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UNA IGLESIA MENGUANTE . Por Jaime Alonso
Viviendo lo que el arzobispo de Madrid, Sr. Cobo, está haciendo, o permitiendo que se haga en una Basílica Pontificia de raigambre histórico formidable, bajo el silencio atronador de la Conferencia Episcopal y del Vicario de Cristo en la tierra, la feligresía perpleja, confundida, deprimida y doliente, dudará sobre la forma de defenderla. Si la primigenia del fundador, expulsando a escobazos a los mercaderes del templo; o la de abandonarlos a su suerte, reos del escándalo que provoca su actitud.
Ver y reflexionar, en la corteza de un artículo, sobre la perdida, no solo de la fé, sino también de la identidad de una jerarquía eclesiástica al borde del cisma y de espaldas a la simbología de la iglesia triunfante -los más de cien mártires en el cielo, enterrados en la Basílica del Valle de los Caídos), la iglesia purgante -las almas que están en el purgatorio, todos los bautizados, enterrados allí y en cualquier lugar del mundo- y la iglesia peregrina -los católicos que aún permanecemos en este valle de lagrimas, desde Nigeria a Madrid-, me produce una gran tribulación.
A la vez que me invita a recordar los tiempos y las razones de un apostolado martirial, trocado en otro de apostasía; de una acción pastoral y social, a otro de boato sin liturgia; de una vida espiritual y pública, a otra de silencios, escándalos y perdones; de un reconocimiento de la supremacía de la ley de Dios y la trascendencia de la vida humana, a otra de supremacía plebiscitaria de la razón política: Son las dos caras de una misma Iglesia, pero contrapuesta. La iglesia triunfante que rescató Franco, y la Iglesia menguante o mendicante del último medio siglo. A su muerte, en 1975, el cardenal arzobispo Primado de España D. Marcelo González Martín reconocía públicamente el “inmenso legado de realidades positivas” que dejaba, agradecimiento que, según sus palabras, debían tanto la sociedad civil como la Iglesia.
El primer legado material que la Iglesia reconoció en Franco fue haberle salvado de la ruina y haberle devuelto su libertad, el “resurgimiento de las instituciones católicas”, en palabras del papa Pablo VI. Se restauraron templos, órdenes religiosas, asociaciones de apostolado y centros educativos, permitiendo a la Iglesia recuperar su lugar en la vida pública y espiritual de la nación. Al mismo tiempo, ofreció a los sectores humildes y trabajadores la posibilidad de participación y esperanza en un contexto de orden y justicia social.
En segundo lugar, más allá de los hechos concretos, la Iglesia católica recibe el legado de una serie de principios y criterios morales que son considerados válidos para cualquier sistema político. Los valores de subordinación del poder civil a la ley moral, la defensa de la vida, la familia, la justicia y la dignidad humana eran atributos, según el Magisterio, indispensables para la legitimidad moral de todo Estado. Hoy equiparados, en un mismo plano negociador, con quienes desean destruir los símbolos y la cruz.
En este sentido, la doctrina social católica recuerda que ninguna democracia es moralmente legítima si permite atentar contra los valores absolutos que no dependen del consenso ni del orden jurídico. La legalización del aborto, la degradación de la familia o la corrupción moral de la juventud constituyen, por tanto, signos de un sistema que ha perdido su fundamento ético. Para la Iglesia, la verdadera libertad política debería estar enraizada en una conciencia moral viva y en un orden constitucional que garantice los principios morales fundamentales.
La llamada “transición” hacia la democracia supuso, hay que decirlo alto y claro, una ruptura con el legado moral y espiritual heredado. En lugar de una reconstrucción sobre las bases del orden recibido, los nuevos dirigentes políticos —tanto civiles como eclesiásticos— optaron por una apertura desorientada, donde la indeterminación política vino acompañada de una peligrosa indeterminación moral.
El pontífice Juan Pablo II advirtió repetidamente sobre esta deriva, exhortando a España a no volver la espalda al sentido trascendente del hombre, ni a los fundamentos morales de la vida. Sin embargo, desde los poderes públicos se impulsó una legislación permisiva y una cultura hedonista, atea y materialista que corrompió los criterios de la juventud y debilitó la conciencia moral del pueblo.
La conciencia, no se puede reducir a una mera opinión subjetiva, o a una preferencia individual, lo que equivaldría a aceptar como moral todo aquello que la ley civil permite, olvidando que existen leyes injustas cuando contradicen la ley natural. La consecuencia más grave de esta situación es la inhibición de los católicos en la vida pública, lamentando los males, pero sin coherencia para remediarlos. Incluso participan o votan a organizaciones que promueven leyes contrarias a la moral católica, cayendo en el silencio o la complicidad.
La pastoral dominante, hoy, en la iglesia, impulsó a los católicos a integrarse en cualquier agrupación política, pero sin una formación doctrinal sólida, ni una conciencia clara de los principios irrenunciables. Se predicó una separación entre la moral personal y la vida pública, aceptando que cualquier ley aprobada dentro del sistema democrático fuera moralmente legítima. Este error llevó a confundir la a-confesionalidad del Estado, con la neutralidad moral, y a identificar el cristianismo con un liberalismo permisivo.
La Iglesia española tiene la tarea pendiente de reavivar la conciencia moral del pueblo y orientar con claridad a los fieles en el ámbito político. Sólo así podrán los católicos recuperar su capacidad de inspiración cristiana en la vida pública y contribuir a la reconstrucción moral del país. ¿Pero quien inspira a quienes debemos recibir la inspiración?, sería la pregunta, de compleja y dificultosa respuesta.
Franco respondió, en su tiempo, a las orientaciones de la Iglesia Católica. Los modos de hacerlo podrán cambiar; pero un cambio en los modos no puede consistir en suprimir las orientaciones o en desentenderse de ellas. Es urgente colmar ese vacío. Por eso la Iglesia en España, antes de negociar la destrucción de su legado histórico más significativo, El Valle de Los Caídos, debería reflexionar que, para ella, la Iglesia, no menos que la evangelización de América, es parte de su propio legado.
