Pío Moa
El siglo XIX español estuvo marcado por la herencia envenenada de la invasión napoleónica, una pugna entre liberales y tradicionalistas, y más aún entre los propios liberales, que interrumpieron un largo período de tres siglos de básica paz civil. En el siglo XX se añadieron los revolucionarismos obreristas y los separatismos, que abocaron a la guerra de 1936-39. La época inmediata puede datarse grosso modo en el “desastre” del 98, cuando toman impulso las nuevas fuerzas (anarquistas, socialistas, republicanos y separatistas vascos y catalanes). Entre todas ellas destruyeron el régimen liberal de la Restauración y finalmente tuvieron su gran oportunidad histórica con la II República. Afirmaban traer una mayor democracia, libertad, progreso económico y, en fin “modernidad”; pero la experiencia republicana fue desastrosa y en solo cinco años su legalidad fue destruida por los mismos que la habían impuesto sin consenso, agrupados a última hora, de hecho o de derecho, en el Frente Popular.
En Los orígenes de la Guerra Civil investigué, creo que a conciencia, la alianza entre izquierdas republicanas, revolucionarias y separatistas que marcaron aquel período. Una alianza un tanto explosiva, porque las rivalidades y odios entre sus componentes solo eran unos pocos grados menores que hacia quienes designaban como enemigo común a aplastar: la Iglesia y la derecha liberal- conservadora y tradicionalista. Esos odios internos marcarían la guerra en el bando izquierdista-separatista, hasta culminar en una guerra civil entre ellos, dentro de la contienda general.
Fue muy azarosa la victoria del bando nacional sobre el mal llamado republicano (pues este se componía de quienes habían destruido la legalidad de la II República, implantada paradójicamente por ellos mismos y sin consenso con la derecha). Pero ella ha tenido las consecuencias históricas más decisivas. En primer lugar, impidió una revolución de tipo totalitario o una balcanización de España, manteniendo de paso la raíz cristiana que ha conformado culturalmente al país, como a toda Europa, durante su historia y aún hoy, en gran medida. En segundo lugar permitió salvar a España de la guerra mundial, mucho más devastadora que la civil. En tercer lugar permitió rehacer la economía y la cultura, haciendo de España la octava o novena potencia industrial del mundo y con un desarrollo económico nunca visto antes o después del franquismo. En cuarto lugar creó las condiciones para una democracia no convulsa como la republicana, superando los odios sociales que habían hundido aquella experiencia. Son unos logros históricos de tal calibre, sobre todo teniendo en cuenta lo ocurrido desde la Guerra de Independencia, que hace falta una dosis extraordinaria de estupidez y frivolidad o mala fe para negarlos o desvalorizarlos, en lugar de reconocerlos y apoyarse en ellos para ir adelante. Pero en esa labor destructiva están enfangados políticos, partidos e intelectuales, para quienes, al parecer, la historia pasa en vano.