¿Por qué hay revoluciones?

Pío Moa
Dichos, Actos y Hechos 
 
 
   En La Europa revolucionaria, Payne aborda esta cuestión crucial: ¿por qué se producen las revoluciones, en general, y por qué la primera mitad del siglo fue “no solo la de la más generalizada violencia internacional en la historia de Europa, sino la de mayor conflictividad interna” o revolucionaria? A su juicio, fueron diluyéndose al final de ese período los factores que alentaron tanto conflicto: “virulencia nacionalista, rivalidad entre imperios o aspirantes a imperios, ideologías basadas en el vitalismo y el conflicto y competencia económica entre regímenes autárquicos”. ¿Cómo interpretar aquellos explosivos años?
 
   Se han solido examinar las revoluciones, guerras civiles o guerras internas desde dos puntos de vista. Uno sería el sociológico (unas estructuras socioeconómicas en crisis por diversas razones) y otro el conductista o psico-político (un cambio en la mentalidad, “una revolución mental” según cita de Jonathan Israel). Dos enfoques en parte contradictorios, pero que también pueden considerarse complementarios, aunque habría que explicar con claridad de qué modo se complementan. Así, una explicación ingenua, pero muy extendida, atribuía las revoluciones al hambre o la catástrofe económica. Más compleja, pero con el mismo fondo, es la interpretación marxista, aún muy influyente. Sin embargo, señala Payne, ya Tocqueville observó que el descontento revolucionario ante el Antiguo Régimen en Francia era mayor precisamente en los sectores que habían registrado más mejoras. De lo que ha derivado la tesis de que el factor determinante sería el crecimiento de las expectativas sociales ante un freno momentáneo de ellas. Por otra parte, emprendida la revolución se hace imposible volver al pasado porque, advirtió De Maistre, las revoluciones engendran reacciones que son en realidad nuevas revoluciones de signo distinto.
 
   La idea implícita es que la revolución y la guerra civil se oponen a una estabilidad “normal” o al menos alcanzable, pero creo que ninguna sociedad humana es realmente estable ni puede serlo, aunque las doctrinas utópicas lo teoricen y crean posible. Una sociedad tal se parecería más a la de las hormigas o abejas que a la de los hombres. En estas últimas, la profunda individuación y alejamiento del instinto crea corrientes internas en conflicto de intereses, sentimientos, aspiraciones y personalidades. Las guerras internas y externas, tan numerosas a lo largo de los siglos, no son un fenómeno excepcional o anormal, sino tan normal como las paces y los períodos de (relativa) calma. Creo que desde este punto de vista, aunque necesitado de mayor elaboración, pueden enfocarse mejor estos fenómenos.
 
   La estabilidad tiene un coste de contención para las corrientes sociales que a menudo se juzga excesivo y da lugar al choque violento. A su vez, los daños de este choque han llevado a buscar formas de impedirlo, bien sea mediante un poder despótico, visto como mal menor, o mediante una ley más o menos aceptada, pero siempre con auxilio de la violencia institucional. En tiempos históricamente recientes, el sistema demoliberal ha sido el más exitoso en la canalización del conflicto interno, y hasta podría pensarse que las oleadas de violencia revolucionaria después de la Primera Guerra Mundial y poco antes de la Segunda, tienen que ver con profundas crisis de la democracia liberal, la primera porque la guerra del 14 se libró entre regímenes básicamente liberales, y la segunda por la depresión mundial a partir de 1929.
 
   Ciertamente, para que una parte de la sociedad se rebele es preciso que se generen unas expectativas de lo que entienden los interesados como una mayor justicia, o simplemente de triunfo sobre un poder al que se cree débil y caduco. Pero aquí entra otro factor imposible de cuantificar: la impronta de los líderes. Así, es muy difícil imaginar la Revolución bolchevique sin Lenin (la mayoría de los líderes de su partido se oponía), el rechazo de la paz entre Inglaterra y Hitler sin Churchill (la paz estuvo cerca de producirse) o la victoria de los nacionales sin Franco (el propio Mola estuvo a punto de abandonar la partida ante el fracaso inicial). La Alemania posterior a 1918 sufrió tensiones sociales muy graves, pero, observa Payne, “no hubo un Lenin alemán”.
 
   Por esto, aunque podemos examinar a posteriori los factores que intervienen en una revolución y señalar cada uno de ellos, es mucho más difícil analizar las relaciones e interinfluencias entre todos ellos, e imposible utilizar esos estudios para predecir cuándo habrá una revolución o guerra civil y cuando no. No es esta una verdadera discrepancia con el libro de Payne, solo algunas consideraciones a partir de él.
 
 
 
 
 
 
 

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