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Jaime Alonso
Francisco Franco Bahamonde, jefe del Estado Español desde el 1 de octubre de 1936 hasta el 20 de noviembre de 1975, falleció en una habitación de Hospital de la Sanidad Publica, creada bajo su mandato comisorio vitalicio. Desde el 18 de julio de 1936, en que se suma al Alzamiento contra la ilegitimada república, se convierte en el hombre que dirige y marca el destino de su pueblo, hasta el último día de vida. Ese “Estado de Obras” y concatenación de derechos, levantado sobre un páramo de promesas incumplidas durante siglos, conformó otra forma de hacer política, muy bien aceptada por su pueblo, y un bienestar general desconocido hasta entonces. Dejó una sociedad de amplia clase media, estable, cohesionada, desarrollada y en paz, y nombró sucesor, a título de Rey, a quien creyó mejor para seguir ganando el futuro.
Sus herederos, en un ejercicio de ejemplaridad política, carencia de convicciones, ingenuidad intelectual y discutible rigor jurídico, diseñaron, a conveniencia de las viejas democracias europeas, una Ley para transitar entre ese régimen autoritario y personal, hacia otro homologable y democrático al uso. Ante un pueblo ingenuo y sin complejos, le presentaron un futuro en el pasado escrito, donde reconciliar a aquellos que no hicieron posible la paz, pero estaban dispuestos a perdonarse todos sus pecados, con el propósito de enmienda de volver a gobernar. Así se gestó la Ley para la Reforma Política como octava Ley Fundamental. Sometida a Referéndum, se aprueba y redacta una nueva Constitución, aún vigente, pero cada vez menos respetada por el gobierno y los poderes públicos.
Pero el “Himalaya de mentiras” que se habían fabricado contra Franco y su régimen en el exterior, según el acertado aserto de Julián Marías, iba adquiriendo carta de naturaleza en el interior de la sociedad española, con la pujanza del idealismo novedoso, la cautivadora palabra cambio, el monopolio de la opinión pública y el apoyo internacional. Debía producirse la ruptura del régimen anterior de facto, ya que de derecho no había sido posible, pues toda la amalgama antifranquista en torno a la llamada Plata/Junta, había sido barrida su opción abstencionista en el referéndum al que se somete la Ley.
Se puede estar con Franco en la afirmación, en la negación y hasta en la duda de su magistratura excepcional, siempre circunscritas al tiempo y lugar. Pero lo que no resulta asumible es la fantasía de la izquierda, entre oportunista y freudiana, de que Franco sigue rigiendo los destinos de España, con el único propósito de devolvernos al trágico pasado republicano. Debate distópico, estéril e inútil de mantener, pero muy pernicioso, por lo que supone de quiebra de la legitimidad histórica ininterrumpida de la razón de España.
Descartada la posibilidad de ganar la guerra con ochenta años de retraso, lo único que cabe es perder la convivencia pacífica, el sentido colectivo de pueblo, el estado de derecho y la libertad de investigar, en la historia, sobre el grueso trazo de distinguir entre víctimas y verdugos. Esta ley ideológica, y cualquiera de idéntico propósito, solo garantizan la arbitrariedad, el agravio y la infamia.
Cuando no puedes cambiar la realidad, cambia el relato, esa era la tesis de Manuel Tuñón de Lara, uno de los autores intelectual del historicismo memorialista actual, en Oviedo, octubre de 1977. Esa fue la línea seguida por el izquierdismo y su instigador (la masonería) para que, ya entonces, la realidad falsificada fuera siendo creíble. Pero faltaba lo más difícil: imponerla como relato único, vertebrador de un movimiento prerrevolucionario que perpetuara en el poder a sus autores y deslegitimara a sus adversarios ante el electorado.
Dos fueron los hitos empleados para llegar donde estamos. Primero, constatar que la derecha había abandonado su sentido histórico y voluntad espiritual; los referentes asumibles y el pasado glorioso. Segundo, testar que esa derecha “de consenso” se había convertido en un conglomerado de intereses y servidumbres, sin un valor superior o alma colectiva. Sólo aspiraba al poder de gobernar como relevo, pero no al deber de cambiar las cosas, cuando éstas eran nocivas e inasumibles para el bienestar general.
El relativismo moral impuesto por la izquierda, era asumido por la derecha en cuanto llegaba al poder; y el nihilismo pasivo de aceptar la destrucción de los valores que configuraron nuestra existencia, permitía avanzar hacia el pensamiento único, excluyente y destructor que convenía a la izquierda. En ese clima filosófico/moral, era cuestión de tiempo el asalto a la fortaleza de la verdad histórica, labrada con el rigor sacrificial de los hechos. El momento histórico lo proporcionó el Gobierno de Aznar, pero igual podría haber sido Suárez o Fraga. El 20 de noviembre de 2002, por unanimidad, se aprobaba en las Cortes Españolas “la condena expresa del franquismo” y la declaración de las Brigadas Internacionales “como defensoras de la libertad y la democracia”; similar blanqueamiento al que ahora se hace de Bildu e idéntica catadura moral o rigor histórico.
Con tan ignominiosa entrega a la demagogia del adversario, un gobierno de derechas asumía, sin reproche propio ni obligación ajena, toda la II República; la destrucción de la democracia por los antecesores de los proponentes; el golpe de estado del 34; el fraude electoral de febrero del 36; el asesinato de uno de los líderes de la oposición, Calvo Sotelo, a manos de los escoltas de Indalecio Prieto; el armar al pueblo en milicias populares; el aceptar el padrinazgo de Stalin durante la guerra; el vaciar las reservas de oro del Banco de España; el saqueo de todas las cajas fuertes, montepíos, bienes incautados a familias, y los tesoros y bienes de la Iglesia. Además del asesinato, sin juicio alguno, de cuantos fueran considerados contrarrevolucionarios: la iglesia en pleno, órdenes religiosas, católicos, propietarios, persona consideradas de derechas. Genocidio como el de Paracuellos del Jarama quedaba en el olvido de lo políticamente incorrecto.
Alguien puede imaginarse que, ante esa fatua aceptación de la superioridad moral de la izquierda, sin justificación posible; ¿los partidos aspirantes a reeditar el Frente Popular y condicionar una partidocracia feudal, iban a desaprovechar las condiciones para hacer irreversibles sus propósitos hegemónicos de perpetuarse en el poder y deslegitimar toda alternancia? Pues ahí tenemos la Ley de Memoria Histórica de Zapatero que mantuvo Rajoy durante ocho años de gobierno mayoritario, y el PP en todas las autonomías dónde gobernó. La profanación de la tumba de Franco y el secuestro actual de su cadáver, ha terminado de hundir en el descredito a todas las instituciones que han contribuido, por acción u omisión, a tan aberrante ejercicio de gobierno contra nuestra historia. La Ley de Memoria Democrática de Sánchez, semántica aparte, es el punto final de un proceso irreversible, sí permanecemos en la creencia de que sólo afecta a quienes asumimos nuestro glorioso pasado y nos declaramos franquistas.
La ocupación del Estado por el gobierno y la identificación con un proyecto ideológico totalitario, impuesto por ley y de obligado cumplimiento, desde la educación hasta la libertad de opinión, manifestación y catedra, debe encontrar respuesta en el estado de derecho, en la Constitución y en los tribunales. Una ley totalitaria esencial al proyecto Zapateril/Sanchista, conformadora del nuevo Frente Popular, no admite más enmienda que su derogación inmediata y el recurso de inconstitucionalidad, una vez aprobada. Los delirios de grandeza, coincidentes con inteligencias cortas y voluntarismos ajenos, acaban siempre en desastre para quien los provoca.
La nueva “Ley de Memoria Democrática” va a suponer el final del régimen de 1978, pues su naturaleza e idiosincrasia lo conforma el artificio de unos partidos mangoneados por una minoría inepta y corrupta que absorbe todos los poderes del Estado. Esa ley impostada y rupturista volará, sin control, todo el edificio constitucional, caso de aplicarse. Sin embargo, en nada va a afectar, por mucha condena ad hominem que se produzca, contra Franco y su época. El “Estado de hechos y de derecho” de tan prolongado período histórico, no se destruye sino es mediante un proceso revolucionario cruento y con apoyo exterior, previo a desintegrar su unidad territorial.
Del texto legal poco se puede extraer, con la excepción de que está escrito para el infantilismo progresista de quien sueña tapar el sol con un dedo, eclipsar la luna con una estrella y borrar la historia con un pincel. Todo su articulado es una constante ampliación de derechos, de aberraciones descriptivas atribuibles al franquismo, de víctimas de un tiempo, lugar y adscripción política. Las víctimas son de un sólo bando y los verdugos del contrario, claro está. Una guerra civil en versión memorialista y democrática va a resultar un comic en el que unos disparan con bala y los otros con confetis.
El pilar del edificio memorialista se sostiene en una verdad a medias: “que Franco dio un golpe de estado contra la legalidad republicana”. Les conviene ignorar que el golpe de estado había fracasado en todas las ciudades importantes de España, y que la legalidad republicana no existía desde las elecciones de febrero de 1936. Lo que existía era una potencia extranjera, la Rusia de Stalin, dirigiendo los destinos de una nación milenaria que no se resignó a morir. Pero, ¿nadie se pregunta por el golpe de Estado que dio el Secretario General del PSOE Largo Caballero, Prieto, Negrín y los separatistas de Companys en 1934? ¿Tampoco por las victimas producidas? El capricho de las fechas es lo único que ha irritado a los duendes de la Transición; no la falsedad del relato, la arbitrariedad de la norma o la injusticia con las victimas del otro bando. La Ley, dicen, es necesaria y oportuna, pero sólo hasta 1975, y sin apoyo de los terroristas.
El fin de esta ley justifica los medios empleados, a ver cuándo se entera la derecha autista y acomodaticia. Ahora y siempre, un proyecto totalizador sólo busca un poder hegemónico. Aunque sea necesario cambiar las reglas del juego y destruir los equilibrios formales de una democracia e incluso la unidad de la nación española. De ahí todos los excesos que contiene el articulado de la ley, nítidamente inconstitucionales, de considerar como víctima a las personas, territorios, lenguas, culturas y todo lo que quepa en la mente obsesiva de sus promotores.
Tan enmascarado propósito debería tener el léxico adecuado y la ingeniería del lenguaje estadístico adaptado al interés del oxímoron memoria/historia. Debería llamarse con más autoridad gramatical comprensiva: Ley de Historia Discontinua. Evitaría el aberrante intento de ocultar la realidad incomoda e infame de los promotores, y establecería una separación entre la parte y el todo; entre la verdad y la mentira; entre la humillación y la dignidad; entre la víctima y el verdugo; entre la libertad y la tiranía; entre la convicción y la imposición. Al final, entre Franco, ganador desde hace cuarenta y siete años su lugar en la historia, y Zapatero/Sánchez, luchando contra los molinos de viento que fabrica el subconsciente enfermo del resentimiento.
Ningún ámbito se escapa al regulador del control historicista. Se crea una “fiscalía del pensamiento” dentro del “Ministerio de la verdad”, todo ello encaminado a enjuiciar el pensamiento del ciudadano en relación con su historia. Todo muy orwelliano. ¡Y le llaman democrática! Esa fiscalía de Sala se arbitra para la persecución de lo que podría llamarse “juicios de la verdad histórica”, ya ensayados en argentina, en otro contexto, donde el principio acusatorio y las pruebas indiciarias lo conforman todo. Como único antecedente de la Inquisición, acredita que la izquierda no ha evolucionado mucho.
Las disposiciones finales y el desarrollo de la ley chocarán directamente, en su aplicación, ante los tribunales ordinarios y la defensa del estado de derecho, consagrado en la Constitución. Tres instituciones recibirán con especial afecto el totalitarismo destructor de la libertad, la verdad, la justicia y el pluralismo político que la ley de Memoria Democrática conculca: La Fundación Nacional Francisco Franco; el Valle de los Caídos; y los títulos nobiliarios que traen causa, como la misma Monarquía, del régimen de Francisco Franco.
La impresión, antes del desigual combate al que nos vamos a enfrentar, es que venceremos. Aun viendo el trilerismo al que se somete a los jueces, la experiencia judicial de la profanación, y el inminente control del Tribunal Constitucional por el poder despótico de Sánchez. Pues seguimos creyendo en Dios, en Franco, en la verdad histórica y en nuestra firme voluntad de resistir; y sabemos que, por muy largas que sean las noches, al final amanece, y la vida te devuelve, una sonrisa.
Presenciando el debate del estado de la nación no debemos ser optimistas; Feijoo hará lo mismo que Mariano, se ha visto en Galicia; y ni siquiera confiamos en que recurra la ley al Tribunal Constitucional. Hasta una Gamarra campanuda se enfrentó a la izquierda con una lapidaria afirmación: “no nos den lecciones de memoria histórica, gobernando el PP se condenó el franquismo”. Sólo lamentamos que no añadiera, con humildad carmelita, la pregunta que revoloteaba en el hemiciclo: ¿cuándo va la izquierda y separatistas a condenar el golpe de estado del 34, el asesinato de Calvo Sotelo, el provocar la guerra civil que luego perdieron, y todos los crímenes y expolios cometidos sobre las personas y el patrimonio nacional? Ante esa evidencia empírica, mejor callar, nunca toca arreglar esas cosas. Sólo Santiago Abascal (VOX) tuvo el rigor intelectual, la valentía moral y la determinación política de enfrentar el problema. No es poco si la conciencia del pueblo no vuelve a anestesiarse con el voto útil.
Nadie dude de nuestra consciencia de la dificultad, tampoco del ánimo para encararlo. La convicción de que el futuro nunca pasa por la vuelta al pasado, ni siquiera como farsa, que pretenden reescribir los patibularios de siempre; incapaces de una idea superior, de una arbitrariedad que no les beneficie, de una indemnización que no se inventen. Esta Ley Cadavérica nace muerta y sería conveniente para la higiene democrática y la justicia en libertad, tuviera poco desarrollo temporal.