Unamuno y el 18 de julio, por Jesús Laínz

Jesús Laínz

Libertad Digital

 

El 19 de julio, en cuanto un oficial del ejército leyó en Salamanca la proclamación del estado de guerra, el viejo republicano salió corriendo del casino, agitó jubiloso el sombrero y exclamó: “¡Viva España, soldados! Y ahora, ¡a por el faraón del Pardo!“. A continuación, en compañía de un diputado de la CEDA y otro de Izquierda Republicana, se presentó en el cuartel general para ponerse a su servicio.

Unamuno recibió con alborozo el alzamiento por su rechazo a unos dirigentes republicanos que habían provocado la revolución bolchevique y por su horror ante los desmanes de las turbas. Además, creyó que el golpe militar triunfaría en pocos días, prácticamente sin efusión de sangre, con el objetivo de rectificar el rumbo de una República cuya existencia no se puso en duda al principio. Ni siquiera la de la bandera tricolor.

Efectivamente, las proclamas de aquellos primeros días solieron acabar con vivas a la República, algunos de los principales dirigentes no se distinguieron por sus simpatías monárquicas y las tropas salieron de sus cuarteles bajo la bandera republicana. Su sustitución por la multisecular bandera bicolor, con todo el simbolismo antirrepublicano que ello implicaba, no se decretaría hasta el 30 de agosto debido a la presión de los decisivos elementos monárquicos, tanto carlistas como alfonsinos, implicados en el alzamiento. Precisamente sobre la cuestión de la bandera escribiría Unamuno estas líneas en los apuntes que fue acumulando en las últimas semanas de su vida con la intención de usarlos para un posible libro titulado El resentimiento trágico de la vida:

Fue un disparate mandar quitar los crucifijos de las escuelas pues con ello le dieron un sentido que no tenían, y otro disparate cambiar la bandera pues le dieron a la bicolor un sentido que no tenía. El crucifijo es símbolo de una religión inconsciente popular = laica, pagana y no ortodoxa, y la bandera era nacional y no monárquica.

Pocos días después del alzamiento, al constituirse el nuevo ayuntamiento salmantino, Unamuno tomó posesión de su cargo de concejal, tras lo que pronunció un breve discurso en la Plaza Mayor:

Hay que salvar la civilización occidental, la civilización cristiana, tan amenazada. Bien de manifiesto está mi posición de los últimos tiempos, en que los pueblos están regidos por los peores, como si buscaran los licenciados de presidio para mandar.

La idea de la salvación de la civilización fue uno de los motivos centrales de su apoyo a los alzados, como explicó en sus numerosos textos y declaraciones de aquellos meses bélicos. Por ejemplo, el 10 de agosto escribió una carta a su amigo el socialista belga Émile Vandervelde en la que, junto a dicha idea, le confesó su arrepentimiento por haber colaborado en el advenimiento de la República:

He llorado porque una tragedia ha caído sobre mi patria (…) Y yo, que creía trabajar por el bien de mi pueblo, también soy responsable de esta catástrofe. Fui uno de aquéllos que deseaban salvar la humanidad sin conocer al hombre (…) No me abochorna confesar que me he equivocado. Lo que lamento es haber engañado a otros muchos. De esto quiero dejar constancia y, si entraña una humillación, la aceptaré (…) La historia me había mostrado la imagen de una España grande y espléndida. Sentí el dolor de su decadencia. Creí necesario invocar la democracia socialista para levantarla. Creí que una antigua tradición de civilización cristiana podía sustituirse impunemente, e incluso con provecho, por el más progresivo materialismo. Luché por esta reforma. Conocí la persecución y el exilio. Pero no cejé hasta llegar al fin. Un día saludé entusiasta la llegada de la República española. Amanecía una nueva era. ¡España revivía! Pero España estuvo a punto de perecer. En muy poco tiempo el marxismo dividió a los ciudadanos. Conozco la lucha de clases. Es el reino del odio y la envidia desencadenados. Conocimos un periodo de pillaje y crimen. Nuestra civilización iba a ser destruida.

Una semana más tarde concedía una entrevista al periodista norteamericano Hubert R. Knickerbocker en la que le explicó que “Madrid está bajo el control del bandidaje y la licencia, y el mundo debe enterarse de que la guerra civil española no es una guerra entre liberalismo y fascismo, sino entre civilización y anarquía”. Subrayó el singular peso del anarquismo en la izquierda española, mayor que el del comunismo a diferencia de los demás países europeos, a lo que añadió una curiosa reflexión racial sobre la que volvería en entrevistas posteriores:

Los españoles son esencialmente fatalistas. Quieren ir en todo hasta el límite; gustan de los extremismos. No olvidemos que la sangre que corre por sus venas no es sólo morisca y vasca, sino también gitana (…) Esos energúmenos declaran que tienen derecho a quemar iglesias porque las iglesias son feas y llaman República libre a los que quieren suprimir todas las libertades religiosas.

Según Knickerbocker, los reproches más ácidos los dedicó a unos dirigentes republicanos a los que acusó de haber desvanecido sus sueños de una República liberal. Su rencor llegó a sugerir a Azaña que se suicidara como acto patriótico. Y ante la pregunta sobre por qué se ponía al lado de los militares que pretendían acabar con una República que tanto había ayudado a crear, la respuesta de Unamuno fue la siguiente:

Porque el gobierno de Madrid y todo lo que representa se ha vuelto loco, literalmente lunático. Esta lucha no es contra una República liberal, es una lucha por la civilización. Lo que representa Madrid no es socialismo, no es democracia, ni siquiera comunismo. Es la anarquía, con todos los atributos que esta palabra temible supone. Alegre anarquismo, lleno de cráneos y huesos de tibias y destrucción.

A principios de septiembre le tocó el turno al diario francés Le Matin:

No hay gobierno en Madrid; hay solamente bandas armadas, que cometen todas las atrocidades imaginables. El poder está en manos de presidiarios que fueron liberados y se pasean blandiendo sus pistolas. Azaña nada representa (…) Él es el gran responsable de lo que acontece. Cuando el movimiento surgió, creyó que se trataba de un simple pronunciamiento. No comprendió que había un pueblo dispuesto a unirse al ejército (…) Los comunistas nunca tuvieron una noción de política constructiva. Los anarquistas no fueron rozados por tal idea. Esos hombres están atacados de delirio furioso. Tal vez se trate de una crisis de desesperación. Las iglesias que saquean e incendian, los cristos que decapitan, los esqueletos que exhuman, acaso sean sólo gestos de desesperación; pero en todo esto debe de haber otra cosa de origen patológico (…) Felizmente, el ejército ha dado pruebas de gran prudencia. Franco y Mola tuvieron el supremo cuidado de no pronunciarse contra la República. Son dos hombres sensatos y reflexivos. Franco ha tenido la oportunidad de forjarse en Marruecos como un líder de primer orden. Militarmente, por lo menos, este soldado puede salvar a España.

El 20 de septiembre, la firma de Unamuno encabezó el Mensaje de la Universidad de Salamanca a las Universidades y Academias del mundo acerca de la guerra civil española, en el que se reiteraba la idea central del “choque tremendo producido sobre el suelo español al defenderse nuestra civilización cristiana de Occidente, constructora de Europa, de un ideario oriental aniquilador”.

Poco después le visitó el hispanista holandés Johan Brouwer, de la revista Tijd, a quien le explicó que, en su opinión, el principal culpable de lo que sucedía en España era Azaña por haber querido cambiarla sin sentar previamente nuevas bases, lo que consideraba una frivolidad que sólo podía producir “desorden, alteración, inestabilidad, vacío”. Por culpa de Azaña, España se había convertido en un barco a la deriva. Brouwer le interrogó sobre el generoso donativo que Unamuno había aportado al esfuerzo de guerra de Franco:

–Usted ha ofrecido una suma en apoyo al ejército del partido de le derecha. Así que su posición está clara.

–Mi posición nunca está clara. Nunca he estado de acuerdo con nadie. Ni conmigo mismo. Lo único que está claro es que esta guerra debe acabar. Un país como España necesita unos dirigentes constructivos y con autoridad. La historia debe poder desarrollarse con tranquilidad. Desde estas convicciones apoyo el partido que se ha rebelado. La rebelión es la línea continua. Con el mantenimiento de la autoridad habrá la oportunidad para la sabiduría, para la reflexión y también para la educación del pueblo.

Aunque afirmó temer por igual el comunismo y el fascismo por no reconocer ninguno de ellos “la plena dignidad espiritual, racional y social del ser humano”, explicó así su preferencia por el bando rebelde:

Estoy del lado de los rebeldes porque sólo en ellos veo garantías para una solución progresiva de los problemas de España. Con ellos veo las posibilidades para una acción colectiva y constructiva. Esperamos que los diversos partidos políticos que están unidos en el frente de la derecha encontrarán en la lucha común la buena voluntad y el espíritu de sacrificio para reconstruir España. La Iglesia tendrá que dedicarse con empeño a su tarea evangelizadora. La gran masa deberá estar unida con ella en fe. Y en cuanto al fascismo, sólo puede surgir y existir en un Estado espiritualmente débil.

El faraón del Pardo no tardó en reaccionar contra quien tanto daño estaba haciendo a la reputación exterior de la causa republicana, privándole de su honor de rector vitalicio y de sus cargos en el Ministerio de Instrucción Pública, ante lo que la Junta de Defensa Nacional contraatacó confirmándole en el rectorado. Y la prensa republicana vertió cataratas de insultos –chalado, bilioso, cínico, inhumano, mezquino, impostor– contra el gran traidor al que ahora acusaban de ser el inspirador espiritual del fascismo. Por ejemplo, en el primer número de El mono azul (27 de agosto), revista de la Alianza de Intelectuales Antifascistas para la Defensa de la Cultura, el comunista Armando Bazán le fulminó con estas palabras:

El marxismo nos enseñaba a gritos que la obra de Unamuno estaba toda alimentada se sangre reaccionaria, que su aliento venía desde la misma noche medieval (…) No hemos tenido que esperar mucho tiempo para ver con nuestros propios ojos el hundimiento de Unamuno en medio de un mundo de generales, obispos y terratenientes.

El órgano socialista Claridad menospreció el manifiesto de los intelectuales en apoyo del Gobierno de la República, que había aparecido en la prensa el 30 de julio, por considerar poco fiable la lealtad republicana de muchos de ellos, razonable posición dado que los socialistas sabían mejor que nadie que muchas de sus firmas habían sido arrancadas a punta de pistola, como atestiguaron, entre otros, Ortega y Marañón:

El fascismo triunfante hubiera publicado un manifiesto con las mismas firmas. Proporciona esta seguridad el conocimiento de la condición moral de tipos como Unamuno, Azorín, Baroja, Madariaga, etc. Cada uno de ellos lleva un traidor dentro. O una complacencia de meretriz, a elegir.

Pero la realidad fue que, aunque no varió su oposición frontal al Gobierno republicano, el entusiasmo inicial de Unamuno por quienes se habían rebelado contra él no tardó en enfriarse ante las noticias que le iban llegando sobre la represión que los alzados estaban ejerciendo en su retaguardia. Algunas de las víctimas fueron amigos suyos, como Casto Prieto, alcalde republicano de Salamanca, José Manso, diputado socialista, y Atilano Coco, pastor protestante y masón cuya esposa imploró al viejo rector una ayuda que no le pudo prestar.

Pero ésta es otra historia, que no tardará en llegar.

 

 


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