Una historia del antiguo Santo Oficio (y del nuevo), por Francisco Correal

Francisco Correal

Diario de Sevilla

 

El próximo 11 de noviembre se cumple el segundo centenario del nacimiento de Fedor Dostoievski. Tengo reciente la lectura de Tres y medio, la introducción que Aquilino Duque escribió para la edición que Planeta publicó de Los hermanos Karamazov. Tres y medio en referencia a los tres hermanos (Dimitri, Iván, Aliosha) y el personaje de Smerdiakov que convertía este libro fascinante en una variante de la novela negra. Ahora que ha muerto una voz tan luminosa, la muerte era una de sus especialidades literarias. Esta introducción a Los hermanos Karamazov apareció publicada en 1995 en una pequeña antología, casi una delicatessen, de textos que editó la Fundación El Monte cuando la presidía Manuel del Valle con el título de Plaza Partida. La completaban La Fe en el Sur, donde parte de la coincidencia paradójica entre la muerte de Mozart y la Revolución Francesa, y Almas muertas y ruleta rusa, que empieza hablando de las tres maneras de morir en plena juventud que tenían los románticos, a saber: la tisis, el duelo y el suicidio.

El punto culminante de Los hermanos Karamazov es para Aquilino Duque el momento en el que el Gran Inquisidor aparece en Sevilla para negar a Cristo. Una negación que es una reducción al absurdo de la polémica medieval entre dominicos y franciscanos, cantera la primera de frailes como Bartolomé de las Casas o Torquemada, detonantes por diferentes conductos de leyendas negras que siempre combatió el gran poeta sevillano.

 Reivindica al Dostoievski de la biografía de Stefan Zweig, al escritor que se entregó al juego y que padeció los estragos de la epilepsia, pero que también, y Aquilino Duque vuelve a los parámetros de la música clásica, de la misma forma que Beethoven va con su música “del dolor a la belleza”, el escritor ruso irá “del dolor al amor”. En un contexto histórico en el que Nietzsche proclama la muerte de Dios y Freud proclama la muerte (literaria) de Dostoievski.

Aparece en este texto el Aquilino creyente e irreverente que sentencia que “el liberal no es ni carne ni pescado”, que reivindica con la horma del zapato ruso la Fraternidad por encima de la Igualdad, y no precisamente la de la Revolución Francesa. En este mundo hay gente necesitada y gente necesaria. Sin desmerecer a los primeros, que mueven conciencias, Aquilino estaba entre los segundos.

La próxima edición de Católicos y Vida Pública que organiza la Fundación San Pablo CEU se dedicará a la Corrección Política. Correctísimo en sus modales, en el uso cristalino del idioma, era Aquilino un exponente de la incorrección política, un rebelde en atuendo de académico, un niño del 31 que noveló el 36. En El Derbi Final, un conjunto de relatos sobre la rivalidad balompédica en Sevilla editado por El Paseo, con el americano de arriba John Julius Reel como seleccionador bético y el americano de abajo Joaquín Doldhán con los sevillistas, Aquilino Duque firma el relato El ángel volador, en referencia al guardameta Guillermo Eizaguirre. Vio el último partido de Guillermo Campanal, el tío de Marcelo, el integrante de la delantera stuka, y el primero del converso Antúnez, con un abono que le dejó un primo suyo con tan buena suerte de que ese año, 1945, el Sevilla ganó la Liga en el campo del Barcelona.

Era un elegante provocador, un misil de claveles. Todos los días alguien se acerca a leer el soneto que dedicó a las colegialas y que está en los jardines del Valle. Era único titulando sus libros: La idiotez de la inteligenciaEl suicidio de la modernidad.

Amigo de Alberti en su exilio romano, era norteamericano consorte, aunque huía como de la peste de la palabra cosmopolita. Su introducción a Los hermanos Karamazov, una de las cumbres de la presencia de Sevilla en la literatura, la firmó entre noviembre y diciembre de 1987 en Viñamarina, su casa de Bormujos. Compartí con él algunos momentos inolvidables: un viaje a Cádiz en el que nos acompañó el americanista Luis Navarro García para asistir a las jornadas sobre Historia de la Iglesia que organizaba Paulino Castañeda; una velada nocturna en la casa de Ana y José María, en la calle Palacios Malaver, junto al bar del mudo Mateo, donde derrochó un sabroso anecdotario bajo las estrellas.

Conservador, sí, a mucha honra, lo que con tanta pérdida es la mejor manera de ser revolucionario. Eso le costó alejarse del incienso oficial y de los parabienes, tener algún disgusto con el nuevo Santo Oficio (en el fondo, tan viejo) y chocar con la autoridad, progresista por supuesto, que le obligó a presentar a la intemperie un tributo a Agustín de Foxá, autor de Madrid de corte a checa. Nunca plegó sus alas para ganarse el favor de los vientos favorables, alisios de la lisonja oficial.


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