¿Fue un fracaso la guerra civil?

Pío Moa

La
Gaceta

Últimamente
se está poniendo de moda, a partir del PP, hablar de la guerra civil como “un
fracaso”. La idea va ligada a otra también muy del PP, que he examinado
en La guerra civil y los problemas de la democracia: la de que fue
un enfrentamiento por así decir “sin ton ni son”, entre pequeñas minorías
de “canallas y sádicos sayones”, como dice Pedro J, que empujaron por la
fuerza a luchar a una gran mayoría de españoles que simplemente “pasaba por
allí”. Estas frases expresan la bien acreditada inanidad intelectual de la
derecha española, combinada con un sentimentalismo menos inocente de lo que
parece.

La
pandilla “intelectual” del PP juega con ese sentimentalismo de origen
izquierdista y volteriano según el cual los pueblos son pacíficos y las guerras
solo interesan a “los de arriba” o a minorías embrutecidas. Por ahí ya van mal,
porque la mayoría del pueblo entiende al PP precisamente como “los de arriba”.
Pero, en fin, todo el mundo está de acuerdo en que las guerras son malas por sí
mismas, como lo son también las operaciones quirúrgicas, aunque no por eso las
calificamos de fracasos, salvo que salgan mal. Siguiendo por ahí también
podemos decir que las paces son un fracaso, porque suelen terminar en guerras,
o que la vida es un fracaso radical, porque termina en la muerte. No hay como
ponerse profundo para alcanzar altas cimas del pensamiento.

Desde
luego, todas las guerras son un fracaso para los perdedores y un éxito para los
vencedores. Pero también puede decirse que son un fracaso general, en el
sentido de que, por explicarlo en términos económicos, los costes son mayores
que los beneficios. Pero ¿es esto siempre así? La guerra de independencia de
Usa es vista como un gran éxito por los useños, ya que alumbró un país de
enorme fuerza expansiva y que llegaría a ser primera potencia mundial en casi
todos los terrenos. Y de la posterior Guerra de Secesión puede decirse algo
parecido. En cambio la guerra de España contra la invasión francesa, aunque un
éxito en sí misma (para los españoles, claro, no para los franceses), dejó un
país profundamente dividido y abocado a guerras civiles y pronunciamientos. El
coste fue inevitable, pero los beneficios muy escasos. O consideremos la guerra
civil rusa tras la revolución comunista: fue un éxito para los rojos, pero a
Rusia la metió en una paz nada deseable, signada por una tiranía sin
precedentes, cortada luego por una guerra contra la invasión alemana, que
también fue un éxito para los rojos pero no cambió la lúgubre paz anterior. En
fin, ¿fueron un fracaso las guerras médicas o las púnicas, o tantas
otras? De manera inmediata, depende de la perspectiva, es decir, de los
vencedores o de los vencidos, y de manera más general, de sus
consecuencias.

También
pueden calificarse las guerras civiles de fracasos de la convivencia cívica.
Esto no pasa de ser una perogrullada, como decir que una batalla es un choque
de dos fuerzas armadas. Pero pasar de la perogrullada exige algo más que
declamaciones sentimentales. Exige explicar por qué fracasó y qué se jugaba en
la guerra misma. Y esto es lo que ocultan los “intelectuales” del PP. Sobre
cómo fracasó la convivencia no hay duda. En Los orígenes de la Guerra
Civil mostré concienzudamente cómo el PSOE quería y buscaba
deliberadamente una guerra civil “a la soviética”, cómo la preparó en la
propaganda y en los hechos, y cómo después de su fracaso en el 34 persistió en
las mismas ideas e intenciones; cómo los separatistas catalanes se declararon
“en pie de guerra”, y la prepararon después de las elecciones de 1933; Y
cómo la insurrección del 34 fue apoyada por prácticamente toda la
izquierda republicana y por parte de los anarquistas, incluso por el partidillo
del botarate Miguel Maura. Está clarísimo así de dónde partió el impulso
a la guerra civil.

Ahora
bien, eso no acaba con la cuestión. Hay que entender por qué las izquierdas
querían la guerra civil, con más o menos deliberación o entusiasmo. Y
también por qué la derecha se opuso a ese camino con tan poca energía que
finalmente no fue posible evitarla. El PSOE quería la guerra por dos razones:
porque aspiraba a un régimen de tipo soviético que, según creían o querían
creer, iba a acabar con las injusticias sociales, con “la explotación del
hombre por el hombre” e inaugurar para España una nueva era de paz y felicidad.
Y en segundo lugar creían que las condiciones históricas estaban maduras para
dar el paso, cosa que los comunistas, más prudentes, dudaban; si bien se
unieron al PSOE e incluso reclamaron la responsabilidad del movimiento de
octubre cuando los socialistas, con típica cobardía, negaron haberlo dirigido.
Así, existía en la sociedad un impulso revolucionario que era al mismo tiempo guerracivilista.

En
cuanto a las derechas, fueron incapaces de oponerse debido también a su
debilidad intelectual o ideológica o como quiera llamársele. No sabían nada de
marxismo, que era la gran ideología de la época en muchos países, tenían una
visión muy roma y elemental de la historia, y ante todo querían mantener la
paz, aceptando incluso una república dominada por unas izquierdas que atacaban
sin tregua todo aquello que tradicionalmente distinguía a la derecha: la
religión católica, la integridad nacional, la propiedad privada, la familia
cristiana, la libertad personal, etc. Por ello no adoptaron en ningún momento
una política enérgica y resuelta ante los desmanes y provocaciones contrarios,
con lo cual estos se hacían cada vez más graves. Y después de haber
vencido el asalto de octubre del 34, las derechas entraron en una fase de
descomposición política. De hecho, el impulso final a la guerra no provino de
las izquierdas, sino de las derechas, concretamente de gentes como
Alcalá-Zamora, máximo responsable del empujón final al enfrentamiento armado,
como Largo Caballero lo había sido antes. Si a algo recuerda la actitud
claudicante de la CEDA tras haber ganado las elecciones, y sobre todo de Alcalá
Zamora, Portela y compañía con sus turbias maniobras tras la victoria sobre los
revolucionarios en 1934, es precisamente al PP actual.

Así
ocurrió, en esquema, el “fracaso de la convivencia”. En definitiva, una
sociedad se mantiene básicamente en paz por el respeto a la ley, que afirma un
orden y equilibrio entre las fuerzas e intereses opuestos naturales en la
sociedad humana. La legalidad republicana, impuesta sin consenso ni referéndum
por izquierdas y separatismos, no les bastó a sus propios autores, que procuraron
su destrucción revolucionaria, en el 34 y tras las elecciones fraudulentas del
36. Y la derecha, que se resignaba a aquella legalidad, pero sin considerarla
suya, fue incapaz asimismo de defenderla. Cuando la ley cae, los naturales
conflictos sociales se convierten en lucha abierta, o bien se impone la
tiranía.

Lo
que convencionalmente llamamos derecha, pero que al final tenía poco que ver
con la que había actuado en la república, terminó sublevándose, exasperada por
el abuso y el terror de izquierdas y separatismos. Y no fracasó, sino que
terminó venciendo, a pesar de su situación casi desesperada al principio.

Señalado
el proceso del “fracaso”, en que los intelectuales del PP prefieren no entrar
demasiado, se plantea de nuevo la cuestión: ¿fue un fracaso la guerra? Lo fue
para el bando rojo, cierto, y lo contrario para que el que se llamó nacional
porque defendía la integridad de España. ¿Fue un fracaso para la sociedad?
Depende de la perspectiva. La guerra no fue un enfrentamiento entre “canallas y
sádicos sayones”, sino que cada bando defendía unos intereses y unos valores. Y
lo que estaba en juego era si España iba a desintegrarse o continuar como
nación unida e independiente; si iba a perdurar su cultura cristiana o esta iba
a ser sustituida por un régimen de tipo soviético; si se iba a mantener la
libertad personal aunque se restringiesen las libertades políticas, o se iban a
anular unas y otras; si se iba a mantener la propiedad privada o no. Esto es,
esencialmente lo que se jugó en la guerra civil. Perdieron los que aspiraban a
disgregar a España o supeditarla a los intereses soviéticos, a erradicar la
cultura cristiana, a sustituir la propiedad privada por la del estado, a
establecer alguna forma de totalitarismo, etc. Salvo que uno crea que las
aspiraciones de los perdedores traerían una sociedad de riqueza, felicidad y
libertad casi absolutas, como pretendían, me parece que hay pocas razones para
lamentar la victoria de sus contrarios.

Pero
es que además las consecuencias no pudieron ser más excelentes. Los vencedores
libraron a España de la II Guerra Mundial, que habría sido para España mucho
más feroz y sangrienta; derrotaron el intento del maquis de volver a la guerra
civil y también el criminal aislamiento exterior; y dejaron un país próspero,
reconciliado y políticamente moderado. La sociedad en conjunto no perdió, sino
que ganó, y muchísimo, con el resultado de la guerra. Resultado que parasitan y
corroen los políticos actuales, señaladamente los del PP… ¡invocando la
democracia!

Hay
un lado moral de especial abyección en estos intelectuales políticos: su
denigración implícita o explícita de aquellos que fueron capaces, en situación
extrema, de rebelarse contra la tiranía más peligrosa que haya vivido España. Y
que lo hicieron partiendo de una inferioridad material casi absoluta, y
derrochando heroísmo en muchas situaciones. Pues bien, muchos de ellos, casualmente,
fueron padres o abuelos de los políticos que ahora hablan de fracaso y
equiparan en vileza a unos y a otros. Uno comprende que las izquierdas y
separatistas reivindiquen a sus abuelos, aunque sea mintiendo desaforadamente.
No dejan de mostrar en ello algo de dignidad personal. Pero estos miserables
peperos escupen directamente sobre las tumbas de los suyos. En fin, no hay
palabras.

Recuerdo
que Rajoy se jactó alguna vez de que en su familia no había habido franquistas.
Seguramente porque pertenece a esa clase de gente sin otros principios o
valores que los del “vil metal” (“la economía lo es todo” sostiene el
pensador). Y cree que así podrá flotar en cualquier régimen, lo que a veces
consigue ese tipo de personajes, aunque no siempre les sale bien. Son de la
“tercera España”, que con su majadería aparentemente bienintencionada y
moralista contribuyeron a crear el caos y luego, a la hora de la verdad,
escurrieron el bulto echando pestes de unos y otros o tratando de trepar aquí o
allá.

Uno
de esos políticos-intelectuales del PP razonaba así hace poco: “las calaveras
no tienen ni yugo y flechas ni hoz y martillo en la frente”. Tiene que haber
pensado mucho para llegar a esa conclusión. Decía Schiller que contra la
estupidez es imposible luchar. Sobre todo cuando va envuelta en esa
sentimentalería barata tan típica, que quiere hacer pasar por “malos” a quienes
no comparten sus peligrosas bobadas.