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Entre las realidades más esquivas a la razón figura la historia. Lo es a causa de su complejidad, su arbitrariedad y la subjetividad de los testimonios. Por ello, el filósofo Richard Rorty ha defendido que una de las funciones del saber histórico es la de proporcionar al público no una imagen objetiva del pasado, sino los fundamentos de lo que debería ser una nación. De ahí que los debates historiográficos puedan entenderse como discusiones en torno al futuro. En España, las izquierdas han asumido, como lo demuestran sus sucesivos proyectos de memoria histórica, esa perspectiva. Y es que ese sector de la sociedad parece no tener problemas con su pasado; lo asume sin autocrítica. Distinta es la situación de la derecha. A diferencia de Vox, el Partido Popular ha sido reacio a participar en esos debates. Su postura suele ser fundamentalmente reactiva, nada proyectiva. No aprende; no escarmienta. Aunque ya viejo y curtido por el infortunio, la discontinuidad de sus pautas culturales hacen de él un partido vulnerable.
No deja de ser significativo que mientras socialistas y comunistas exalten las figuras de Francisco Largo Caballero o ‘La Pasionaria’, Dolores Ibárruri, el PP carezca de figuras históricas de referencia. Por ello, cuando algunos de sus dirigentes, como Pablo Casado, se deciden a emitir algún juicio sobre la II República, como el patético “democracia sin ley”, es peor el remedio que la enfermedad. De inmediato, los ignorantes folicularios de la izquierda suelen recurrir a “los historiadores”.
¿Y quiénes son esos “historiadores”? El grupo organizado en torno a Paul Preston y Ángel Viñas. Una especie de sindicato del crimen historiográfico cuya fuerza radica en su organización como grupo de presión académico y mediático. Como historiador, he de reconocer que me resulta muy difícil explicar el éxito de un individuo como Preston. La valoración positiva de su obra significa, a mi juicio, el triunfo de la mediocridad. Sus libros carecen de análisis cultural; su forma de argumentar es maniquea, buenos contra malos; y su enfoque ideológico, radical. Su biografía del general Franco no pasa de ser una caricatura. La dedicada a Juan Carlos I incurre en el defecto contrario, es decir, en la hagiografía. Tanto es así que en ocasiones no parece un historiador, sino un cronista de ¡Hola!. En su obra El Holocausto español, Preston cae directamente en la abyección, atribuyendo a las derechas un plan de exterminio de las izquierdas; e incluso trata de establecer un paralelo entre Hitler y Franco.
La figura de Ángel Viñas resulta complementaria de la de Preston. Desde el punto de vista metodológico, Viñas es un paleohistoriador. Su método recuerda al positivismo del siglo XIX. El conjunto de su obra es una antología de disparates y prejuicios. Y es que su mensaje es tan simple como unidireccional: la II República fue un régimen ejemplarmente democrático; las derechas conspiraron permanentemente contra ella, en defensa de sus intereses de clase; la revolución de octubre de 1934 fue irrelevante, un mero “chispazo obrero”; la Guerra Civil fue un conflicto entre fascismo y democracia, no entre revolución y contrarrevolución; el bando nacional ganó la guerra por la ayuda de Hitler y Mussolini; el régimen de Franco estuvo inspirado en el nacionalsocialismo alemán. Por ello, juzga necesario un proceso de reeducación del conjunto de la sociedad española semejante al experimentado por Alemania tras la Segunda Guerra Mundial. La defensa de tales opiniones viene adobada por el recurso a la violencia simbólica, con permanentes insultos contra aquellos que no participan de sus prejuicios, a los que cataloga entre los “subnormales”.
Preston y Viñas han logrado reclutar para su empresa un conjunto de historiadores caracterizado por su vehemencia, su extremismo y espíritu partisano. Lo más grave, sin embargo, es que no son profetas desarmados, sino que disfrutan de una amplia influencia política entre las izquierdas. Esa influencia contribuyó a la radicalización de los socialistas, cuando el PSOE devolvió el carnet de militante a personajes tan siniestros como Julio Álvarez del Vayo, Ángel Galarza y Ramón González Peña. Por el contrario, Viñas ha contribuido a empañar la figura de Juan de la Cierva, como si nos sobraran iconos de la ciencia en España. Igualmente significativa fue su crítica a la retirada de las placas de Largo Caballero e Indalecio Prieto de las calles de Madrid. En su contra, se elaboró un curioso alegato, cuyo anónimo redactor pretendía ser “estrictamente técnico” (¡!), donde se defendía la trayectoria política de los dirigentes socialistas. En el texto, uno de los más vergonzosos de la historia de la historiografía española, se legitimaba las insurrecciones socialistas de 1917 y 1934 y el carácter democrático de la República durante la Guerra Civil. Unas opiniones que entran en contradicción con las aportaciones de politólogos e historiadores, como Andrés de Blas y Santos Juliá. Sin embargo, lo más significativo es que este informe fue apoyado por algunos historiadores. ¿Lo leyeron? Conjeturo que estamparon su firma por animadversión a Vox. Si lo hicieron por convencimiento intelectual, tenemos un grave problema en el campo historiográfico español. Como lo tenemos con la próxima ley de “memoria democrática”, que, desde el punto de vista cultural y ético-político, resulta una auténtica agresión a la libertad de pensamiento y de cátedra, incluso a la convivencia de los españoles. A diferencia de otros países europeos, en los que historiadores como Vidal Naquet, Ozouf, Furet, Nora, Ferro, o De Felice se opusieron a ese tipo de legislación, en España existen profesionales de la historia que no sólo lo apoyan sino que lo celebran, como Viñas y sus seguidores.
Sin embargo, los historiadores españoles no son únicamente los acólitos de Preston y Viñas, con sus simplificaciones. Desde distintas perspectivas ideológicas, ahí están los nombres de Fernando del Rey, Enrique Moradiellos, Alfonso Bullón, Manuel Álvarez Tardío, Roberto Villa, Stanley Payne, Michael Seidman, Jordi Canal, etcétera. Por ello, lo fundamental es la institucionalización del inevitable y enriquecedor conflicto de interpretaciones, en ausencia de leyes coercitivas y arbitrarias. En ello nos va el futuro de nuestra vida intelectual. Ni más ni menos.