LFU
En dos ocasiones he escrito en esta tribuna sobre Santiago Carrillo, un hombre al que la longevidad le ha jugado una mala pasada. Carrilllo debió haber desaparecido en la década de los 80, lo que le hubiera consagrado para muchos como gran artícife de la entonces idealizada transición, enorme icono del “antifranquismo” y hubiera difuminado para siempre su directa responsabilidad en las matanzas de noviembre de 1936.
Se hubiera evitado contemplar, primero el declive del PCE, después su expulsión del partido y finalmente, contemplar como en un par de días se derrumbaba para siempre el muro de la infamia con el que el comunismo sometió y masacró a cientos de millones de personas de todo el mundo. Pero, sobre todo, hubiera evitado convertirse en un pelele del revanchismo garzo-zapaterista, que logró rescatar lo más siniestro de su personalidad, para terminar abjurando de su supuesto afan reconciliador en la transición, y levantar la putrefacta bandera de la más mezquina revancha disfrazada de memoria histórica.
Hubiera llegado tarde para ver cómo la apertura de los archivos del KGB y la antigua NKVD sacaban a la luz nuevas pruebas incriminatorias de su eficacia desmedida en la eliminación física de miles de adversarios en las sacas de noviembre de 1936, en las purgas y limpiezas del POUM y, posteriormente, en la creación y eliminación de maquis, una criatura que le encargaron crear y posteriormente le ordenaron descabezar y dejar a merced de la Guardia Civil.
La primera vez que hablé de él, lo hice en relación con una profesión de fe comunista proclamada en el homenaje que se le tributó al cumplir 90 años, con estatua de Franco como regalo de cumpleaños «Siento un orgullo inmenso por haber defendido y militado en el Partido Comunista. Me sigo sintiendo comunista y moriré siendo comunista», recordando con estremecimiento las siniestras palabras que le dirigió a su padre 70 años atrás ante su traición al comunismo: “Cada día es mayor mi amor a la Unión Soviética y al gran Stalin.“
La segunda, titulada “Carrillo y el Infierno” a raíz de que el viejo espectro estalinista mandara al infierno a Luis del Olmo tras preguntarle el locutor por su responsabilidad en los crímenes de Paracuellos del Jarama.
Me pregunto si los Reyes de España habrían tenido la deferencia de acudir al domicilio de un político de la transición que hubiera hecho públicamente una profesión de fe nacionalsocialista; si los medios de comunicación le habrían dedicado sus portadas y especiales a alguien que hubiera dicho algo como “Me siento nazi y moriré siendo nazi.” o “Cada día es mayor mi amor a Hitler y al III Reich”.
Dos conclusiones quiero extraer: Que a Carrillo le ha venido muy mal vivir tantos años y que sigue habiendo un distinto rasero para medir a las dos ideologías más infernales de la historia. Presumimos que ha muerto siendo comunista y nunca sabremos si ante la presencia de Dios se habrá acogido benigno a su presencia compareciendo ante su inapelable juicio con toda la humildad del arrepentimiento, o habrá preferido buscar orgulloso y comunista hasta el fin ese infierno al que quería enviar a todo el que osaba recordarle lo más siniestro de su pasado.
Dios se apiade de su alma.