El «Informe Stepanov», un proceso a la guerra civil, por Juan Ramón Pérez de las Clotas

Juan Ramón PÉREZ LAS CLOTAS 

Boletín Informativo F.N.F.F.

En mayo de 1939, a poco más de un mes de la terminación de la guerra civil de España, le era remitido a Stalin, bajo la con-sideración de «estrictamente secreto» el último y definitivo informe sobre el desarrollo del conflicto, redactado por el grupo de agentes de la Komintern que operaba en la zona frentepopulista a las órdenes del búlgaro Stoyan Minev (Stepa-nov), que había ejercido como consejero del buró político del Partido Comunista. Dados tales anteceden-tes, no parece en absoluto aventura-do conjeturar que el texto, que refleja un directo conocimiento de los hechos, constituye, pese al lastre de su sectarismo, un documento imprescindible para comprender el papel interpretado por la Internacional Comunista a lo largo de la guerra. Sepultado desde entonces en el pozo sin fondo de los archivos soviéticos, ha sido ahora rescatado y traducido por el profesor don Ángel L. Encinas Moral, catedrático de Historia de Rusia y del Pensamiento Eslavo de la Universidad Complutense, que hace de él, en su introducción previa, un análisis lúcido y esclarecedor. Stepanov, que es el primer firmante, parte del supuesto de que el Partido Comunista representó en el conflicto la única fuerza motriz de las masas populares, en tanto que por el contrario el Partido Socialista, al que califica como «caballerismo trotskista» y la anarquista Confederación Nacional del Trabajo (CNT) determinarían, con la ambigüedad de su conducta, de un modo decisivo, la derrota de la República. Seguidos, aunque, eso sí, en menor medida, por el nacional-separatismo vasco y catalán, la división sindical, la volubilidad de los pequeños partidos republicanos, la Quinta Columna y —dato éste insospechado— la masonería internacional.

En el repaso que el informe hace de los principales episodios bélicos, sus autores encuentran siempre a mano una cabeza de turco que, no por casualidad, pertenece a algunos de estos grupos sociales y políticos. La batalla del Norte, por ejemplo, hubiese podido ser ganada si en el momento oportuno hubiese sido transformada la cornisa cantábrica en una base militar, naval e industrial.

«El profesor Encinas recupera el informe sobre la guerra redactado en mayo de 1939 por los agentes de Stalin»

Algo que debió haber hecho el presidente Largo Caballero, al que responsabiliza del caos que reinó en la distribución de pertrechos y de armamento, «que llegó incluso al sabotaje». No menos acusador es el análisis de la del Ebro, en la que culmina una ofensiva de los «politicastros» diseñada para impedir el triunfo de unas unidades militares que el alto mando suponía comunistas y que llegó hasta el extremo inaudito de ser envenenados sus jefes por los agentes infiltrados. El propio Azaña no ocultó su prevención ante ellas, «lo que hace sospechar que el Estado Mayor prolongó la operación con objeto de debilitarlas o incapacitarlas por un tiempo prolongado». De la misma forma, cabe atribuir la caída de Cataluña a la declaración por parte del Gobierno del «Estado de Guerra», una decisión «capitulacionista» tomada frente al espíritu de resistencia de los combatientes, que sólo serviría «para dar pruebas» de tolerancia, benevolencia y protección a los derrotistas, espías, trotskistas, traidores, fascistas, deserto-res, provocadores y alarmistas». Un abrumador abanico de actitudes que, de haber sido ciertas, difícil-mente hubiesen servido para explicar la larga duración de la guerra. Ni siquiera la Flota Republicana se escapa de la feroz requisitoria de los agentes soviéticos, que ven ya desde el principio como sospecho su comportamiento, desde la misma operación franquista del paso de sus tropas a través del estrecho de Gibraltar. «Nada de extraño, por otra parte, si se tiene en cuenta la existencia de una amplia organización franquista en la cual participaba toda la alta oficialidad y parte de la media». Tal obsesión por el espionaje y la traición hará inevitablemente de estas actuaciones enemigas el siniestro telón de fondo en el que se enmarquen los grandes fracasos del Ejército Popular de la República, dadas sus interconexiones con las más significadas personalidades políticas y militares no comunistas. De los generales que rodeaban a Largo Caballero dos de ellos, Asensio y Cabrera, eran agentes de Franco y los políticos Araquistáin y Baraibar, de la Gestapo alemana; el coronel Casado es «sistemáticamente pérfido en su conducta»; la derrota de Teruel es en gran parte responsabilidad del coronel Rojo, que tenía a su hijo prisionero en la zona nacional y temía que la victoria pudiera suponer su fusilamiento; de Prieto reprocha su manifiesto escepticismo y desconfianza en el triunfo final y, junto con Largo Caballero y Besteiro, al que hace nada menos que agente del británico Intelligence Service, «hicieron todo lo que de ellos dependía para que el pueblo español perdiera la guerra». Ni siquiera el mitificado ovetense general Miaja se libra de su parte alícuota de responsabilidad. «En realidad era un viejo tonto que se puso de parte del antifranquismo al no poder largarse a tiempo y que nunca ocultó su deseo de amor propio malsano de ser generalísimo y aislarse en el Centro al estilo de un sátrapa independiente». Otros conspicuos asturianos tampoco escapan al ajuste de cuentas de los autores del informe. Belarmino Tomás «era un prietista y anticomunista inveterado que tuvo tiempo en un breve plazo para meter cizaña y promover escándalos y desmoralización en el arma de la aviación» y a González Peña «sólo le interesaba la capitulación y su salida de España». Enmarcada dentro de esta singular paranoia que les hace ver espías y saboteadores por todas partes, hay que situar la impúdica autoinculpación que en el texto del informe sus autores se hacen de los asesinatos masivos y sacas de las cárceles efectuadas en Madrid cuando la tropas nacionales avanzaban hacia la capital. En este punto no se andan tampoco con eufemismos. «El Partido comprendió inmediatamente la importancia de la llamada Quinta Columna, sacó sus consecuencias y llevó a cabo en un par de días todas las operaciones necesarias para limpiar de sus miembros a la ciudad». Remember Paracuellos. Y no pare-ce, sin embargo, que les haya parecido bastante. Tiempo más tarde se lamentarían, y de ello dejan puntual constancia, de que semejante expeditivo sistema de limpieza no se hubiese aplicado en Barcelona. ¿Y que decir, en punto a culpabilidad, de anarquistas y «populistas», miembros del hererodoxo Partido Obrero de Unificación Marxita (POUM)? Ellos son las auténticas bestias negras de los comunistas, cuyo objetivo consistiría desde el comienzo de la guerra en su aniquilamiento. Stepanov es, en su juicio, inmisericorde. «Sus milicias son un hatajo de bandidos, más preocupa-dos en hacer incursiones en la reta-guardia republicana que sobre la enemiga». Les acusa, además, de estar completamente infiltrados de saboteadores y de haber impedido con su actitud de permanente exaltación del milicianismo la formación de un verdadero ejército popular. Más insospechada resulta la inclusión de la masonería internacional en el largo capítulo de agravios. A los masones les responsabiliza de complicidad directa o indirecta en la sublevación del coronel Casado, cuyos colaboradores del Consejo de Defensa, que firmó la capitulación, eran miembros de la Logia, con la excepción del general Miaja. Pero no todo lo que no era comunismo resultaba execrable. Una figura política, el presidente Negrín, aparece, así, como una excepción en medio de tanta miseria, cobardía y traición. El encarna-ría, con la inestimable ayuda del Partido Comunista y de un pequeño grupo de partidarios personales, el espíritu de la resistencia. Empeño inútil y escasamente duradero. «Aprovechándose de su debilidad, las dos Internacionales socialistas, la masonería y las burguesías reaccionarias francesa y británica con-seguirían finalmente aislarla y llevar al Ejército a la desmoralización en un tiempo prácticamente insuperable».

El «informe Stepanov» se redacta en el justo momento en el que España, con la victoria de las tropas nacionales, era para Stalin un episodio superado, y su rol como peón en el juego de la política internacional soviética carecía ya de sentido. La guerra civil española era a partir de ese momento una vieja y pasada historia de la que más valía no acordarse. El informe dormiría, pues, el sueño de los justos, olvidado en el polvoriento legajo de un archivo. Su recuperación ahora por el profesor Encinas Moral, precisamente cuando el viejo conflicto se reactualiza en medio de gratuitas interpretaciones, no deja de ser, por lo menos, una curiosa y singular referencia.

 


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