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Francisco
Correal
Hoy no me
llamará para darme las gracias por este artículo. Puede que otros me llamen
para recriminarme que lo haya escrito. Con su descanso eterno igual también
descansan los que hace un tiempo emprendieron una tabarra contra José Utrera
Molina para que retirasen todo símbolo que recordara su paso por la política,
incluso por este mundo que llenó de hijos y, por lo visto, de muy buenos
amigos. Entre los mejores, el decano de los articulistas, Manolo Alcántara,
omnipresente en dedicatorias, poemas y objetos en la casa que Utrera Molina
tenía en Nerja y donde fui a entrevistarlo en febrero de 2013. “Yo le sigo
llamando José Utrera / a querer lo que siempre se ha querido”, escribe
Alcántara en un soneto con el que su destinatario cerraba el libro Sin
cambiar de bandera que me regaló dedicado al final
de aquel encuentro.
Conocí a
Utrera Molina gracias a la memoria histórica. A partir de una pista que me
facilitó el historiador Juan Ortiz Villalba para dar con Pepita Barbero, hija de
Emilio Barbero, concejal del Ayuntamiento de Sevilla asesinado la misma noche
del 10 al 11 de agosto de 1936 en el kilómetro 4 de la carretera de Carmona en
la que fusilaron a Blas Infante. Di con Pepita Barbero en su casa de la calle
Jamaica del barrio de Heliópolis y justo cuando se cumplían 75 años de la
muerte de su padre me contaba en el periódico que no quería morirse sin tener
la ocasión de darle las gracias a José Utrera Molina. Siendo ministro de
Vivienda, puso todos los medios para que a la huérfana de Emilio Barbero no la
echaran de la casa en la que nació y de la que un día de julio del 36 se
llevaron a su padre para matarlo. Cuando leyó la historia, Utrera Molina me
llamó por teléfono para que le pusiera en contacto con aquella mujer. Me encantó
propiciar aquel abrazo entre las dos Españas.
He oído que el
motivo para borrarlo del callejero fueron sus crímenes de guerra. Hijo de su
tiempo, no me cabe duda de que como gobernador civil, igual que facilitó
vivienda a muchas familias afectadas por la riada del Tamarguillo, fue
implacable con sindicalistas y con la incipiente izquierda curtida en las
fábricas y en las aulas. Pero Utrera tenía diez años recién cumplidos cuando
Franco volteó la República. No estará en el callejero, pero sigue en el soneto
de su amigo Manuel Alcántara.
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