Populismo, idiotez, incapacidad

 Honorio Feito
Periodista
 
 
 
Los gurús del establishment han acuñado
un nuevo término: “populista”. La RAE lo define como la tendencia política que
pretende atraerse a las clases populares. Pero todos sabemos que cuando los
gurús del establishment acuñan un término suele ser con carácter peyorativo,
hacia quien no comparte su credo político. Hace unos cuantos años, se emitía en
TVE un espacio conducido por el académico Criado del Val, sobre el uso correcto
del idioma español. Trataba en vano de corregir esos vicios que ponen de moda
palabras a las que cambian su significado tradicional por otro más al gusto de
las clases populares. Tuve ocasión de entrevistar al académico dos veces, para
confirmar el maltrato que los políticos daban al idioma, cuando estaban de moda
aquellos conceptos como “plataforma reivindicativa” y demás, que eran el gancho
preferido por los sindicalistas católicos reconvertidos a CCOO y a USO y que
contaba también con la aprobación de UGT.

 
En la catalogación que se ha venido aplicando al
recientemente electo presidente de los Estados Unidos, el republicano Donald
Trump, hemos visto la evolución sistemática con que el establishment, a través
de sus gladiadores titulares y suplentes de la arena periodística, ha venido
aplicando sobre este personaje: Misógino, segregacionista, palabrotero,
prejuicioso, abusador, discriminador etc. etc. etc., pues todo esto queda ahora
resumido en una sola palabra: populista.

 
Bajo el término populista engloban a personajes de
diferente linaje. Lo mismo ocurre bajo el término dictador. Los meapilas de lo
políticamente correcto, el establishment en suma, se las apañan siempre para
consolidar el insulto, metiendo en el mismo apartado, o definición, a personas
cuyo comportamiento dista entre sí lo que dista la luz de las tinieblas. Pero
les da igual. Ellos trazan unas paralelas y el que quede fuera del espacio que
hay entre ambas, está excluido del sistema, y queda condenado y descalificado.
 
Los síntomas de que el sistema no da para más saltan a
la vista. El buenismo aparente, que parece subyugar a los mandatarios
occidentales, ha llevado a la desafección de las sociedades que dirigen. Lo
ocurrido en los Estados Unidos, en las recientes elecciones, es una prueba de
ello, como el ascenso del Frente Nacional, de Le Pen en Francia, o el ascenso
del voto para candidatos como el austríaco Norbert Hofer, en Austria, o Viktor
Orban en Hungría. A todos ellos les une un instinto de proteccionismo hacia sus
compatriotas y una necesidad de protección para garantizar el alcance de las
ayudas sociales a sus convecinos. Es un sentimiento de nacionalismo que busca
mantener un principio de justicia para quien ha colaborado, con sus impuestos y
su trabajo, a crear lo que ahora llaman el estado del bienestar, frente a lo
que consideran el intrusismo de inmigrantes que no trabajan y viven de las
ayudas sociales, o incluso los refugiados. Algo de esto inspiró también el
Brexit.

 
Es una obviedad que discutir el alcance de las ayudas
sociales, de los países desarrollados, y su aplicación a las personas menos
favorecidas procedentes de otros países, podría entenderse como un objetivo
egoísta e irrazonable, que representa una afrenta desde el punto de vista
católico, para los que somos católicos, y también desde el punto de vista de la
beneficencia, que es como el Estado laico, a lo largo del siglo XIX, asumió la
caridad cristiana que durante siglos ejerció la Iglesia Católica. Y tal parece
que las posturas proteccionistas hacia sus compatriotas, por parte de los
líderes antes mencionados, son a la vez una desatención hacia los más
desfavorecidos.

 
Paralelamente, parece que los países europeos han
asumido la responsabilidad de recibir, instalar, proteger y atender a miles de
refugiados e inmigrantes a los que sería más fácil entenderse con sus hermanos
de religión y cultura en otras latitudes, que además gozan de economías fuertes
basadas en el petróleo. Europa está cediendo gran parte de su personalidad a
favor de estas minorías que, instaladas en barriadas cada vez con más presencia
en las diferentes ciudades de los países de acogida, rechazan su integración
cultural y social y mantienen sus rasgos socioculturales como garantía de su
sumisión religiosa. Nadie puede negar que hay una gran dosis de intransigencia
entre los inmigrantes para adaptarse a la vida y costumbres occidentales. Las
diferencias entre el mundo desarrollado y el que ellos dejan atrás exige una
predisposición que casi nunca acompaña al inmigrante. Europa envejece y
necesita mano de obra que trabaje para pagar impuestos con que mantener el
nivel de vida y las políticas sociales. Hay una gran diferencia entre asumir la
responsabilidad de un trabajo homologado o venir a disfrutar de unas ayudas,
sin más, que dan para ir tirando, sin ninguna prestación a cambio.
 
Resulta curioso que la mayor parte de los artículos
que he leído últimamente muestren la gran preocupación de sus autores hacia el
efecto que van a provocar las medidas políticas, económicas y sociales de
Donald Trump no ya en Estados Unidos, sino en América y en el mundo entero, y
nadie haya pensado en soluciones a aplicar en el origen de los grandes
problemas que amenazan la coyuntura social y política de nuestros países, cuyos
ciudadanos empiezan a sentirse desprotegidos de la moda del buenismo mal
entendido que aplican sus dirigentes políticos.

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