Honorio Feito
El Diccionario de la RAE define síntoma como fenómeno revelador de una enfermedad, en su primera acepción, y en la segunda como señal, indicio de que una cosa está sucediendo o va a suceder. No estoy muy seguro de si el Diccionario recoge lo que los españoles entienden por síntoma, pero si escogemos la segunda acepción creo que podré argumentar que los síntomas que se perciben en España no traen buenas sensaciones.
El primer síntoma es que al Parlamento se puede llegar de dos maneras: o trepando a través del sinuoso sendero de cualquiera de los partidos al uso, o buscando la manera de interesar a unos cientos de miles de frustrados, con un mensaje más que esperanzador, de resentimiento hacia el todo. A través de estas dos vías, un español puede conseguir sentarse en uno de esos escaños que, y esto no es un síntoma sino una realidad, están dotados de prebendas sólo reservadas a los elegidos por las urnas. Buen sueldo –sensiblemente mejor que la mayoría salvo excepciones- dietas, regalos, etc. De manera que la presencia de algunos elegidos entre los elegidos cuestiona el prestigio del lugar y a este lugar se le supone el templo de la Patria mía. Pero no ya el Parlamento, sino que toda la clase política, lo que Iglesias Turrión acertó en definir como “la casta”, apelativo que estaba ya en la mente de la mayoría de los españoles, y a la que él ahora pertenece como todo su grupo, tienen privilegios que superan con creces las ambiciones medias de los españoles de a pie.
El síntoma que más me preocupa no obstante es el del soberanismo. La insistencia de los que pretenden llevar las cosas a un extremo que permita mangonear a su gusto sin dar cuenta a ningún organismo superior, o sea, nacional. El síntoma produce la sensación de ausencia de un gobierno central, un gobierno que ejerza la primera y la principal norma de cohesión de España como nación, la soberanía y la unidad de la Patria. La ausencia de un aparato estatal que vele por lo más esencial para una nación: su unidad.
La sensación que produce la vicepresidenta del Gobierno de España (¿o de la marca?), y su despacho en Barcelona, para tratar directamente los asuntos relacionados con el soberanismo, es el síntoma de lo que va a suceder o puede suceder que es, como escribí anteriormente, la vertebración de un paso más en la carrera por la ruptura, o si prefieren por la no dependencia de una región de España respecto del conjunto, del todo. Eso preocupa a José María Aznar y lo ha hecho saber y ahora está siendo demonizado por sus colegas peperos, los que están donde están (aunque estén como estén), gracias, en alguna medida, a él. Síntoma y sensación de que las cosas no andan bien en el Partido Popular, que es el primer partido del panorama partitocrático, cuya pérdida de votos es manifiestamente alarmante para una formación que pretende gobernar la nave nacional. Claro que Rajoy, en la cena de Navidad ya habló de la necesidad de trabajar en las próximas elecciones…
Un síntoma del fracaso de este sistema es la tan cacareada apelación al “régimen anterior”. Ya escribí en alguna ocasión que la democracia le debe más al Caudillo que a ninguna otra persona o institución. Aunque sea para denostarlo, lógicamente. Este síntoma produce la sensación (es como un resorte de causa y efecto) de que la capacidad para gobernar es una veta agotada, y los rufianes, gorrones, trúhanes, bribones, pillastres, fuleros, felones, hampones y pilluelos que se dejan querer en instituciones, partidos, delegaciones, subsecretarías y demás organismos del organigrama de este Estado que descansa entre organigramas de toda índole, utilizan la figura del Generalísimo como comodín de una baraja marcada, con la que los tunos y tunantes presumen de ser tahúres de la política, prestidigitadores de chistera que convierten en infamia el ejercicio de la cosa pública.
La economía va a rastras; el empleo no despega; el futuro sigue siendo peor que incierto, especialmente para los jóvenes; las infraestructuras no completan un cuadro medianamente esperanzador. Somos una sociedad dedicada a los servicios, pero con servicios de discutible calidad. Pero tenemos una clase política especializada en dividir, en restregar la revancha, en represaliar los hechos históricos, en desafiar la armonía, en incitar al enfrentamiento. Y tenemos también a representantes de ciertos organismos dominados por la indolencia de los políticos de turno. Es lo que produce nuestra sociedad, de la que emanan todas las personalidades, de la que provienen los que toman el testigo de la continuidad, de la que brotan los guías que van a ser referencia en un futuro inmediato. Creo que es muy difícil que un país, una nación, pueda prosperar ante este panorama.