Honorio Feito
Suelen explicar el éxito de los matrimonios prolongados en el tiempo, por el cuidadoso reparto de las funciones que cada miembro de la pareja debe asumir. Por ejemplo, la mujer se ocupa de la economía doméstica, de disponer cuándo se cambia la vivienda conyugal, alguno de los vehículos –en nuestra opulenta sociedad, los bienes de consumo se encuentran a pares en algunos casos- y, lógicamente, todo gasto que tenga que ver con la economía familiar, dejando para el marido lo que pudiéramos llamar asuntos de auténtico calado, como la manera de resolver el paro, el controlar la prima de riesgo, el precio del barril de crudo, o gestionar el asunto del terrorismo yihadista. No son temas para tomar a broma, no pretendo escribir un artículo gracioso.
Es cada día más evidente el deterioro de las relaciones sociales y de la convivencia ciudadana. Existen numerosos indicadores, o ejemplos, de lo que estoy diciendo.
Uno de los sectores que, probablemente, mantiene el nivel de ocupación laboral es el de la hostelería, y sin embargo, es el peor tratado por cuantos desarrollan su actividad laboral en él. Se podrá justificar esto sobre el hecho cierto de que, salvo en algunos puestos, la hostelería hoy requiere de muy poca mano de obra especializada. Y hasta podrán argumentar, algunos empresarios, que el público ya no está dispuesto a pagar la profesionalidad del personal, y prefiere que le sirva un recién llegado que, al fin y al cabo, ni siquiera tiene que saber montar una mesa si esto no sube el precio de las consumiciones. Son camareros –si es que debo denominarlos así- mal vestidos, sin afeitar, o con los uniformes sucios. Ya no miremos las manos y las uñas, o el cabello, cuando el desaliño forma parte, en muchos casos, del uniforme diario de los que se dedican a darnos de comer, cuando se supone que tienen un carné de manipulador de alimentos y la pericia necesaria para que esta manipulación se haga con las herramientas adecuadas y no con las manos, como algunos interpretan. Te tutean, te ignoran, te tratan con desdén… La falta de experiencia no es un delito, si hubiera un superior que quisiera y supiera enseñar. Pero la aptitud que se aprecia no permite ilusionarse con ellos. Tal vez porque les falta escuela.
Resulta curioso observar cómo la fama internacional que consagra a nuestros cocineros, a los que la pedantería popular y la ignorancia prefiere denominar “chef” y no jefe de cocina, contrasta con lo que estoy denunciando. Y resulta no menos curioso comprobar que la nuestra es una sociedad que tiende a la obesidad, cuando la dieta mediterránea está comprobado que es la más sana. Creo que algo hemos olvidado o alguien nos ha engañado, y espero que estemos a tiempo de corregirlo.
Pero yo me refiero a algo más evidente, como es el trato y las relaciones entre los profesionales y el público en general. Aquello de servir ha pasado de moda. Ahora, la falta de profesionalidad, no sólo en hostelería, se suple con la altivez, desfachatez y malos modos… el que sirve (¿sirve quien vale o vale quien sirve?), está ataviado con indumentarias que nada tienen que ver con la clásica chaquetilla blanca y pantalón negro que son imagen de pulcritud; camareros con barba de dos días, brazos tatuados y piercing en las orejas, en las narices o en los labios… imagen más propia de un cantante de rock que de una persona que manipula alimentos. El tuteo ha pasado a ser signo de progresía y el derecho de admisión es algo que salta a la vista cuando la aptitud del que te atiende, desbordado no tanto por la afluencia de clientes, sino por su incapacidad para atender su rango, se te espeta como un desafío, como si te dijera que si no estás de acuerdo con lo que hay, tomes las de Villadiego…
Hace años escribí un pequeño artículo titulado “Historia de se servirá un vino español”, que solía ser el acto que cerraba la celebración de los acontecimientos sociales en, por ejemplo, la presentación de un libro, una conferencia o una reunión de accionistas. Fue un artículo en cuyo desarrollo conté con el escritor Vizcaíno Casas, en pleno éxito como novelista en aquel momento, y con el periodista Antonio D. Olano, ambos excelentes conocedores de aquella sociedad española que buscaba asomarse al mundo. El extracto de mi artículo refleja la constante preocupación de los profesionales por superarse a sí mismos, y las virtudes de una profesión –bendita profesión- que tiene como objetivo servir a los demás utilizando un vehículo nada sospechoso, como es la comida o la bebida. Recuerdo también la anécdota de Montserrat Caballé, según su propia versión, cuando un día de Nochebuena, siendo ella niña, su madre preparó el menú de la cena con un único ingrediente, la coliflor, que aderezó de dos maneras diferentes para preparar dos platos distintos y así disimular la condición humilde de una cena que debía presidir el cariño de la familia y no la excelencia de las viandas… creo que a la hostelería de hoy le falta, más que cariño, educación como al resto de la sociedad española.