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Manuel P. Villatoro
El 29 de noviembre de 1936, el joven Ricardo Rambal Madueño, de apenas quince veranos, se despertó en una gélida zanja excavada en el municipio madrileño de Paracuellos del Jarama. Su única compañía, a izquierda y derecha, eran cadáveres inertes; como él, hombres y mujeres que habían sido sacados por las bravas de las prisiones de la capital y llevados hasta aquel triste campo de muerte para ser fusilados. El chico se hurgó la mandíbula, que palpitaba con vida propia, y corrió despavorido. Solo pensaba en escapar. No fue hasta algunas horas después cuando descubrió que tenía una bala alojada en el paladar.
Ricardo, o Ricardito, como le llamaban sus amigos antes de la Guerra Civil que sacudió nuestro país a partir del levantamiento militar del 18 de julio, fue uno de los miles de prisioneros fusilados en Paracuellos del Jarama por la Segunda República desde el 7 de noviembre de 1936. Entre 2.400 y 12.000… Y es que sí, la batalla por él número de víctimas se libra todavía hoy entre investigadores, historiadores y todo aquel con el suficiente ánimo como para enzarzarse en ella. La diferencia es que la fortuna quiso que este chicuelo, acusado de pertenecer a Falange, hizo una finta a la muerte a pesar de recibir sendos disparos en rodilla, estómago y boca.
Cuatro décadas después, en 1977, un don Ricardo con mucho más recorrido vital explicó sus vivencias durante la noche del 28 de noviembre al reportero del diario ABC Miguel Ángel Nieto. Lo hizo sobre la misma tierra en la que se desplomó después de ser tiroteado; y cerca de una tumba que, perfectamente, podría haber sido la suya. «No sabía dónde estaba ni que me había pasado. Serían las doce de la noche cuando abrí de nuevo los ojos. […] Sangraba, sangraba mucho. Sin moverme del lugar en el que había caído palpé el terreno con ambas manos. El frío de los muertos me hizo reaccionar ¡Qué escena…! cuerpos y más cuerpos sin vida, amontonados, ensangrentados, algunos de ellos terriblemente desfigurados».
La suya fue una de las muchas voces que narraron las matanzas perpetradas por los republicanos en Paracuellos cuando los sublevados se hallaban a unos cientos de metros de la capital. Crímenes organizados, según algunos autores, por el entonces Consejero de Orden Público Santiago Carrillo; el mismo que, durante su etapa como dirigente político en la España democrática, negó esta acusación en una infinidad de ocasiones y arguyó que solo había ordenado la evacuación de los 2.000 militares sublevados en el madrileño Cuartel de la Montaña unas jornadas antes. «Lo que reconozco es que no pude garantizar la vida de los reos porque no había un aparato de policía en ese momento y porque había mucho odio», explicó en una entrevista en 2007.
De vuelta en la Guerra Civil, la historia de Ricardito comenzó en el verano de 1936. Meses antes de que, como señaló el mismo Carrillo en sus memorias, el golpe de estado militar sacudiera los pilares estructurales de la Segunda República. «Fui detenido el 4 de junio de 1936 por ser militante de Falange. Sin más acusación, sin juicio previo», afirmó a ABC. Como otros tantos, fue enviado a la Cárcel Modelo de Madrid, ubicada en las cercanías del hoy Cuartel General del Ejército del Aire. «Allí me encontré con grandes amigos como el propio José Antonio». En sus palabras, los primeros días entre rejas «no fueron los peores», pues se hallaban custodiados por guardias que garantizaban su seguridad.
La situación cambió el 18 de julio. «La vida era bastante normal, pero estalló el Alzamiento y las cosas comenzaron a endurecerse: de presos políticos habíamos pasado a ser prisioneros de guerra». Un mes después, el 22 de agosto, se desató el infierno cuando milicianos exaltados y armados tomaron por sorpresa la Modelo y asesinaron sin contemplación a una treintena de reos. Ricardo vivió de primera mano aquella matanza que consiguió desencajar el rostro al presidente de la República, Manuel Azaña, impotente ante tal barbarie.
«Ese día, muy temprano, nos hicieron salir al patio a esperar órdenes. Cuando más confiados estábamos, unas ametralladoras, instaladas en unas casas del paseo de Moret, comenzaron a dispararnos. Cayeron muchos, pues nos cogieron por sorpresa. Yo corrí a refugiarme a un muro con otro grupo de presos. En ese instante abrieron las celdas de los comunes, para dejarles en libertad, y las ametralladoras dejaron de disparar. Corrimos a refugiarnos en nuestra galería. Algunos de los comunes, antes de marcharse, prendieron fuego a la prisión. La panadería, que estaba debajo de la entrada a nuestra galería, fue la dependencia más afectada, hasta el punto de hundirse el techo y dejarnos aislados del exterior, eso nos salvó».
En la entrevista, Ricardo rememoró las jornadas siguientes con miedo. Miedo a que, como a sus compañeros, los exaltados le eligieran para «juzgarle»; triste eufemismo que buscaba disimular la muerte frente a un pelotón de fusilamiento. «Uno de los momentos más emocionantes fue cuando un sacerdote, tío del general Fanjul, nos reunió a todos y nos dio la absolución en bloque». Dos días después arribaron a la prisión unos milicianos que le ordenaron salir a la calle. «Nos dieron ropa, antes nos la habían quitado, y nos dejaron pasear. Pero no nos daban ni de comer ni de beber y los milicianos, para divertirse, nos tiraban trozos de pan desde las garitas. Dábamos saltos para cogerlos…».
De esta guisa llegó noviembre, mes en el que las fuerzas Nacionales pusieron en jaque a la Segunda República al plantarse en las cercanías de Madrid. La amenaza palpable de ver la capital en manos enemigas provocó que Francisco Largo Caballero, cabeza del gobierno, pusiera pies en polvorosa con su ejecutivo en dirección a Valencia y dejara el mando en manos de una Junta de Defensa dirigida por el general Miaja. Como Consejero de Orden Público fue elegido Carrillo, responsable de facto de la seguridad de los miles de prisioneros encerrados. A ambos les surgió entonces una triste disyuntiva: ¿qué diantres hacer con aquellos hombres? Entre las opciones se barajó su traslado para evitar que formaran una Quinta Columna que atacara la ciudad desde el interior.
Pero, en lugar de ser llevados a otras prisiones, miles y miles de reos fueron cargados en camiones o autobuses de dos pisos y dirigidos, entre otros tantos lugares, a la vega del Jarama para ser fusilados. Todavía se desconoce el responsable; para unos, Carrillo, para otros, la exaltación miliciana. Expertos como el reconocido hispanista Ian Gibson (autor de «Paracuellos, cómo fue: la verdad objetiva sobre la matanza») insisten en que las cabezas pensantes de aquel despropósito fueron los asesores soviéticos que aconsejaban a la Segunda República; personajes como Mijail Kolstov, conocido como el agente personal de Stalin en España, que defendieron la imposibilidad de escoltar a tal gentío hasta un lugar seguro.
Ricardito fue uno de aquellos presos y, en contra de lo que le sucedió a otros tantos compañeros, él si fue procesado. «Recuerdo que el día que me juzgaron no había luz y el Tribunal se alumbraba con una vela, lo que le daba un aspecto más fantasmagórico a la escena». Tras unas breves preguntas, llegó la sentencia. «”Está usted libre”, me dijeron, y pusieron un punto rojo a mi nombre. A esas alturas todos sabíamos lo que significaba. Volví a mi celda y abracé a mi amigo, Cousiños, un abogado, íntimo amigo mío. Sabíamos los dos que era nuestro último abrazo». Llevaba razón, pues a una buena parte de los reos fusilados en Paracuellos se les engañó confirmándoles que habían sido liberados.
Al día siguiente, 28 de noviembre, Ricardo fue subido a un camión junto a otros presos. Tenía una herida en de cuchillo que le había hecho un miliciano tras robar un cuscurro de pan. «Todos íbamos serenos, con un nudo en la garganta. Algunos fumaban muy deprisa un cigarro regalado o robado. Sabíamos que nos quedaba de vida lo que los camiones tardasen en llegar a Paracuellos».
Arribaron entre las ocho y media y las nueve de la noche y, frente a ellos, encontraron un grupo de milicianos armados con pistolas, fusiles y escopetas de caza. «Hacía frío, pero, créame, que no lo notábamos. Llevábamos la ropa interior y el mono de la prisión, nada más, pero no notábamos el frío. El miedo era la sensación más fuerte, no había lugar para sentir nada más».
Cincuenta metros después, Ricardo fue ubicado en el borde de una fosa. Tras una breve oración, tres salvas de disparos hicieron que se desplomara junto a sus compañeros. Muerto. O eso creía… Y es que el chico, para su propio asombro, sobrevivió.
«No sabía dónde estaba ni qué me había pasado. Serían las doce de la noche cuando abrí de nuevo los ojos. Me dolía una pierna, el estómago y la boca. Sangraba, sangraba mucho. Sin moverme del lugar en el que había caído palpé el terreno con ambas manos. El frío de los muertos ms hizo reaccionar. ¡Qué escena…!, cuerpos y más cuerpos sin vida, amontonados, ensangrentados, algunos de ellos terriblemente desfigurados. Me puse de pie, dudé décimas de segundo y salí corriendo despavorido. Creo que no grité porque tenía un intenso dolor en la boca. Luego me daría cuenta, horas más tarde, que tenía una bala incrustada en si paladar. Era el tiro de gracia que me había entrado por la barbilla, pero afortunadamente el proyectil se quedó en la boca».
Ya despierto, Ricardo escapó de allí a la carrera. Tuvo la suerte de que no había milicianos cerca. Su única obsesión era alejarse de «aquel lugar dantesco y cruel». Cuando amaneció se escondió en unos matorrales todo el día, «desfallecido y hambriento». «Tengo que volver a Madrid, me dije, y cuando anocheció emprendí el camino de regreso casa». A las tres jornadas de caminata pisó las trincheras de Canillejas. Y de allí, a Leganitos, donde vivía con su madre. «Vi mi casa completamente destruida por una bomba. En ese momento pensé en tirarme bajo las ruedas del primer coche que pasase, ya no podía más».
Por suerte para él, una vecina le reconoció. «Ricardito, ¿qué te han hecho? Tu madre está en los bajos del cine Capitol en un refugio de los Guardias de Asalto». Con las pocas fuerzas que le quedaban, y perdiendo mucha sangre, el chico caminó hasta el lugar. Allí se encontró con su madre, que lloraba de forma desconsolada. Cuando la vio, cayó escaleras abajo, desfallecido. «A los tres días recobré el conocimiento, sentía dolor, pero me encontraba mucho mejor. Los que estaban allí refugiados me quitaron la bala de la boca y me alimentaron como pudieron. Después, un guardia de asalto me facilitó un mono, un carnet de la CNT y una pistola. “Toma, defiéndete como puedas y guarda la última bala para ti”». A los pocos días fue detenido de nuevo. Permaneció entre rejas hasta que consiguió la libertad. Ya en las calles saltó a las trincheras Nacionales.