Pío Moa
Con motivo del aniversario del fallecimiento de Franco no estará de más reflexionar un poco sobre los motivos del antifranquismo, hoy tan extendido y cargado de rencor, sobre todo entre quienes no vivieron la época. El franquismo tuvo, mientras duró, un enemigo fundamental: los comunistas; y, ya en la etapa final del régimen, la ETA, que combinaba el marxismo y el separatismo. Muy de tarde en tarde los anarquistas perpetraban algún atentado.
Los demás (otros separatistas, socialistas y algunos liberales) formaban grupos pasivos cuyos miembros no tenían el menor empacho en trabajar en el funcionariado de aquel régimen al cual, siguiendo la propaganda comunista, calificaban tranquilamente de asesino y hasta de genocida.
Desde principios de los años 50, superados los rigores de la posguerra, la guerra mundial y el maquis, quedaban muy pocos presos políticos en las cárceles, todos ellos comunistas, más algunos anarquistas y socialistas condenados por crímenes graves en la guerra civil. En las amnistías de la transición salieron todos los presos políticos, en torno a 300 (para un país de 36 millones de habitantes), todos prácticamente comunistas y/o terroristas. Quiere esto decir tres cosas:
a) Que el franquismo no tuvo oposición democrática, al menos algo activa;
b) Que la oposición real a aquel régimen fue siempre comunista;
c) Que la masa de la población se sentía lo bastante libre –como apreciaron Solzhenitsin o Kolakowski— y próspera para desoír a quienes constantemente la llamaban a la rebelión.
Por supuesto, los comunistas del PCE, más tarde los maoístas y los comunistoides etarras, no solían presentarse como tales al desnudo, sino como defensores de las “libertades democráticas”, lo cual no deja de ser un chiste macabro. Que hubiera algunos tan ingenuos, ignorantes o simplemente idiotas que los creyeran y entraran de comparsas en sus tinglados “unitarios” no cambia el hecho de que defendían regímenes totalitarios realmente feroces y solo por táctica usaban otras consignas. Los pocos liberales y demócratas, como podrían ser Gregorio Marañón o Julián Marías, vivían tranquilamente, prosperaban más o menos como casi todo el mundo, podían recibir premios y consideraciones por su labor, y ni molestaban a Franco ni Franco les molestaba mayormente. Como tampoco molestaba a conocidos comunistas funcionarios del régimen, tipo Castilla del Pino, Tamames, Manuel Sacristán, etc., siempre que su evidente labor subversiva no sobrepasara ciertos límites. También tiene gracia que quienes menos lucharon contra Franco se hayan convertido en los más implacables enemigos de él… después de muerto.
¿Cuál es el motivo, entonces, de tanto odio retrospectivo? Los argumentos son dos sobre todo: que se trataba de una dictadura y que había practicado un verdadero genocidio. Lo primero, en boca de totalitarios comunistas es un sarcasmo; y en boca de liberales o demócratas pasivos revela que no pudo ser muy “dura”, ya que ninguno se molestó en correr algún riesgo serio por “la libertad”. Realmente fue una dictadura para las izquierdas y separatistas que habían propiciado la revolución, la balcanización de España y la guerra, pero no para los vencedores, las “familias” del régimen, ni para la gran mayoría de la población que, como señalaba Julián Marías, no añoraba un sistema político como la II República. En cuanto al “genocidio”, solo hubo uno en España, el practicado por las izquierdas contra el clero y la cultura católica. Lo he explicado muchas veces y no hará falta repetirlo aquí.
El hecho real es que el franquismo no derrotó a una democracia, sino a una revolución y al maquis –intento de resucitar la guerra civil–; que libró a España de la guerra mundial y derrotó al injusto, por no decir criminal, aislamiento exterior; que dejó un país reconciliado, libre de los odios que destruyeron la república, y más rico, relativamente, de lo que había sido nunca antes o después. Creó, de hecho, las bases para una democracia no convulsa ni demagógica, no como fue la república, unas bases que han ido siendo minadas, precisamente por el antifranquismo, hasta abocar a la crisis actual. Fue un régimen extraordinario en respuesta a una crisis histórica extraordinaria de los años 30, especialmente grave en España.
Es inevitable concluir que ese odio absurdo, violento y estúpido a Franco nace de una gigantesca mentira, “la constante mentira de los rojos”, que tanto irritaba a Gregorio Marañón; y que en su fondo late el espíritu del desastroso Frente Popular. Mientras estas cuestiones no queden aclaradas para el gran público, el peligro de repetir lo peor de la historia, como decía Santayana, será muy real. Lo vemos a diario y cada vez más claro y amenazante.