Franco en el recuerdo
Se cumplen cuarenta años del fallecimiento del Generalísimo de los Ejércitos, Caudillo de España durante la casi mitad del siglo XX y Jefe del Estado que con mayor acierto impulsó la vertebración de España, el desarrollo económico y la justicia social, en un estado de derecho genuino donde la libertad individual de un orden responsable y solidario primaban sobre los intereses de partido, de clase o de grupo económico, y donde España hacía valer su independencia en el orden internacional, dentro del ámbito geográfico, estratégico, político y económico que le eran propios a la civilización occidental que defendió en esencia y presencia.
Con tal motivo, desde la Fundación que preserva su memoria y obra, las Editoriales de cada mes llevarán la firma del autor; todos prestigiosos intelectuales del mundo de la historia, la política, la milicia, el periodismo o las Humanidades. Todos desde el compromiso con la verdad vivida, estudiada y reflexionada. Todos sin complejos, ni ataduras a lo conveniente. Todos alejados de un poder que ampara la manipulación sistemática de la historia mediante Ley, y el reconocimiento honroso de nuestros orígenes y razones que justifican los hechos del presente y el incierto futuro.
Cuarenta años después
Fernando Suárez González
Exvicepresidente del Gobierno
Exministro de Trabajo
No se ha insistido lo bastante en que el 1 de abril de 1969 el Boletín Oficial del Estado publicó un Decreto-Ley firmado por Francisco Franco que clausuraba todas las consecuencias de la guerra civil, declarando prescritos todos los delitos cometidos con anterioridad al 1 de abril de 1939, cualesquiera que fueren sus autores, su gravedad o sus consecuencias.
Como decía su preámbulo, se trataba de hacer jurídicamente inoperante “cualquier consecuencia penal de lo que en su día fue una lucha entre hermanos, unidos hoy en la afirmación de una España común más representativa y, como nunca, más dispuesta a trabajar por los caminos de su grandeza futura”. Sin perjuicio de recordar también que por aquel tiempo éramos ya muchos los que, desde el interior del Régimen, clamábamos por mayor apertura política y porque los cauces de la representación se ampliaran en búsqueda de la participación del mayor número posible de españoles, es patente que el espíritu que inspiraba aquel Decreto-Ley era el de la reconciliación total entre vencedores y vencidos de la llamada expresamente “lucha entre hermanos”.
Que ese era también el propósito fundamental del sucesor a título de Rey, lo dejó terminantemente claro en el acto de su proclamación: “La institución que personifico -dijo D. Juan Carlos I- integra a todos los españoles y hoy, en esta hora tan trascendental, os convoco porque a todos nos incumbe por igual el deber de servir a España. Que todos entiendan con generosidad y altura de miras que nuestro futuro se basará en un efectivo consenso de concordia nacional”.
El afán de concordia y de reconciliación no se quedó sólo en palabras: El Rey mismo impulsó la reforma política que conduciría a las elecciones generales con igualdad de oportunidades para todos y a una Constitución que establecía unas reglas de juego redactadas entre todos y por todos aceptadas. Como sintetizó expresivamente Alfonso Osorio, tan decisivo en la transición, se pretendía “que los herederos de los vencedores de 1939 -y lo digo como tal, sin temor y sin complejos- tendiesen la mano a quienes se consideraban herederos de sus adversarios para buscar un clima de paz y de armonías nacionales, porque se deseaba terminar con el fantasma de la guerra civil que había ensombrecido la vida española de los dos últimos siglos y porque aspiraba a establecer como única dialéctica política la dialéctica parlamentaria bajo la Corona”.
Los comienzos del nuevo Régimen fueron básicamente razonables, pero pronto una cierta izquierda, olvidando cínicamente su propia historia repleta de episodios antidemocráticos, se empecinó en reescribir la historia común, presentando a la segunda República como un irreprochable paraíso democrático y a Franco como un golpista ansioso de poder que se sublevó ilegítimamente contra el más legítimo de los gobiernos.
Mientras estuvimos presentes en la vida política algunos que podíamos y queríamos replicar a las falsedades y las calumnias, no se produjeron, en el ámbito parlamentario, ofensas dignas de mención, pero cuando se fue produciendo el inevitable relevo generacional, los que Osorio consideraba herederos de los vencedores no se sintieron obligados a defender su propia historia por miedo a parecer poco demócratas y contribuyeron, con su silencio o incluso con su colaboración, a que los herederos de los vencidos encontraran el campo libre para la más injusta y sectaria “damnatio memoriae” del Generalísimo Franco.
Como si se tratase de una derecha hospiciana, sin antecedentes históricos, intelectuales o políticos, la derecha española parece haber olvidado que España estuvo en riesgo cierto de convertirse en un país comunista, que la confrontación entre dictaduras decidió a los españoles a preferir la de Franco a la del proletariado y que su Régimen excepcional reformó radicalmente las estructuras económicas, sociales y culturales de España, restauró la Monarquía de todos y, aunque no sintiera devoción alguna por la democracia liberal -como tantísimos políticos de su generación- resultó que puso los cimientos para que la hiciéramos posible, después de tantos fracasos anteriores. En modo alguno merecen, ni él ni la Historia de España, que se maldiga constantemente su memoria, sin la adecuada y gallarda réplica parlamentaria, y que se eliminen de nuestras ciudades reconocimientos y recuerdos, a la vez que se levantan monumentos al Lenin español o a las Brigadas Internacionales. La perfidia de algunos sectarios llega a equiparar a Franco con Hitler y Mussolini, ignorando con toda la mala intención pensable que Franco murió en su cama, con sucesor nombrado por él y rodeado del respeto de la mayor parte de su pueblo. Es bien notorio que el fracaso de la proyectada reconciliación, de ninguna manera se debe a los muchos españoles que mantienen su respeto hacia la figura y la obra de Francisco Franco.
Cuarenta años después de su muerte, yo no necesito rectificar nada de lo que ya anticipé en 1981: “Es absolutamente cierto que las libertades formales no estaban entre sus obsesiones y que concebía la política como una actividad de mejora moral y material de los españoles, despreciando el inevitable desgaste de la lucha por el poder. Lo resume bien aquella frase suya, según la cual “cuando un país está venciendo etapas difíciles de su desarrollo económico, social y cultural, sería un suicidio gastar a sus mejores hombres en la dialéctica y desaprovecharles para la planificación y la ejecución eficaz”. Esa condición de reformista autoritario fue, seguramente, decisiva para el colosal avance que España logró bajo su gobierno. Le preocupaban las libertades reales y en eso no se puede decir que fuera anacrónico”…
“Había sido testigo de la situación a que las luchas partidistas habían llevado a España y en su patrimonio ideológico entraron las doctrinas que intentaron superar esos cauces de representación y arbitrar otros nuevos. Por eso era incompatible con los partidos, pero no con la representación. Y por eso le irritaba que se considerase a la democracia alternativa radical a su Régimen, quizá porque soñaba para España una democracia real, gobernable, con equilibrio entre autoridad y orden y pensaba que para lograrla era preciso poner al país en forma. El propio proceso de elevación material generó la necesidad de reformas políticas”.
De la verdadera e inmodificable Historia de España, forman parte la despedida de D. Amadeo de Saboya que debería estar de texto en los colegios, la renuncia de D. Alfonso XIII y el testamento del Generalísimo, del que dijo Fernández-Miranda que era “impresionante, pero no sorprendente, porque en él está todo Franco”: Católico, incluso ejemplar, como reconocieron altísimas jerarquías de la Iglesia y obsesionado por hacer una España unida, grande y libre, sus peticiones a los españoles en los umbrales de su muerte son bien precisas: Perseverancia en la unidad y en la paz, afecto y lealtad al futuro Rey, para quien pide la misma colaboración que ha tenido él, deposición de miras personales frente a los supremos intereses de la Patria y del pueblo español, insistencia en que el primordial objetivo sea alcanzar la justicia social y la cultura para todos los hombres de España y mantener la unidad de sus tierras, exaltando la rica multiplicidad de sus regiones como fuente de la fortaleza de la unidad de la Patria. En poco más de veinte líneas, hay cuatro apelaciones a la unidad de España…
Vuelvo a algo que escribí en 1981: “No son estos días de especial optimismo. Por todas partes surgen amenazas para la convivencia democrática, motivos para el desencanto y riesgos de que se repitan errores que todos conocemos. Por eso hay que olvidar querellas viejas y dejar de enzarzarse en polémicas acerca del ayer para construir juntos el futuro. Pero ese futuro no será estable si se siguen confundiendo intencionadamente las cosas y en una mezcla equívoca de medios y fines se siguen despreciando valores muy arraigados en grandes sectores de la sociedad española, con el falso pretexto de que tuvieron vigencia durante el otro Régimen. Son los procedimientos de defenderlos y no los valores que se defienden los que definen a una democracia verdadera. Si la clase política actual piensa que democracia es hacer y decir todo lo contrario de lo que se hizo y se dijo hasta el 20 de noviembre de 1975, pronto estará en condiciones de comprobar su equivocación. Y esa equivocación nos va a perjudicar a todos”.
Repito que esto lo dije en 1981. Siento de veras que todo ello esté hoy todavía más claro que entonces y que los demócratas que tenemos respeto por la figura del estadista Francisco Franco tengamos que resultar políticamente incorrectos, no ya para sus irreconciliables enemigos sino también para quienes pretenden que les respaldemos con nuestros votos.