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La lectura sopesada del artículo titulado El Abrazo, publicado en el número especial de La Gaceta de la Fundación José Antonio Primo de Rivera, correspondiente al número especial sobre el 20 de noviembre, número 189, de fecha 18 del mismo mes, del que es autor don Enrique de Aguinaga, me anima a considerar algunas reflexiones. La primera de ellas es obligada y se refiere al comportamiento del fundador de Falange. Su entereza, su personalidad, su humildad, su generosidad “tras la tremenda conmoción de sentirse condenado a muerte, al principio de la vida, José Antonio se rehace y, sonriente, anima sus hermanos: “estáis salvados”. Es entonces –dice Aguinaga– cuando José Antonio tiene un gesto tan sublime que, a falta de una explicación inmediata, queda inadvertido. Comunicada la sentencia, José Antonio sube al estrado y abraza al Presidente, el magistrado Iglesias del Portal”.
Habría que destacar también el comportamiento de la familia de José Antonio Primo de Rivera. Su hermano Miguel, que fue juzgado y condenado a cadena perpetua en la misma vista y su cuñada Margarita Larios. El plazo de la condena perpetua de Miguel estaba limitado a 30 años, según la legislación de la época, y fue testigo de aquel acontecimiento. Cuando en 1955 era embajador español en Londres, Miguel Primo de Rivera recibió una carta fechada en México, el 30 de enero de 1955, en la que las hijas del juez Eduardo Iglesias Portal, presidente del Tribunal que condenó a muerte al fundador de Falange, recordaban a Miguel el gesto de su hermano que, recién sentenciado a la pena máxima, tuvo todavía arrestos para subir al estrado, decirle a Iglesias Portal que sentía el mal rato que por su causa estaba pasando… y estrecharse ambos en un abrazo. Añade el párrafo de la carta reproducido por Aguinaga en su artículo, y leída también en 1981, en el programa de TVE La Clave, que dirigía José Luis Balbín, por el director de cine y primo hermano de José Antonio, José Luis Sáenz de Heredia, que ambos, juez y condenado, eran amigos.
Para los jóvenes españoles que han crecido en esta democracia selectiva y partidista, que condena los vestigios históricos, especialmente los más recientes de nuestra Historia Contemporánea, y que maquilla cualquier rasgo que permita pensar que hay vida más allá del deteriorado sistema actual, la conclusión es que durante los casi cuarenta años de régimen del general Franco los españoles vivían sometidos a la tiranía de un dictador, reprobable comportamiento de privación de libertades e imposición de medidas represoras que ahogaba la convivencia de los ciudadanos. Lo cual me lleva a la segunda reflexión: Eduardo Iglesias del Portal, el presidente del Tribunal que juzgó y condenó a José Antonio Primo de Rivera a muerte, marchó a México, a través de Francia, al terminar la Guerra, o probablemente antes, y vivió en México colaborando con el gobierno de la Segunda República en el exilio hasta su regreso a España, regreso que se produjo gracias a las gestiones de la familia Primo de Rivera, a raíz de la carta mencionada que sus hijas enviaron a Miguel. No es un testimonio único, sino que está confirmado por la propia familia de Iglesias del Portal, que han vivido en la España del régimen de Franco con total tranquilidad y sin que nadie hostigara su día a día, igual que otros exiliados como él.
La tercera reflexión es precisamente acerca de la tan cacareada reconciliación nacional. Hay evidentes pruebas de que esta reconciliación, que tanto parece preocupar a los resentidos que han inspirado la famosa Ley de la Memoria Histórica (José Luis Rodríguez Zapatero, que Dios mantenga alejado de nosotros a perpetuidad, al frente de todos ellos), comenzó en plena Guerra Civil. La dichosa ley ha dado muestras de intransigencias e imposiciones ajenas al sentimiento noble de la convivencia y del sentido común –ahí están los nombres de las calles, las subvenciones, las acusaciones, la unilateral forma de juzgar e imponer y la intolerante manera de no admitir la Historia como ocurrió, tratando de reescribirla con la intención de acomodar roles que están fuera del tiempo-.
La mejor prueba de que la reconciliación comenzó ya en plena contienda(y podríamos aludir a una batería de leyes y disposiciones irrefutables que comienzan en aquella época), es el gesto de José Antonio ya descrito y el texto de su testamento: “Ojalá fuera la mía la última sangre española que se vertiera en discordias civiles”.
La insistente obsesión por silenciar, eso que el profesor Aguinaga llama “la censura invisible”, es un proceso activo que se mantiene vigente a pesar del tiempo transcurrido. No es sólo la obra de José Antonio, sino la de aquellos que compartieron sus ideales. Objetivamente, no se puede culpar sólo a la izquierda de haber sabido silenciar aquel legado. Con minuciosa meticulosidad, todavía se sigue insistiendo en el mensaje que aleja a los españoles de su pasado reciente. Unejemplo, y no es por desgracia el último, lo pudimos comprobar en la intervención del Rey Felipe VI, el pasado jueves 17 de noviembre, durante el acto de apertura de la XII Legislatura, cuando dijo: “Hace casi cuarenta años, los españoles fueron capaces de unirse para iniciar juntos un nuevo camino en nuestra historia: el camino de la reconciliación; el de la paz y el perdón; el camino de la desaparición para siempre del odio, de la violencia, de la imposición…” Es evidente que el Rey, en primer lugar, y en su nombre, La Monarquía, y los asesores y redactores del discurso han hecho gala del descuido, la negligencia histórica, la inadvertencia o la indiferencia al escribir el lamentable párrafo, porque testimonios de que esto no es así, no fue así, los puede hallar el lector a poco que escarbe en nuestra Historia reciente y lea, por ejemplo, el artículo El Abrazo, de Enrique de Aguinaga, al que me estoy refiriendo, y encuentre, sin ir más lejos, la esquela del juez que condenó a muerte a José Antonio, ¿o debo escribir más acertadamente el juez que firmó la sentencia de muerte, puesto que la sentencia venía dictada de Moscú?, y compruebe que en dicha esquela, este juez, Eduardo Iglesias Portal, falleció cristianamente (porque era fervientemente católico), en la localidad cordobesa de Aguilar de la Frontera el 19 de enero de 1969, a los ochenta y tres años de edad.
¿Cómo explicar las evidentes contradicciones entre lo que realmente ocurrió y lo que nos dicen que ocurrió?, pues silenciando, mintiendo, distrayendo e implantando la Ley de Memoria Histórica que se aplica con sabrosos emolumentos para ablandar las conciencias más reacias o las más avaras.
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