente del Salobre; y los otros, frente a los muros del matadero municipal, entre los que se hallaban Luis Moscardó Guzmán y el deán de la Catedral, que fue rematado con saña por un miliciano a culatazos.
En 2007, José Polo Benito fue beatificado en Roma junto a otros mártires por el Papa Benedicto XVI.
Ya en el cigarral, arropado por los suyos, Alfredo Van den Brule atribuyó lo sucedido a un milagro de la Virgen del Recuerdo, aunque no se quitaba de la cabeza a sus compañeros de prisión que no corrieron la misma suerte. Sin embargo, apenas una semana más tarde, el sábado 29 de agosto, a primera hora de la mañana, cuando las chicharras estridulaban con fuerza haciendo presagiar un día de sofocante calor, aporrearon la puerta del cigarral. Los visitantes eran una docena de milicianos de la F.A.I., enmascarados y armados hasta los dientes, entre los que Alfredo Van den Brule reconoció con estupor a algunos de los trabajadores de la finca, conminándole a acompañarlos.
«Los actos son nuestro símbolo», afirmó Borges.
Consciente de que había llegado su hora y, por consiguiente, lo único que le quedaba ya por hacer en esta vida era morir con dignidad dando ejemplo a su familia, con una serenidad pasmosa se fundió en un abrazo con su esposa y luego se despidió uno a uno de sus hijos rogándoles a todos ellos que fuesen buenos cristianos y perdonasen a sus enemigos. Sólo cuando uno de los pequeños se arrojó a los pies de un miliciano implorando clemencia y fue apartado a manotazos y empellones, se encaró con él. Rodeado de aquellos sujetos siniestros y justo antes de salir a la carretera de Piedrabuena, Alfredo Van den Brule aún tuvo tiempo de girar la cabeza e intercambiar una mirada furtiva -y desgarradora- con su esposa, que supo que ya nunca más lo volvería a ver. Esa misma tarde, mientras María Asunción rezaba el rosario en el cigarral con el corazón en un puño, las chicharras redoblaron su canto estridente, machaconamente, hasta formar un coro atronador e insoportable que enmudeció de golpe cuando no muy lejos de allí, en las inmediaciones del Monasterio de San Juan de los Reyes, sonó la ráfaga de disparos que segó la vida de Alfredo Van den Brule y otros treinta hombres.
Apenas unos días después, con un salvoconducto firmado de puño y letra por Manuel Azaña, una comitiva luctuosa de tres vehículos, escoltada por policías de paisano y milicianos de la CNT -que hallaron la vía expedita levantando el puño en cada control o mostrando la pertinente documentación- se desplazó desde Toledo a Madrid. En su interior iba María Asunción Gómez de Llarena -ya viuda- devastada por el dolor y la rabia, agarrada al asidero del coche, en compañía de su hermano Joaquín, consternado, y de Madeleine Brossiere, la institutriz francesa que en medio de un paisaje inhóspito y desolador intentaba consolar inútilmente a sus hijos, la mayor de las cuales -insisto- era Inmaculada, mi madrina, y apenas contaba quince años. Desde Madrid, la expedición partió a Alicante donde embarcaron en el crucero «Wolwich» y tras bordear las costas de España que poco a poco iban tiñéndose de sangre, llegaron a Inglaterra.
Posteriormente zarparon a Marsella, concluyendo el periplo por carretera en Montpelier, donde fueron acogidos calurosamente por sus parientes y asistieron expectantes, desde la distancia, entre la angustia y la zozobra, a cuanto acontecía en su añorada España.

A principios del mes de septiembre llegaron malas noticias para el gobierno del Frente Popular: Talavera de la Reina, bastión republicano, había sido tomado por los nacionales. José Giral -máximo responsable de haber sacado a los reclusos de las cárceles y de entregar las armas al pueblo-, muy cuestionado, presentó la dimisión, y Azaña lo reemplazó por Francisco Largo Caballero, que tenía entre ceja y ceja vencer la batalla de Toledo, de la que estaba pendiente el mundo entero.
En más de una ocasión, el flamante presidente del Gobierno se desplazó desde la capital de España hasta la ciudad de las tres culturas para supervisar «in situ» las obras de los mineros, que trabajaban a destajo.
Aún así, el gobierno de la República llevó a cabo un último intento para que el Alcázar capitulara enviando al comandante Vicente Rojo -que había impartido clases en la Academia- a negociar con los rebeldes. Provisto de una bandera blanca entró por la puerta de carros y fue guiado por dos oficiales con los ojos vendados hasta el despacho del coronel Moscardó, al que comunicó -a fin de socavar su moral-, que el ejército de Franco avanzaba con lentitud y los mineros no se daban tregua, proponiéndole evacuar a las mujeres y los niños si deponía las armas; pero el coronel Moscardó y los suyos estaban dispuestos a morir con las botas puestas…
Moscardó sólo le pidió un sacerdote para bautizar a dos niños recién nacidos y celebrar una misa.
Dos días después, el canónigo Vázquez Camarasa -afín a la causa republicana- se personó en la ciudadela portando un crucifijo en la mano y durante la homilía dio a entender a los feligreses que indefectiblemente morirían, con lo cual tuvieron la surrealista sensación de presenciar su propio funeral. En los días posteriores, las máquinas compresoras continuaron horadando el subsuelo, escuchándose cada vez más cerca, hasta que intramuros se hizo un silencio espeso e inquietante avisando a los defensores del Alcázar de que se aproximaba el momento del desenlace. La noche del 17 de septiembre, los serenos pregonaron que al día siguiente harían explosionar las minas que contenían 2.500 kilos de trilita cada una, advirtiendo a los vecinos del peligro que corrían sus vidas por los efectos devastadores de la onda expansiva. No pocas familias conservadoras que habían permanecido agazapadas en sus viviendas, entraron en pánico y salieron a la calle donde fueron pasadas por las armas en una noche de cuchillos largos. A la mañana siguiente, en medio de una inusitada expectación y acompañado por un séquito de periodistas extranjeros a los que había convocado para la ocasión, llegó Largo Caballero a Toledo frotándose las manos para contemplar desde un observatorio la voladura del Alcázar. Tras accionar la palanca un minero, se escuchó un estruendo ensordecedor haciendo temblar los cimientos de numerosas viviendas a la vez que se levantaba una gigantesca y densa nube de humo negro que tardó un buen rato en disiparse. Sin embargo, el resultado no fue el esperado…

La torre sudoeste se derrumbó por completo muriendo los dos centinelas en el acto pero los cascotes sirvieron a los defensores de parapeto desde donde dispararon a placer a los asaltantes que se vieron atrapados en los cráteres como en una ratonera. Por el flanco norte, en cambio, los atacantes hallaron una brecha que les permitió, tras arrojar granadas y cartuchos de dinamita acceder hasta el mismo patio del Alcázar, donde se libraron feroces combates cuerpo a cuerpo, a bayoneta calada. Un miliciano incluso llegó a clavar entre las ruinas una bandera roja con la hoz y el martillo pero fue rápidamente arrancada. Los tanques se toparon con los cascotes y no tuvieron más remedio que recular así como el resto de los milicianos que se batieron en retirada. La jornada, por consiguiente, se saldó con un estrepitoso fracaso para el bando republicano del que fueron testigos numerosos medios extranjeros y rearmó moralmente a los nacionales.
Largo Caballero se había quedado con la miel en los labios…
Entretanto, el ejército de África avanzaba con paso firme. Después de tomar Maqueda, un pueblo situado a menos de cuarenta kilómetros de la ciudad imperial -a cuya salida hay una carretera que se bifurca, indicando una dirección Madrid y otra Toledo-, Franco se encontró ante una encrucijada que pudo cambiar el devenir de la guerra y de la Historia de España, y optó -con la oposición de Yagüe- por socorrer a los heroicos defensores del Alcázar a los que había prometido no abandonar a su suerte, encomendando la ardua tarea al bilaureado general Varela al tiempo que posponía la liberación de la capital de España, una decisión controvertida si bien todo apunta que tomar una ciudad de más de un millón de habitantes con apenas veinticinco mil efectivos hubiera sido una misión asaz complicada. Cuando las columnas de Varela llegaron a los suburbios de Toledo, los combates fueron encarnizados. También en la plaza de toros, en el cementerio, en el colegio de huérfanos de los hermanos maristas, incluso en las propias viviendas se sucedieron escenas dantescas resolviéndose no pocas veces con armas blancas. A la desesperada, cuando ya resonaban en el cielo de la plaza de Zocodover las cornetas de los Regulares de Tetuán, los milicianos del Frente Popular rociaron de gasolina la puerta principal del Alcázar y luego la prendieron fuego, originando un incendio pavoroso. Acto seguido muchos de ellos huyeron por el puente de San Martín o cruzando el Tajo pero como algunos no sabían nadar se quitaron la vida mientras otros perecían ahogados…
El asedio había terminado.
Entre los escombros emergieron como espectros, los aguerridos defensores del Alcázar, demacrados y harapientos, con las cabezas vendadas, los brazos en cabestrillo o cojeando, y se fundieron en efusivos abrazos con los Regulares de Tetuán, que les habían devuelto a la vida. El 28 de septiembre, el coronel Moscardó, en presencia del general Varela, con la guarnición en perfecta formación, dio un paso al frente y tras cuadrarse pronunció la frase que ha pasado a la Historia:
– Sin novedad en El Alcázar, mi general.
Apenas veinticuatro horas después, Francisco Franco llegó a la fortaleza derruida y tras felicitar a sus defensores por su fe en la victoria, su coraje y su valentía, se paseó por encima de los escombros humeantes alzando el mentón y con el porte erguido. Las imágenes filmadas se proyectaron en los noticiarios de las salas de cine del mundo entero suponiendo un golpe de efecto a nivel internacional. La contienda había dado un vuelco espectacular. Franco afirmó en un corrillo delante de Moscardó y Varela.
– Liberar El Alcázar es lo que más he ambicionado en mi vida. La guerra está ganada. Y así fue…
Aunque todavía tuvieron que transcurrir casi tres años de cruentas batallas que vistieron de luto las calles y las plazas de los pueblos de España. En puridad, Franco ya era «primus inter pares» pero poner fin al asedio, un personalísimo empeño suyo, lo invistió definitivamente de «auctoritas» ante el resto de los generales sublevados. El 1 de octubre, en el aeródromo de Salamanca, la Junta de Defensa Nacional nombró a Francisco Franco Bahamonde, Jefe del Estado y Generalísimo de los Ejércitos y a partir de entonces regiría los destinos de España durante casi cuatro décadas.
Sobre las ruinas de aquella fortaleza, por tanto, comenzó a edificar su Régimen.
Para la Historia ha quedado el gesto de Moscardó, y la gesta de los heroicos defensores del Alcázar que durante más de dos meses soportaron estoicamente las acometidas de los milicianos del Frente Popular, sin apenas víveres, alimentándose a base del trigo de un depósito cercano y de los caballos de la Academia -quedando de los casi doscientos equinos que había al inicio del asedio sólo vivo un pura sangre cuando fueron liberados-, racionando el agua -un litro por persona para consumo y aseo diario-, resistiendo altísimas temperaturas en medio de ese secarral que era Toledo el largo y cálido verano del 36 en el que llovió un sólo día.
La fortaleza, en fin, fue bombardeada más de una treintena de veces…Más allá de la épica del Alcázar, del mito y de la leyenda, su liberación se convirtió en la madre de todas las batallas de la Guerra Civil no tanto por su valor estratégico como simbólico. Y es que para muchos, lo que se dirimía en Toledo era mucho más que auxiliar una fortaleza sitiada, se trataba, simple y llanamente, del ser o no ser de España.
Al concluir la guerra, el hermano de María Asunción, Joaquín Gómez de Llarena, se exilió en Alemania y tras contraer matrimonio con una médico germana, Magdalena Riemann, impartió clases de español en Leipzig y Frankfurt, regresando años más tarde a nuestro país donde continuó ejerciendo con brillantez su profesión. El año 1941 hallaron los resto mortales de Alfredo Van den Brule en una fosa común en las inmediaciones del Monasterio de San Juan de los Reyes, junto a otros treinta cadáveres. No fue difícil reconocerlo: a su lado encontraron la medalla de la Virgen del Recuerdo a la que sin duda se aferró segundos antes de ser acribillado a balazos aquella calurosa tarde del mes de agosto.
María Asunción volvió a España con su familia al terminar la contienda viéndose obligada con no poco dolor a malvender el cigarral donde fueron tan felices aunque legó a sus siete hijos un patrimonio infinitamente más valioso: su superioridad moral. Uno de ellos, Joaquín Van den Brule, miembro del consejo privado de don Juan de Borbón, porfió hasta el fin de sus días para que en Toledo se erigiera por suscripción popular un obelisco o una llama votiva a favor de la reconciliación de todos los españoles.
Aquella calurosa tarde del mes de agosto fue la última vez que vi a María Asunción Gómez de Llarena. Solo unas semanas después falleció, a buen seguro en paz consigo misma tras haber cumplido fielmente lo que le pidió su marido: ser una buena cristiana y perdonar a sus asesinos. Y es que ella no quiso convertirse, como la mujer de Lot, en una estatua de sal. No en vano, la capacidad de perdonar proviene del término hebreo «rechem» y significa útero, es decir, vida nueva.
Probablemente, antes de morir vinieron a su mente las imágenes de aquel arcádico cigarral de María Inmaculada: las luminosas mañanas de domingo leyendo la prensa junto a su marido mientras se balanceaban suavemente en las mecedoras; las risas de sus hijos correteando entre los olmos, los enebros y los olivos de aquel exuberante vergel; el frescor de la brisa del Tajo al atardecer; y, cómo no, el canto estridente de las chicharras, la banda sonora de su vida…
