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Luis Suárez
Razón Española nº 7
Octubre de 1984
El laberinto español,
de Gerald Brenan
Barcelona, 1977, 312 págs.
Realmente no valdría la pena ocuparse aquí de este libro si no fuera porque los medios de comunicación al servicio del Gobierno han dado, al retomo de Gerald Brenan al pequeño pueblo andaluz, en donde viviera con tranquilidad años antes bajo un régimen del que se declaraba acerbo detractor, un relieve sorprendente por la desmesura. ¿Qué se pretende con ello? Pues este libro, carente de méritos, acusa además muy severamente el paso del tiempo y aparece, entre otras cosas, desfasado en sus planteamientos. No encuentro otra explicación salvo la complacencia que ahora invade en producir una especie de salto atrás, hacia los odios de la guerra civil. Brenan no es un hispanista, como se ha dicho, no se trata de ningún experto investigador en temas de cultura española como, gracias a Dios, hay muchos y a veces de excepcional categoría. Tampoco es un historiador. Su libro, casi único, ha sido construido con hábil pluma periodística, valiéndose de unos pocos libros, algunos demasiado generales y otros deformados en su información o carentes de ella. Tampoco se ha preocupado de completarla ni de verificar su contenido. Estamos en presencia de un ensayo con intencionalidad política.
Recordemos que el libro fue escrito en 1943 y reelaborado en 1950 y 1960. Formaba parte de una operación montada por el socialismo internacional y ten-dente a convencer a los aliados, presuntos vencedores de la guerra mundial, de la necesidad de intervenir en España para devolver a los suyos el poder que perdieran. El planteamiento era simple: “los buenos” es decir los rojos, habían sido vencidos por “los malos” —inicuos e insensatos se llama a los nacionales, para que no quede la menor duda— que de este modo frustraron la revolución desencadenada, una “emocionante y exaltante experiencia” que culminaba “los sueños más brillantes de la raza humana”. Nadie se engañe: estas frases retóricas ha-cían referencia a la Barcelona del otoño de 1936, que Brenan visitó.
El libro, exaltado en los círculos socialistas, cayó sin embargo en el olvido porque, desde 1947, los aliados descubrieron muchas cosas en relación con las actuaciones de sus amigos soviéticos y hubo una notable reacción favorable a España. Reapareció, muy significativamente, en una tercera edición inglesa en 1960, cuando estaba comenzando una nueva fase de asalto al régimen español. Ninguna modificación se había introducido respecto a la segunda edición. Esta vez fue traducido al castellano y editado por Ruedo Ibérico que no era ninguna empresa neutra sino un instrumento para aquel combate.
Para entonces habían comenzado a aparecer, dentro y fuera de España trabajos más documentados, algunos incluso de notable calidad histórica. No fueron tenidos en cuenta porque no se trataba de establecer la verdad sino de promover sentimientos: aquella “excelente e ilusionada” República —esta es la tesis— había sido inicuamente derribada. Para ello tenía que evitar precisiones que le dejaran en mal lugar. Una buena prueba. Según Brenan en la guerra civil —sabemos que produjo alrededor de 295.000 víctimas— murieron en España un millón de españoles o dos. La precisión es absoluta: lo mismo da un millón que dos. Natural-mente, en su línea de maniqueismo no le conviene ninguna precisión, tampoco en el número de víctimas de la violencia a uno u otro lado: se tiene la impresión, le-yendo su libro, de que sólo son reprobables las causadas por los nacionales, pues las otras son el precio imprescindible para su “emocionante y exaltante experiencia”.
Esto me preocupa hondamente. Nos preocupa a muchos de los hombres de nuestra generación que, diversificados ideológicamente, repudiamos sin embargo la violencia, de verdad. No fuimos a la guerra, pero padecimos sus consecuencias. Y ahora se exhuma del pasado un triste fantasma y, sobre él se sopla para que se reaviven las cenizas. Los norteamericanos suelen decir que existen dos clases de periodistas, los que dan la noticia y los que la producen. Mister Brenan ha sido de los segundos. No se lo reprocho: allá él. Pero me asusta esta inclinación de la izquierda intelectual, escudándose en nombres extranjeros, a restaurar sentimientos de odio. La guerra civil es un tema que debiera dejarse a historiadores: éstos buscan documentos, establecen cifras y datos, explican, pero no juzgan. No creen que todo se reduzca a buenos y malos.
Pero el señor Brenan sí, y conviene advertir seriamente al lector ingenuo, por-que le puede engañar. Ninguno de sus datos es fiable. Podríamos llenar páginas y páginas con sus despropósitos, desde la injuria de Alfonso XIII al que pretende responsabilizar del desastre de Annual, hasta la creencia de que el comunismo había disminuido su fuerza en los últimos meses de la guerra civil —un argumento para tranquilizar a mister Churchill— pero no es necesario. Para él toda la Historia de España se reduce a un solo argumento: la “abierta lucha de clases entre terratenientes reaccionarios y clases revolucionarias de obreros y campesinos”. Ya tenemos el latiguillo de la lucha de clases, panacea universal del anticientificismo marxista. Llegados a este punto lo mejor que podemos hacer es guardar silencio.