José Manuel Cansino
Profesor Titular de Economía Aplicada de la Universidad de Sevilla
Invitado en la Universidad de Lund
Cuando la pobreza entra por la puerta, el amor sale por la ventana. El verso ayuda a explicar parte de la deriva separatista catalana, pero sólo parte.
El manejo torticero de las balanzas fiscales junto a ejemplos bien construidos como el de las autopistas de peaje en Cataluña y «de balde» en el resto de España, han servido de premisas eficaces que concluyen en el «España nos roba». Un mensaje que ha sido acogido por decenas de miles de catalanes deseosos de que alguien les mostrase un camino por el que escapar de la crisis económica.
Los argumentos económicos han estado muy presentes en estos años de multiplicación del sentimiento antiespañol. No debe escaparse que el propio presidente catalán es economista y que su consejero de Economía, Andreu Mas Colell, es un reputado economista académico.
Efectivamente los argumentos económicos han teñido estos últimos años de desafecto catalán hacia el resto de España. Si la primera escaramuza del Gobierno español para compensar la estrategia escapista del nacionalismo catalán fue azuzar a los empresarios catalanes para que advirtieran de los riesgos del proceso, el discurso de investidura de Artur Mas dejó bien claro que la mayor parte de las exportaciones españolas a la Unión Europea pasan por el Puerto de la Junquera.
El contraargumento es de calado pues cuestiona la asentada convicción de que una Cataluña independiente no sería aceptada como país miembro de la Unión Europea. En absoluto. Para eso debería tener una oposición firme del Gobierno español a lo Grecia con Macedonia, algo ciertamente impensable en los gobiernos conocidos en las últimas tres décadas siempre prestos al pacto con los nacionalistas. Además estaría el posible bloqueo de un hipotético Estado catalán al paso fronterizo de las exportaciones españolas a clientes tan principales como Francia o Alemania.
Pero si los argumentos económicos han servido de eficaz catalizador del proceso secesionista, el retorno a un proyecto común en España no parece que pueda venir sólo de estos. Así, por ejemplo, pensar ingenuamente que el nacionalismo catalán aparcaría sus demandas con un «pacto fiscal» que les reconociese los mismos privilegios que a vascos y navarros sería cometer un nuevo error. El nacionalismo periférico se justifica en buena parte en el discurso victimista y siempre habrá economistas prestos a poner una aritmética interesada al servicio de un resultado tramposo que avale el «España nos roba». Así una y otra vez.
Si Cataluña no encuentra de nuevo en España un proyecto común, los crecientes sentimientos de antipatía recíproca seguirán engordando y eso no apunta a casi nada bueno excepto, quizá, a las bodegas de espumosos no catalanes que ya se preparan para otra campaña de Navidad campanuda.
Es posible que dándole la vuelta al verso de inicio de este artículo, si la pobreza comienza a salir por la ventana fruto de una incipiente aunque lentísima recuperación económica, el amor –aunque mercenario– vuelva a tener un hueco en el corazón comercial de miles de ciudadanos que ahora aplauden estulticias como las de algunos comentaristas deportivos cuando afirman que exhibir una bandera española es una provocación.
Pero incluso así, algunas lecciones no pueden quedar sin aprender. La principal, vista desde Andalucía, es ¿hasta cuándo se puede seguir beneficiándose de la solidaridad del resto de españoles y ciudadanos europeos? ¿Hay que aceptar que nuestro futuro es el de seguir en la cola del empleo, de la renta per cápita, de los salarios o del rendimiento escolar? ¿Qué daño ha hecho a nuestro desarrollo económico regional enarbolar discursos que afeaban a Cataluña haber generado su riqueza gracias al trabajo de los emigrantes andaluces? ¿No hubiese sido más eficaz preguntarse por qué los industriales andaluces no han sido capaces de emular a los catalanes, madrileños, vascos o riojanos?
Es posible que ese ejercicio de autocrítica ayude a miles de catalanes a reencontrase con España y a miles de españoles a reencontrarse con Cataluña.
Pero sobre todo se necesitará abandonar el pesado hatillo de complejos que hace a gobernantes, intelectuales, periodistas y millones de compatriotas hablar de España –de nuestra historia y de nuestro futuro– pidiendo excusas.