El racismo en el separatismo catalán

 
Pío Moa
Blog Dichos, Actos y Hechos 
 
 
 
   Común a los separatismos vasco y catalán ha sido un empeñado racismo. Aunque en tiempos recientes se haya negado tal característica en el caso catalán, los estudios de Francisco Caja, Joan-Lluis Marfany y otros han puesto de relieve lo contrario. Uno de sus  primeros teorizadores, Valentí Almirall, afirmaba que en la península vivían dos razas muy distintas, la pirenaica y la del centro-sur. A la pirenaica le distinguiría un espíritu “analítico”, “directo al fondo de las cosas”, “basado en la libertad”, “confederal”,  mientras la otra raza era  “generalizadora, soñadora, aficionada al lujo y la ampulosidad, arbitraria, centralizadora, absorbente”. La unión con Castilla  habría tenido un efecto “fatal” sobre el espíritu catalán, al que habría “desnaturalizado”. Cabe observar el estilo generalizador y un tanto soñador o fantasioso, muy poco pirenaico, del propio Almirall.
 
   Claro que la distinción entre tales razas, invisible en lo físico, resultaba  harto  vaga e insatisfactoria en lo psicológico, por lo cual otro teórico separatista, Pompeu Gener, la precisará más:
 
Nosotros (los catalanes), que somos indogermánicos de origen y de corazón, no podemos sufrir la preponderancia de tales elementos de razas inferiores”.
No podemos ser mandados por los que nos son inferiores“. 
 
   En su condición de arios, los catalanes emparentaban “con los demás pueblos arios de Europa”,  esencialmente distintos de la raza al sur del Ebro, donde predominaba “el elemento semítico y más aún el presemítico o berber, con todas sus cualidades: la morosidad, la mala administración, el desprecio del tiempo y de la vida, el caciquismo…”:  una raza “bárbara, monótona y atrasada como una tribu de África”
 
   Estas ideas iban mezcladas de un fuerte antisemitismo y antijudaísmo, máxime cuando – señalaban con sentimiento– en las clases adineradas de la  propia Cataluña se había infiltrado un ingrediente semítico, dificultando que “el elemento indogermánico verdaderamente humano se levante y triunfe de esos neo-moros adoradores del Verbo, raza de gramáticos y sofistas, de esos neo-judíos”. El carácter indogermánico de los catalanes era, ni qué decir tiene, tan fantasía como las “cualidades” achacadas a las razas “semíticas y presemíticas” del resto de España. Estas teorías denigraban a las demás regiones, en especial a Castilla, pero la reivindicación “aria” chocaba demasiado. Fueron precisas otras elaboraciones.
 
   Y así, la teorización racista siguió rumbos algo distintos en Prat de la Riba, en el arqueólogo Bosch Gimpera y otros. La diferencia esencial pasaría por los íberos, asentados en el Levante peninsular, incluida Cataluña,  y los celtas del resto –con la dudable excepción de vascos y navarros–. Con ello mataban dos pájaros de un tiro,  porque de paso establecían la ibero-catalanidad de todo el Levante español, convertido en los Països catalans. La  decisiva impronta cultural de cinco siglos de romanización quedaba relegada a un dato superficial, una mera “superestructura” opresora de las esencias raciales ibero-catalanas. La propia España solo sería un estado superpuesto y opuesto a los pueblos: lo cual explicaría la “historia trágica” achacada a España. Íberos y celtas, pues, constituirían la raíz y clave explicativa de  la historia hasta hoy. La idea invertía un tanto las tesis de Gener, ya que el grupo celta o celtizado tenía rasgos indoeuropeos, mientras que el ibérico del Levante tenía origen incierto, tal vez en el norte de África. El doctor Robert se dedicó a fundamentar las diferencias estudiando a su manera los cráneos de unos y de otros. Pero en fin, fueran pirenaicos, indogermanos o íberos, importaba definir a los catalanes como esencial, racialmente, diferentes. Y, por supuesto, superiores.
 
   Las provocaciones racistas a los demás españoles eran constantes en la prensa separatista: “Moros, mal que les pese”.  “Sí, hay razas”. “Contra los semitas”. Otros invocaban razones de “higiene social” para cortar el paso a las “razas inferiores y decadentes”, intelectual, moral y políticamente degeneradas. Para Prat de la Riba, la “castellanización de Cataluña” formaba una “costra” que era preciso cuartear y romper para hacer surgir “intacta, inmaculada, la piedra indestructible de la raza”.
 
   En 1930, el que sería diputado por la Esquerra, Pere Mártir Rosell, afirmaba que “la raza constituye la única fuente de cultura y debe mantenerse pura, evitando el mestizaje”. Se refería, lógicamente, a la supuesta raza catalana. Rovira i Virgili, otro líder y pensador separatista de izquierda, equipara –como solía hacerse– a España con Castilla y explica su relación con Cataluña como un irreductible antagonismo espiritual. En 1934 Un  “Manifiesto para la preservación de la raza catalana” alertaba de los peligros de degeneración genética por la mezcla con otras “razas” peninsulares, y propugnaba crear una Societat Catalana d´Eugenesia para estudiar los efectos de la “mezcla” y proponer medios para defender “la nostra rassa”.
 
   Firmaban el documento notables prohombres e intelectuales del separatismo, como Pompeu Fabra, Vandellós, Pi i Sunyer o Batista i Roca, este último un antropólogo  mezclado en asesinatos terroristas en el inmediato posfranquismo. Otro nacionalista distinguía entre “los auténticos obreros, que pasan hambre en silencio, y los vagos foráneos, que hablan siempre en castellano“. Desde el primer momento los separatistas se preocuparon de cultivar las relaciones internacionales, y así un tal Karl Cerff, dirigente e instructor de las Juventudes Hitlerianas declaraba a la revista La Nació Catalana, el 17 de octubre de 1933: “Sabemos que los catalanes son una raza muy diferente de la española”. Los ejemplos son muy abundantes.   
 
La cuestión de la raza.  
 
   Los mapas genéticos hoy elaborados indican que la población de la Península ibérica es notablemente homogénea y emparentada con la de Europa occidental, y harto disímil de la norteafricana, de la que guarda solo leves incrustaciones. Ello muestra que las ideas raciales de unos y otros carecen de valor, cosa bastante clara para cualquier observador sin necesidad de mayores investigaciones. Sea como fuere, un racismo peculiarmente arbitrario desempeñó sin duda un papel crucial en la constitución de los nacionalismos vasco y catalán. 
 
   Naturalmente, después de la experiencia hitleriana resultaba embarazoso para estos nacionalismos hablar de razas o recordar  siquiera su discurso anterior. Las expansiones antes tan libres y espontáneas, debieron reprimirse y  dar paso a otras formulaciones, tales como “los hechos diferenciales”, la exaltación del idioma regional, la diferenciación por la riqueza, los  apellidos, etc. Pero , con unas u otras formulaciones, la pretensión de una superioridad  imaginariamente racial sigue siendo la base de las pretensiones diferenciadoras. Sabino Arana y Prat de la Riba y otros han sido los formuladores de un separatismo cuyas bases permanecen en el fondo inamovibles.
 

 

 
   Desde la Transición,  y ante la evidencia de que la mayor parte de la población en Cataluña y Vascongadas nunca apoyó la secesión, y lo inútil de esgrimir argumentos raciales, la política separatista, aún conservando el substrato de la pretensión racista, ha evolucionado al intento de atraerse a la población originaria de otras regiones. Su  argumento pretende que la oligarquía catalana o la vasca había acogido fraternalmente a sus padres, dándoles el pan y el trabajo que se les negaba “en España”. La realidad había sido más bien la contraria pues el separatismo mantuvo una permanente actitud denigratoria contra los trabajadores inmigrantes “de raza inferior”. Esta demagogia se ha acompañado de una frenética y provocadora desvalorización de España y de todo lo español, administrada ya desde la escuela.
 
   El sustrato racista se vuelve obvio en la cuestión de los apellidos. En todas las provincias vascongadas y catalanas, los apellidos más corrientes, con diferencia, son los mismos que en el resto del país: García en primer lugar (posiblemente de origen vasco), seguido, en un orden u otro, por López, Pérez, Fernández, González, Martínez, Rodríguez… Solo mucho después aparecen los considerados originariamente vascos o catalanes. Sin embargo, en las direcciones de los partidos separatistas los apellidos más comunes apenas tienen representación. El PNV dio siempre la máxima importancia a la posesión de numerosos apellidos vascos, considerados “el sello de la raza”:  ¡Aún hay necios que se ríen de la distinción que hacemos de los apellidos! El apellido es el sello de la raza: si un apellido es euskérico, euskeriano es el que lo lleva: si es maketo, maketo es su poseedor. Hoy, mezcladas numerosas familias bizkainas con maketas, habría que establecer (en caso de libertad) distinción entre originarios y mestizos, tanto respecto de los derechos como de los lugares en que pudieran avecindarse. De forma deliberada o no, el mismo ejemplo siguen los nacionalistas catalanes. Esa conducta ha variado solo ligeramente después de la II Guerra Mundial, admitiéndose a personas de apellidos españoles corrientes, aunque considerándolos, abierta o disimuladamente, una especie de mancha o defecto y tratando, en general, a los demás como masa de maniobra política.
 
   Debe reconocerse que, dada la complacencia o pasividad de que durante más de treinta años han disfrutado los separatistas  por parte de los representantes de España, el éxito de estas demagogias ha sido considerable. A menudo encontramos exaltados separatistas en personas procedentes de otras regiones, y entre muchos se ha puesto de moda cambiarse los nombres y apellidos para “vasquizarlos” o “catalanizarlos”. Para parecerse a “la raza superior” o hacerse “digno” de ella, en definitiva.
 
   Importa conocer estas cuestiones, que he abordado en Los nacionalismos vasco y catalán en la Guerra Civil, el franquismo y la democracia, y  trataré en un próximo seminario sobre los separatismos vasco y catalán. Pues, pese a tratarse del reto más trascendental que afronta hoy España, el fondo del asunto es solo muy vagamente conocido por la mayoría. Incluidos políticos y periodistas.