José Javier Esparza
La función del rey no es hacer de cheerleader de la casta gobernante, sino mantener al Estado unido y fuerte.
El rey ha hablado. No ha dicho nada. Al menos, nada que pueda ser tomado en serio. Su apelación a la ejemplaridad se ha parapetado tras un cómodo plural que parece desviar la atención hacia los pecados ajenos. Su invitación a permanecer “juntos” ha sido igualmente tan genérica que sólo los más avezados arúspices podrán ver ahí una censura al separatismo. Su mención a las víctimas del terrorismo –con foto sobre la mesa y palmadita en el lomo- ha sido tan paternalista que sólo puede interpretarse como un espaldarazo a la descabellada política de normalización política de la ETA. Sus palabras sobre la crisis económica han sido tan distantes que más parecen un comentario meteorológico, como si la presente catástrofe fuera un accidente cósmico, y no el fruto de unas políticas concretas. En definitiva, el mensaje que el ciudadano recibe puede sintetizarse así: “Todo está muy mal, pero la culpa no es mía, y por eso os animo a que hagáis un esfuerzo para soportarlo”. Sólo le ha faltado añadir que “hablando se entiende la gente”, como en aquella otra infausta ocasión.
Lo más político que el rey ha dicho en su discurso navideño es que hemos de recuperar el espíritu de la transición, en esa línea, ya tradicional, de nostalgia de “aquellos maravillosos años”. Es una cantinela que últimamente venimos escuchando en numerosas voces. El problema es que cada vez hay más razones para pensar que toda esta ruina que nos circunda es precisamente producto del “espíritu” de marras, un espíritu que básicamente ha consistido en solventar los problemas del Estado por la vía del chalaneo oligárquico –los acuerdos bajo la mesa entre partidos, banca, sindicatos, corona, etc.- y no a través de la arquitectura institucional. Los últimos diez años de nuestra historia –años negros- han borrado el espejismo del periodo precedente. En realidad el gran debate político de España, hoy, debería ser justamente ese: si acaso la esclerosis que paraliza al país no será producto directo de una manera determinada de entender la vida pública; si el famoso “espíritu de la transición” no habrá sido tanto un remedio como una enfermedad, en la medida en que ha sustituido la democracia por la partitocracia y ha reemplazado el interés nacional por la conservación del propio sistema.
Don Juan Carlos ya lleva en la primera magistratura del Estado tanto tiempo como Francisco Franco, de quien recibió el relevo: treinta y seis años el general (tres más si contamos el periodo de la guerra), treinta y ocho el monarca desde su coronación. En todo este tiempo, la corona se ha querido mostrar como motor de la democracia y al mismo tiempo como simple presencia flotante, en una singular manifestación de “política cuántica” en la que el rey es a la vez onda y corpúsculo o, por decirlo en términos más sencillos, en la que la corona está pero no está. Es difícil explicar a la gente este singular juego que atribuye al jefe del Estado cualidades taumatúrgicas sobre la salud de nuestra democracia y al mismo tiempo le resta cualquier tipo de responsabilidad personal e institucional sobre sus dolencias. La figura podía contentar a la generación del franquismo, que venía de un imaginario político donde la autoridad del gran jefe se hacía aplastante, pero mal puede satisfacer a unas generaciones nuevas, nacidas ya en democracia, que sencillamente no entienden el sentido de las instituciones superfluas. Si el rey ha sido el motor de la democracia, entonces tiene su parte de culpa en lo que hoy nos pasa; y si no, ¿para qué sirve?
El rey ha dicho que hemos venido gozando del mayor periodo de paz en libertad de nuestra historia. Eso es incuestionable. También lo es que Don Juan Carlos recibió un país unido, con una economía pujante y una sociedad que había alejado el fantasma de la pobreza y los odios civiles (y por eso ha sido posible la democracia en paz), pero va a legar a su heredero un país roto, con un desafío separatista –el catalán- en vías de ruptura definitiva, con la batalla más importante que ha tenido que librar el Estado –la del terrorismo de ETA- ganada por el chocante procedimiento de poner un confortable sillón al enemigo y con una economía nacional privada de los recursos imprescindibles para organizar su propio destino. Lo único que el rey podrá esgrimir ante el tribunal de la Historia –que esos son los términos en los que piensan los reyes- es la consolidación de la democracia. Y allí, en ese tribunal, algún fiscal avieso podrá oponer que la tal consolidación se ha hecho a costa de detraer ingentes cantidades de dinero público para sostener a una casta que ha terminado arruinando al país.
En su discurso de Nochebuena hizo el rey una sorprendente, por insólita, alusión a la “
comunidad intelectual”, a la que invitó a “
ser intérprete de los cambios que se están produciendo y a ser guía del nuevo mundo que está emergiendo en el orden geopolítico, económico, social y cultural”. Seguramente no pretendía Su Majestad otra cosa que quedar bien con un sector social al que hace tiempo nadie escucha en España, pero la invitación es arriesgadísima. ¿De verdad quiere Don Juan Carlos que le “
interpretemos”? Ahí va: los cambios que se están produciendo apuntan a una irrelevancia creciente de la institución monárquica; el nuevo mundo que emerge en el orden geopolítico ha dejado a España arrumbada en un rincón menor del mapa; la nueva atmósfera económica ha deshecho (y no sólo en España) el mayor logro de los últimos setenta años, que fue el nacimiento de unas amplísimas clases medias; socialmente estamos fragmentados y enconados, y en lo cultural hemos perdido casi completamente la referencia de por qué vivimos juntos. À rebours, en el diagnóstico no deja de haber un programa para rectificar las cosas. Pero en el sentido exactamente contrario al que desearía el desorden establecido.
Don Juan Carlos se despidió reafirmando su “determinación de continuar estimulando la convivencia cívica”. Vale. Pero además hay una cosa que se llama Estado, de la que él es el jefe. La función del rey no es hacer decheerleader de la casta gobernante, sino mantener al Estado unido y fuerte. No sólo es su función: es lo único que cabalmente justifica su existencia. Y si no…