José Utrera Molina
Hubo un tiempo en el que llegué a pensar, con evidente ingenuidad, que el odio, esa planta envenenada y corrosiva, criminal y nefasta que tanto sufrimiento había causado a lo largo de la historia de nuestra patria, había desaparecido de los paisajes de España o al menos estaba limitada su influencia y residía en la más absoluta marginalidad.
Lo creí sinceramente y lo proclamé ante el escepticismo de los que se resistían a abandonar las filas de la pesadumbre. Navegamos durante muchos años embarcados en el barco de la utopía, que siempre ha sido el motor de las grandes horas de España, pero la inevitable realidad es que asistimos de nuevo a la resurrección de odios cainitas que han venido a golpear los cimientos de una concordia que algunos creímos definitiva.
Los que perdimos repentinamente la niñez por la tragedia de la guerra tenemos la obligación moral, ya en el ocaso de la vida, de advertir contra el grave peligro que se esconde tras la proliferación del germen del odio. Derriba todas las fronteras, se convierte en una brillante pieza irracional y se utiliza con manos criminales para dividir lo que está unido, asaltar y destruir lo que se edificó con tanto esfuerzo y borrar de la memoria colectiva la huella de una España hoy irreconocible y que vislumbro en el recuerdo cada día más nítidamente como una patria alegre, ilusionada y, sobre todo, verdaderamente libre.
Nunca he querido ser profeta de la apocalipsis, pero quedamos pocos testigos de los estragos que el odio causó en nuestra nación y le pido a Dios que nos libre de esta plaga maldita que ha vuelto a reaparecer ante el temor, la irresponsabilidad y el silencio de muchos. El odio se palpa en las pancartas, en el tremolar de banderas amenazantes, en los mítines, en las proclamas radiofónicas, en las tertulias y lo que es peor, circula por las capas más bajas de la sociedad como una especie de antídoto frente a todos los males sociales que aquejan a España.
Personalmente, jamás sucumbí a la tentación de ese horrendo sentimiento, pero conozco su fuerza aniquiladora y lo he mirado siempre con temor y respeto. El día que se abran las puertas para una circulación ambiciosa del odio, España habrá llegado a su fin. Hablar de reconciliación, de fraternidad, de solidaridad, de sonrisas, corazones y entendimiento entre los hombres y al mismo tiempo sembrar la cizaña de un odio rastrero y cobarde, me parece no ya una impostura, sino una verdadera felonía.
Mi advertencia apenas si encontrará eco en los medios, pero alivia mi conciencia de español dolorido. Ahora que ha terminado la primavera, no quisiera que el sueño que alimentó mi vida se rompiera para siempre. Apelo a la esperanza y no a los recuerdos que la matan. Acudo a los ejemplos que fortalecen el espíritu y levantan el corazón y pido en un último clamor que las banderas que dividen y amenazan sean definitivamente arriadas si no queremos abocar de nuevo a España a una tragedia inevitable.