Pío Moa
El deterioro de la democracia en España ha sido analizado desde muchos puntos de vista. La tendencia a la degradación ya apuntó fuertemente con Suárez (más tarde con Fraga), cuando renunció a la lucha por las ideas y aceptó, incluso promovió, una influencia de socialistas, comunistas y separatistas muy por encima de su representatividad de entonces, favoreciéndoles bajo el supuesto de que ello favorecería la democracia. Pero ninguno de esos partidos tenía la menor tradición democrática, muy al contrario; tradición de la que carecía también la clase política franquista que hizo la Transición.
No obstante esta derecha tenía al menos un espíritu de conciliación y de construcción sobre el mejor pasado que la izquierda solo fingió, y muy parcialmente, aceptar mientras se vio impotente y fracasada su demencial “ruptura”. Era normal que una transición en tales condiciones se hiciera con fallos considerables, ya denunciados en su momento por diversos políticos e intelectuales, desde Fernández de la Mora o Blas Piñar hasta Julián Marías. Pero también debiera haber sido normal que los fallos fueran corrigiéndose conforme el análisis de la experiencia demandaba. No hubo nada de eso, y aunque quiera olvidarse –lo recordé en La Transición de cristal–, Suárez realizó una gestión desastrosa que condujo directamente al 23-F.
Felipe González aún lo empeoró, consecuencia de su vacío intelectual y de su visión negativa y ridícula, pero no por ello menos peligrosa, de España y su historia. De sus escándalos surgió una extendida demanda de regeneración democrática, puesto que su degeneración saltaba bien a la vista.
Aznar subió al poder bajo esa exigencia, que no cumplió, prefiriendo “pasar página”, si bien llevó a cabo una corrección en diversas cuestiones, particularmente en la muy importante política hacia la ETA.
Esas correcciones pudieron haber continuado, pero con Zapatero se impuso abiertamente el viejo rupturismo izquierdo-separatista de la Transición, que ha arrastrado al país a una profundísima crisis moral, institucional y nacional, aparte de económica.
Ahora, ante las ineptitudes y felonías del PP de Rajoy, muchos vuelven a poner de relieve la necesidad de regeneración. Solo que ningún partido parece capaz de llevarla a cabo. En el plano del análisis y las intenciones se ha señalado la necesidad de hacer cumplir el lema de “un hombre, un voto”, de asegurar la independencia judicial y una mayor separación entre el ejecutivo y el legislativo, de eliminar la sobrerrepresentatividad de algunos partidos, de democratizar el funcionamiento interno de estos, de simplificar el elefantiásico aparato del estado y reducir el grado político de las autonomías, etc.
Todo ello está muy bien y es muy necesario. Pero no menos importante, aunque nadie quiera decirlo, es el factor histórico- moral: el reconocimiento de que la democracia ha venido del franquismo y solo podía venir de él; de que solo puede adquirir solidez reconociendo sus orígenes y renunciando claramente a las demagógicas y absurdas exaltaciones de un Frente Popular y una República disparatados.
No se puede construir nada sólido y duradero sobre la falsificación de la historia, pretendiendo una democracia sin raíces reales. Por eso es imprescindible una crítica y explicación de lo que supone la llamada ley de memoria histórica, que condensa en su maldad e hipocresía todos los males y degeneraciones que ha sufrido el régimen de libertades en España.