Siete Revueltas

Antonio Burgos
ABC 
 
No creo que haya una calle cuyo nombre defina mejor que Siete Revueltas la sociología colectiva, el carácter de la mayoría de sus vecinos y hasta la guasa de la complicada Sevilla. Siete me parecen pocas. Sevilla tiene muchas más de siete revueltas: siete mil, en su mala baba, en la dificultad de comprenderla, de la que hace gala, en su falsedad, en su carácter tornadizo, cobardón y voluble, de modo que solemos representarla con una veleta, la Giralda, que se orienta divinamente según los vientos que vayan soplando y conforme vaya haciendo falta. Veleta que han convertido en estatuilla que entregarse suele como trofeo: el Giraldillo. Que a un sevillano le den un giraldillo es como si le entregaran un espejo: para que vea lo tornadizo y voluble que es.
 
En estas siete revueltas de la calle, en la desagradecida “pobre ciudad, pobre ciudad” de la Piedra Llorosa del alcalde García de Vinuesa, le dieron la otra noche un homenaje a un antiguo servidor público, que le dio piso a media Sevilla tras la riada del Tamarguillo de 1961 y al que han despojado de todo pasado honor los que anteponen a la Verdad Histórica la que llamar suelen Memoria, que habitualmente es una resentida manipulación de la mitad de la mitad de lo ocurrido en nuestra Patria. Hablo de don José Utrera Molina, fiel siempre a sus ideas, coherente con su lema falangista de “vale quien sirve”, quien “Sin cambiar de bandera” (como se titula su libro de memorias) despreció los cargos que le ofrecieron en la UCD cuando la Transición. De haber sido lo que nunca fue, un chaquetero, Utrera no recibiría ahora los agravios de quienes quieren borrar la historia y no reconocer su labor en Sevilla, de la que fue gobernador de 1962 a 1969. Lo que hace que me hierva el agua del radiador con los ataques y falsas acusaciones a Pepe Utrera, al que ponen poco menos de genocida, es que los cometen precisamente los hijos y nietos de los que pasaron desde los corrales de vecinos en ruinas y desde los refugios municipales de la Cochera de los Tranvías o del Matadero a un piso propio en el Polígono de San Pablo, que aquel gobernador falangista creó enterito, como tantas otras barriadas. Doy un dato: de una población de 500.000 personas, la riada del Tamarguillo dejó sin hogar a 125.000 sevillanos. A todos ellos les dio piso Utrera Molina. Por lo visto, según algunos, hacer eso es un genocidio. Utrera Molina, él solito, entregó más pisos en Sevilla que la Junta en cuarenta años de Régimen Sociata Andaluz: a ver dónde están esas barriadas obreras del partido que presume de tal.
 
(En punto a ingratitudes de Sevilla, un inciso: se habló el otro día de la primera desaparición del Vacie, en el chabolismo de la ciudad de Villalatas, del Manchón, Las Erillas, Haza del Huesero. Parecía que El Vacie había desparecido solo. Nadie recordó que fue gracias al gobernador anterior a Utrera, al monárquico don Hermenegildo Altozano Moraleda, del Opus Dei (sí, ¿passssa algo?), que tuvo el valor de llevar a Franco a aquel Tercer Mundo sevillano de las chabolas del Vacie. Donde, comido de moscas, el dictador, oxeándolas con un pañuelo y con su vocecita de autoridad, dijo: “Moraleda, que quiten esto cuanto antes y hagan pisos a este gente”. Pero al monárquico Altozano se le ignora; como al falangista Utrera, que lo sucedió en el Gobierno Civil, se le calumnia e injuria.)
 
Nada de estas cosas, sin punto alguno de resentimiento, dijo Utrera Molina en su agradecimiento por el homenaje que le tributaban en La Revuelta. Utrera, que es un gran sonetista, un prosista digno de que Mainer lo hubiera estudiado en “Falange y Literatura”, dio un emocionado discurso en el que tuvo en los labios una sola palabra: “Sevilla”. La Sevilla a la que sirvió y en la que fue feliz. La que nunca está ausente ni de su corazón de patriota español ni en su boca de poeta falangista, esa literatura joseantoniana tan cercana a Ortega y Gasset. Como Romero Murube, como Rafael de León, Utrera Molina siempre tiene a “Sevilla en los labios”.
 
Y eso en la ciudad de las complicadas siete revueltas nunca se reconoce. Ni se perdona. 

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