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Aquilino Duque
En un bonito artículo de prensa, lleno de buenas intenciones, no deja de sorprenderme la asombrosa afirmación de que, «en apenas dos décadas (de 1950 a 1970), bastante más de dos millones de jóvenes andaluces se vieron obligados a irse, casi con lo puesto, y sin billete de vuelta, para no perecer…de hambre». Yo entiendo la buena voluntad con que, en estos tiempos de pandemia universal, democracia teratológica y estado de golpe nacional, se procure mitigar las críticas y protestas consiguientes con la invocación de un pasado del que abominan los demócratas de todos los pelajes. Como quiera que yo fui uno de aquellos «jóvenes andaluces» famélicos, no puedo dejar de darme por aludido, no sin reafirmarme en mi inveterada convicción de que los números redondos nunca cuadran. Ahora bien, mi caso no hace al caso, y el hecho es que la gente joven y menos joven en edad de trabajar de Andalucía, de Extremadura, de Murcia, emigró en los años 50 a Cataluña o a Vizcaya, donde en gran parte se integró.
Yo salí de España por vez primera en el otoño de 1954, con veintitrés años y, entre unas cosas y otras, estuve más fuera que dentro hasta el verano de 1975. En ese tiempo viví en Inglaterra, Estados Unidos, Alemania, Suiza e Italia. En el decenio de los 50 no se salía al extranjero sin pasaporte, para obtener el cual había que haber hecho el servicio militar obligatorio y presentar un certificado del Registro Central de Penados y Rebeldes. Yo lo hice gracias a una beca y en Inglaterra coincidí con otros jóvenes compatriotas que, o bien eran becarios como yo, o bien «niños bien» a quienes mandaban sus padres para aprender el idioma.
De 1958 a 1959 trabajé en Alemania, como profesor en una escuela de idiomas, y en Suiza, tras una breve estancia en 1960 con mi primer contrato laboral en la Organización Mundial de la Salud, repetí al año siguiente y por fin, ya padre de familia, volví el 62 para quedarme hasta el 69, en que me trasladé a Roma. Fueron esos años los de la gran emigración obrera a la Europa que se rehacía de la guerra, que no la formaban ni mucho menos «jóvenes andaluces con lo puesto», sino familias enteras, padres de familia españoles con su documentación en regla y contrato de trabajo, que se sumaban al contingente de otros como ellos procedentes sobre todo de Italia, Portugal o Yugoslavia. Esta emigración laboral de los 60 tenía ya muy poco que ver, por no decir nada, con la estudiantil de becarios y veraneantes de los años 50, aunque algo tal vez con la laboral de esos años a regiones o provincias –Cataluña o Vascongadas- que eran entonces tan españolas como las de su procedencia.
Muchas de estas familias fueron integrándose en aquellas regiones, y en tal medida que, en una de ellas, la catalana, llegarían a constituir lo que dio en llamarse la «novena provincia andaluza». Tanto los de los 60 como los de los 50 no olvidaban su tierra ni sus tradiciones; de hecho, había en aquellas latitudes una hermandad del Rocío, que por Pentecostés cruzaba en diagonal la península para sumarse a la multitudinaria romería de Almonte. Muchos también, y sobre todo ya en los años del «desarrollismo», contribuyeron a él con sus ahorros y hacían realidad la ilusión de tener casa propia y de nueva planta en los lugares en que habían sido pobres de solemnidad.
También, en las nuevas generaciones, ya más instruidas, se dio el caso de los que procuraban quitarse de encima el mote de maketo o charnego, tan denigrante como el muy posterior de sudaca aplicado en la península a los inmigrantes de las Españas ultramarinas, haciendo causa común con el separatismo que despertaba de su larga hibernación. En una población de la provincia de Huelva, a donde solían volver estos rufianes a pasar sus vacaciones, debió de escandalizarlos la bandera nacional que ondeaba en el balcón del ayuntamiento, de suerte que, con nocturnidad y alevosía, se dieron traza y modo de retirarla. Menos mal que había aún en el pueblo un cuartel de la Guardia Civil y los acróbatas del aplech fueron devueltos a gran velocidad a la provincia de Gerona.
Alguna vez he dicho que muchos de mis compañeros de la escuela nacional en ese pueblo iban descalzos y que, cuando le preguntaba a alguno qué iba a hacer cuando dejara la escuela, me contestaba que «trabajar en el campo». Dos generaciones después, los hijos o los nietos de estos mismos volvían los fines de semana al volante de sus todoterreno y con flamante escopetería al reclamo de los cotos de caza o al domicilio secundario en aquel pueblo tan pintoresco que ellos mismos o sus padres habían tenido que dejar para salir de la pobreza.
Decía Stalin que un muerto es una tragedia pero que diez o cien mil son estadística, y da la casualidad de que la estadística fue siempre el hilo conductor de los economistas del marxismo. Por eso desconfío cada vez que me tropiezo con una noticia trufada de un guarismo seguido de muchos ceros, porque los números redondos no pueden cuadrar por definición.