Callejero de Madrid y la memoria histórica

Juan Chicharro
General de División de Infantería de Marina (R) y vocal del Consejo Directivo de Eurodefense
Proa al viento
 
 
 
 
   Resulta descorazonador que una de las primeras medidas de la actual alcaldesa de Madrid sea la de arremeter contra lo que ella y su entorno denominan símbolos franquistas. Y lo digo desde la perspectiva de quien admite la existencia de numerosas calles y símbolos de la España republicana, la que perdió la ya lejana en el tiempo guerra civil, si bien hoy vuelta a la palestra por mor de la política revisionista y revanchista que nos dejó el presidente Zapatero.
 
   Francamente, uno esperaría de sus dirigentes municipales que miraran al futuro y velaran por los intereses verdaderos e importantes de los madrileños y no se empeñaran en resucitar fantasmas del pasado que no conducen nunca a nada nuevo, y, sobre todo, a nada bueno. Pero, ¡vaya!, se han empeñado en ello y de seguir adelante vamos a asistir a espectáculos en algunos casos yo diría que hasta instructivos para ellos mismos, pues van a constatar cuántas personas honradas, dignas y de renombre en todos los ámbitos de la sociedad tuvieron vínculos muy estrechos con Franco. La lista de ellos sería interminable pues abarcaría a la media España que le apoyó. Y, ¡cómo no!, calles como la que recuerda a los caídos de la División Azul y otras (Pedro Muñoz Seca, sin ir más lejos, asesinado en Paracuellos del Jarama el 28 de noviembre de 1936), tienen seguramente los días contados; en el fondo lo que les gustaría es cambiar el nombre actual por otro que recordara, por ejemplo, a los asesinos de la “Brigada del Amanecer”, autores de crímenes espeluznantes como bien recoge Paul Preston, persona nada sospechosa de ser afín al franquismo, en su libro “el holocausto español”. No llegarán a tanto pero ganas no les faltan. Son tan torpes, y yo diría aún más, incultos, que ni se lo imaginan. En fin, veremos.
 
   La cuestión es que el amparo de todas esas medidas es el cumplimiento de la denominada Ley de Memoria Histórica, esa -para mí- nefasta ley, que el PP nos dijo iba a modificar, en su campaña electoral de 2011, lo que, evidentemente, no ha hecho al igual que con otros asuntos que hoy no son cuestión a tratar en estas líneas. Si el PP de la mayoría absoluta hubiera cumplido lo que prometió, al menos en los asuntos sociales no vinculados a la tan traída situación económica heredada, hoy no nos encontraríamos en esta absurda situación, y al decir absurda quizás me quede corto. Claro que el relativismo manifiesto de este partido nos proporciona ejemplos como el del pasado mes de abril cuando el ministro García-Margallo homenajeó en Moscú a los combatientes españoles en el ejército soviético, algo a lo que hoy, desde la perspectiva histórica, yo ni critico ni me opongo. Ahora bien, ¿por qué no hace lo mismo alguna vez con los combatientes de la División Azul? Sencillamente porque no hay arrestos para ello y, por lo tanto, nadie espere otra actitud de este partido, que se ha instalado en la más pura práctica del relativismo político olvidándose de los principios que proclamaba y en los que evidentemente no creía.
 
   La prioritaria y “vital” iniciativa que va a tomar el Ayuntamiento de Madrid me da pie para dar una opinión sobre la citada Ley de Memoria Histérica -perdón, quería decir Histórica, ¿en qué estaría yo pensando?-. Lo primero que diría es que estamos hablando de una memoria política al gusto de cada cual. Sucede que si se convierte esa memoria política en memoria histórica y se le da rango de ley nos podemos encontrar con una situación en la que los historiadores se vean abocados a cometer cuasi delitos contraviniendo las disposiciones que marca la citada norma legal.
 
   En efecto, de  ninguna manera la historia puede ser determinada por ley. Eso es una verdad de Perogrullo, lo cual no tiene por qué estar al alcance de todos. Eso sólo sucede en los regímenes totalitarios y, que yo sepa, España todavía no es uno de ellos por más que algunos aspiren cada vez más a conseguirlo con paradigmas bolivarianos o similares. Son muchos los historiadores que hoy, desde la perspectiva que da la distancia en el tiempo, admiten sin tapujos que la democracia no tuvo arte ni parte en ninguno de los bandos enfrentados.
 
   El nacional luchó por la preservación de la integridad territorial y de la cultura cristiana mientras que el contrario lo hizo por una o varias revoluciones de signo totalitario, pues argüir que su causa fue la defensa de la legalidad democrática y la libertad cae por su propio peso cuando, objetivamente, se sabe que las elecciones de febrero del 36 fueron condicionadas por todo tipo de violencias e irregularidades; de hecho, por ejemplo, jamás se publicaron sus resultados. Basta ya de milongas.
 
   Resulta sumamente penoso, inútil y -por qué no decirlo- malvado y deleznable, enzarzarse de nuevo en discusiones de esta índole  que lo único que van a conseguir es volver a dividir a la sociedad española por algo que estaba ya muerto, enterrado y ampliamente superado. Pero, lamentablemente, a ello nos lleva esta ley como estamos observando día a día. La ley dinamita el sentido de la transición que decidió evitar los procesos cíclicos de demolición política que tantos sinsabores nos han dejado en los dos últimos siglos. Dicho de otra forma, la ley ataca los fundamentos de la democracia actual y, por supuesto, de la propia Monarquía, conseguidos en una transición “de la ley a la ley sobre el olvido de los viejos odios que desgarraron España”.
 
   Por otro lado, al hablar de reparaciones a las víctimas de la guerra civil, se incurre en un gravísimo error, pues se toma inequívocamente partido por uno solo de los bandos y agrupa bajo ese epígrafe de víctimas a quienes verdaderamente lo fueron -no voy a negar que en la posguerra se cometieron excesos, tremendos y execrables, contra muchos inocentes- junto a otros muchos culpables de crímenes horrorosos, lo que,  para mí, es muestra de la injusticia de esa ley y ejemplo meridiano de que a la justicia se la pinta ciega pero ni boba ni pérfida, como podría corresponder ante tan disparatada ocurrencia.
 
   Desgraciadamente el falseamiento del pasado lo único que hace es envenenar el presente y perturbar el futuro.Ciertamente da la impresión de que los españoles nos hemos vuelto locos y no aprendemos nada de la historia. Hoy se engrandece la figura de los políticos de la transición sobre todo a la vista de los “enanos” aprendices de políticos que aparecen por doquier y que nos quieren retrotraer a situaciones que ya se daban por superadas.Tal parece que han vuelto a materializarse, como en la peor de las pesadillas imaginables, “las dos Españas”:- de un lado la España retrógrada, la revanchista, la que trata de ganar hoy la guerra que perdió anteayer, la que quiere deshacer, separar, acabar con una democracia -sí, muy mejorable, pero en consolidación-, con muchos muertos y  personajes admirables a sus espaldas.- y del otro la España progresista -en el sentido literal de progreso, de mirar hacia el futuro, con sus problemas, ni pocos ni fáciles, pero con el deseo, la ilusión y los motores a punto para acelerar en el único sentido que permite la Segunda Ley de la Termodinámica -permítaseme el tecnicismo- pero es que sólo podemos viajar hacia el futuro y quienes se empeñan en tratar de hacerlo hacia el pasado, no sólo están condenados al fracaso, sino que van hacia una vía muerta: un buen ejemplo de esto son las medidas que van a afectar a Madrid y su callejero.
 
   Cuarenta y siete millones de españoles mirando en el mismo sentido, con la iniciativa, inventiva e ilusión que nos caracteriza, supone imaginar un ariete de progreso imparable -que lo digan los europeos respecto a los años anteriores a la crisis-. Pero con cada cual tirando del carro en una dirección distinta -algunos frenándolo- milagroso sería que llegáramos a algún puerto, salvo a Puerto Desastre.
 
   La Ley de la Memoria Histórica sólo sirve para dividir a los españoles, manipular la historia y amenazar a todos los que quieran investigar la guerra civil y el régimen del 18 de julio, sin someterse a los principios establecidos en esa norma. Su derogación o modificación se hace necesaria por el bien de la verdad histórica, sea la que sea; devolvamos a los historiadores su libertad hoy constreñida por esta ley.
 
   Pero, ¡caramba! ¿Por qué no se dedicarán nuestros políticos locales a interesarse por los asuntos que nos preocupan a los madrileños y no a desenterrar hachas de guerra?  Cada vez estoy más convencido de que, “la política tiene razones que la razón no entiende”.
 
 

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