Las traiciones del clero. Por Javier Montero Casado de Amezúa

Javier Montero Casado de Amezúa

María Elvira Roca Barea ha publicado en los últimos cuatro años un par de libros de tal importancia para la formación del buen espíritu español que todos le debemos un agradecimiento sin límites. Los títulos, conocidos por el éxito editorial que han tenido –el primero Imperiofobia y Leyenda Negra y el segundo Fracasología – no creo hayan sido suficientemente leídos por quienes deberían haberlos materialmente sorbido.

La autora se enfrenta a mucha de la historiografía escrita sobre nuestra patria en lo referente al auge y la caída de un Imperio –Flandes, Hispanoamérica y Filipinas- que duró casi 400 años. A partir de ahí, aborda igualmente la animosidad con la que toda Europa va tejiendo una Leyenda Negra la cual, radicalizándose con motivo del cambio dinástico que trajo a España al que en definitiva era un delfín de Luis XIV de Francia, ha ido primero deformando los acontecimientos pasados de nuestra propia historia y al tiempo, y esto es importante en el caso de Francia, propiciando que las decisiones que habían de adoptarse en la gobernación del reino obedecieran más a los intereses de la política interior y europea de Francia que a lo que hubiera convenido al buen gobierno de nuestros territorios. Particular importancia hay que concederle al hecho de que estando la política exterior francesa dominada por intereses comerciales, se vino a olvidar completamente el espíritu de servicio, civilizador y sobre todo misionero de los años del Imperio.

Dentro de este espléndido trabajo de la autora, voy a centrarme en lo relacionado con la traición del clero. Porque si hay algo que sorprende es cómo a lo largo de la demolición de nuestro patrimonio imperial e histórico, se repite el hecho de que en mayor o menor medida el clero siempre ha contribuido a ello.

Me limitaré a dos momentos significativos. El primero es el de la expulsión de los jesuitas de las famosas reducciones del Paraguay. Fue uno de los episodios más lamentables y dañinos para la labor española en América. Pues bien, la decisión –de la que hasta el propio Carlos III parece se arrepintió poco después- fue adoptada, entre otros motivos evidentes como era la depredación de las riquezas de esos territorios por las compañías comerciales francesas, por la mezquina ambición del clero secular peninsular que veía con malos ojos el predominio de las órdenes religiosas a lo largo y ancho del Imperio, no alcanzando ellos en dichos territorios el mismo relieve y poder político y social. Conviene recordar en este sentido que fueron precisamente las órdenes religiosas y no el clero secular quienes destaparon los abusos de los encomenderos demostrando así su verdadero espíritu de servicio y vocación misionera y civilizadora.

El segundo momento significativo es el de la llegada de Felipe V como rey de España. En efecto, en Fracasología explica la autora diáfanamente cómo es la traición de la jerarquía de la Iglesia, en particular Don Luis Fernández Portocarrero Cardenal Primado de Toledo, la que suministrando toda la información necesaria al excelente y muy avisado embajador de Luis XIV, permitía a éste último decidir lo que hacía falta para que la balanza sucesoria se inclinara a favor de Felipe V en perjuicio de José Fernando de Baviera inicialmente nombrado heredero por Carlos II de Austria. Y por si fuera poco, cuando al morir José Fernando – en extrañas circunstancias- habría cabido aún que Carlos II optara por el también Habsburgo Archiduque Carlos, fue ya el propio Papa quien “aconseja” a Carlos II optar por el candidato francés.

Se abre así una etapa, que aún no se ha cerrado, en la que todo lo que se hace en España y todo lo que se escribe sobre España, lleva el sello de lo que conviene a Francia, en particular a su política exterior comercial y a su imagen como país. Y lo que es peor, como demuestra la autora, toda la historia que se ha estudiado en España en el bachillerato –también en la época de Franco- procede de traducciones de lo ya escrito por autores franceses o ingleses que cultivan la misma deformación tendente a mostrar que España es en el fondo una anomalía social, política, cultural e industrial en Europa.

Tiene razón la autora cuando no le gusta que los españoles hayamos aceptado eso de “España es diferente” y nos anima a presentar nuestra historia destacando lo valioso y eludiendo lo que daría vergüenza reconocer. Sin embargo yo le haría ver a Mª Elisa Roca Barea que pese a todo España es en verdad diferente, como lo es el pueblo judío, paralelismo al que por lo demás ella misma también se ha referido en el curso de su argumentario. Y que España es diferente se demuestra si se tiene en cuenta que una nación con un pasado civilizador y misionero que le ha dejado una señal visible, tanto para las demás como para ella misma, no la puede ocultar. Y cuando una nación lleva esta clase de señal, la alternativa es, o soportar las cargas de la fidelidad asumiendo los retos, o renunciar a ello, cayendo entonces en las redes de las banderías y los partidos.

Es curioso que reprochándole a Sancho sus refranes, Don Quijote  le diga  que por ellos le han de quitar el gobierno de la ínsula sus vasallos o ha de haber entre ellos comunidades, (II ª Parte Capítulo XLIII) señalando así con el dedo la división en comunidades como factor de debilitamiento y decadencia. Por ello, antes de terminar vamos a ir de nuevo al clero pero también a las comunidades.

Porque convendría que nosotros aplicáramos por nuestra parte estas enseñanzas de la autora a la famosa transición democrática de 1978. España ha terminado con el régimen republicano que le puso en el borde del precipicio comunista. Inició después una reconstrucción de cuarenta años en los que sin ayuda alguna europea y gracias solamente al muy precavido apoyo norteamericano y justo es reconocerlo, del Vaticano, alcanzó un nivel de desarrollo que le permitió ponerse entre las diez primeras potencias económicas del mundo occidental. Pero ¿cómo perdió España su soberanía política adoptando una Constitución que la parcelaba en 17 Comunidades y que así se debilitaba mediante una decisión que iba en contra de sus propios intereses? Pues gracias a que el clero con su jerarquía a la cabeza apoyó decidida y manifiestamente una Reforma Política que colocó las bases del actual desguace del Estado.

Y una importante reflexión sobre el Galicanismo. Porque si se quiere entender esta postura del clero boicoteando toda política que no le permita mantener el máximo de protagonismo, no hay más remedio que analizar con detalle la política francesa, patria del Galicanismo más puro. Y Galicanismo es igual a Iglesias nacionales al servicio del poder político.

Di Mattei, en su libro sobre el Vaticano II hace notar cómo De Gaulle movió toda su influencia diplomática en favor de la candidatura de Juan XXIII a la sede de san Pedro, con lo que sin duda acertó, ya que no otra cosa que Iglesias nacionales fue el resultado de las conferencias episcopales creadas en ese mismo Concilio que convoca ese Papa.

Y vayamos ahora a la conclusión, que no puede ser otra que dejar bien claro que, además del manifiesto perjuicio que provoca en el ámbito de la política, ese afán de protagonismo del clero, que encuentra en el galicanismo su caldo de cultivo, es también lo más perjudicial para la propia misión de la Iglesia, que sin dejarse nunca seducir por las canonjías del poder político, ha de buscar ante todo el reino de Dios y su justicia, la pureza de intención en el apostolado y el heroísmo en la entrega a los pobres, como fue el caso precisamente de toda la labor misionera de las órdenes religiosas que evangelizaron América.

     

         


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