Aquilino Duque
ABC | 14-X-2015
La derecha es por definición conservadora y la izquierda por vocación destructora; es decir, que la derecha tiene apego a la tradición y al orden establecido, mientras que la izquierda quiere subvertir ese orden, hacer tabla rasa de la tradición para edificar su utopía sobre sus ruinas. Las revoluciones de estos últimos siglos impiden que los juicios sobre la izquierda sean meros juicios de intenciones y, por otra parte, no todo lo que defendía la derecha era digno de ser defendido, de ahí que la derecha fuera poco a poco avergonzándose de sí misma y procurando situarse en una zona más neutra y menos comprometida llamada el centro. Recuerdo haber leído en La Codorniz, «la revista más audaz para el lector más inteligente» en tiempos del régimen anterior, que todo el que niega la dialéctica de derechas e izquierdas es en el fondo de derechas. En los tiempos en que se publicaba La Codorniz hablar de derechas e izquierdas era en España un mero ejercicio de nostalgia, entre otras cosas porque estaban vigentes de un modo más o menos explícito la idea de Ortega de que «ser de derechas o de izquierdas es una de las muchas maneras que un hombre tiene de ser imbécil» y la correlativa de José Antonio de que «ser de derechas o de izquierdas es ver la realidad con un solo ojo» (cito de memoria en ambos casos). El Régimen, el Movimiento o como se quiera llamar a eso que ahora se despacha con el término despectivo de «franquismo» llevó a la práctica una política social que nunca hubieran soñado las izquierdas, por la sencilla razón de que era una política social constructiva, pero a la vez satisfacía a las derechas de toda la vida en lo tocante a la religión y a la familia, y en una cuestión además de matriz liberal y jacobina que por fas o por nefas las izquierdas acabaron por repudiar y las derechas por hacer suya: la de la primacía de la nación, de la unidad de la patria y del servicio de las armas como deber del ciudadano. Hablar, pues, de derechas o izquierdas tenía poco sentido, por muchas nostalgias parlamentarias que sintiéramos algunos, entre los que lamento contarme. Y tenía poco sentido porque por encima de la «adhesión inquebrantable» estaba el expediente de cada cual, que contaba bastante más de lo que se cree, hasta el punto de aparecer una clase social: la llamada «meritocracia». Y no deja de ser paradójico que un representante conspicuo de esa meritocracia, don Francisco Fernández Ordóñez, nombrado presidente del INI por sus méritos y a pesar de sus ideas, fuera el que diera al traste con esa meritocracia, así que desapareció el superior jerárquico ante el que había que hacer méritos. No se trataba, pues, de pensar de un modo o de otro, sino de valer y servir, y en función de ello se estaba más arriba o más abajo en la escala social, es decir, se mandaba o se obedecía.
Esa estructura social vertical, jerárquica, fue sustituida por una estructura horizontal, democrática, donde las personas ya no se distinguían por lo que eran, sino por dónde estaban, o sea, nadie era ya mejor ni peor que nadie, sino que cada cual estaba a la derecha o a la izquierda. Esos conceptos son por otra parte harto relativos, pues cada hijo de vecino está a la derecha de unos y a la izquierda de otros, y como quiera que esto le pasa a la inmensa mayoría, la astuta derecha vergonzante se inventó eso del centro, esa inconfesable nostalgia de los tiempos de la verticalidad en los que, ¡oh, anatema!, los valores supremos e indiscutibles eran la justicia social y la unidad de la patria.
Pío Moa lleva años tratando de explicar libro a libro lo que es la Historia de España en el siglo XX a una «ciudadanía» imbecilizada, es decir, dividida en derechas e izquierdas, como dos tropas de carneros sin más horizonte ni más proyecto que embestirse de nuevo. Si esa embestida no se ha producido hasta ahora es porque esas organizaciones de delincuentes que son los partidos han juzgado más importante «reponer fondos» a costa del Presupuesto nacional y de los préstamos europeos. Otra razón, y no es la única, es que, mientras que la manada de la izquierda no ha dejado un momento de acarnerarse, la de la derecha ha preferido aborregarse, disfrazándose de centro, con la nostalgia inconfesable de los tiempos en que ese «centro» no era el cero absoluto que es ahora, sino el «centro» del denostado «centralismo» en el que la justicia social y el patriotismo nacional no eran como ahora conceptos antagónicos, sino complementarios. No sé si Pío Moa tiene razón cuando reprocha al régimen anterior su desinterés por elaborar una ideología que asegurara su continuidad. De hecho no hicieron otra cosa Javier Conde, Jesús Fueyo, Fernández Carvajal, Fraga, Fernández de la Mora y en algún momento acaso el propio Tierno Galván. Pero si aquel «centro» no hizo mucho caso de sus ideólogos, ¿qué decir de este «centro» de ahora, de cuyas ideas nadie tiene la menor idea? Los «valores» que a veces invoca son algo gaseoso que si va más allá del llamado «pensamiento blando» es para incurrir en lo que yo llamo el «pensamiento fofo».
El odio a España y el vejamen de sus símbolos han sido durante cuatro decenios el hilo conductor de unos planes de enseñanza –apoyados por una prensa, un cine, unas artes plásticas, en suma, por una «cultura» envilecida– que han expulsado a las afueras del sistema a las generaciones asilvestradas del llamado «antisistema» que recuerdan de modo inquietante a los «extraparlamentarios» de los «años de plomo» en ciertos países europeos. Cuando esta camada, a raíz de unas elecciones municipales de mal agüero para la Monarquía si no lo fuera de mal recuerdo, apea de sus pedestales los bustos de próceres u hombres de letras que triunfaron en el «régimen anterior», la derecha vergonzante del centro huero y el pensamiento fofo se apresura a destacar, cuando no a inventarles, presuntos méritos en su lucha imaginaria o su «exilio interior» contra el mismo régimen que los colmó de honores. Su feroz adversario en cambio –dicho sea en su honor– nunca reniega de sus antepasados ni de sus gloriosas proezas. De no ser por esta cobardía vergonzante de la derechona, no se explica que al exigir la rencorosa siniestra (perdón por el italianismo) la reprobación del «glorioso alzamiento» de julio del 36 no se hubiera reprobado a la vez la «gloriosa revolución» de octubre del 34.
Todo lo antedicho se me ha ocurrido después de leerme «Los mitos del franquismo», de Pío Moa, con intención de reseñarlo. Pido mil disculpas al autor y a sus numerosos lectores, pero es que yo soy incapaz de añadir una línea a su bien trabada argumentación. Sin embargo, puesto a ello, y dado que uno de esos «mitos» es la presunta «feroz enemistad» entre el Caudillo y Don Juan de Borbón, echo de menos alguno de los juicios de este sobre aquel en la lista que figura en el apéndice, a la que quisiera añadir las palabras pronunciadas por el Conde de Barcelona al cumplir los 70 años y salir al paso de una impertinencia cortesana: Franco fue un patriota y un sincero monárquico, que gobernó a España de forma dictatorial, pero también con aciertos que transformaron al país como nadie lo había hecho nunca.