Resumen de la homilía pronunciada en la Iglesia de San Francisco de Santa Cruz de Tenerife, el 6 de febrero de 2014:
La muerte no es el final del camino reza la letra de una conocida canción. Es necesario, en nuestras vidas ajetreadas, pararnos con más asiduidad a pensar en Aquel que nos espera, en sus promesas, en los novísimos. Lo hacemos, ciertamente, en contadas ocasiones, cuando nos acercamos al templo a orar por un ser querido que deja este mundo; rezamos y reflexionamos sobre la vida eterna, cuando ofrecemos el Santo Sacrificio de la Misa en sufragio por el alma de un difunto, no como homenaje ni en su honor, sino como hoy lo hacemos por nuestro hermano Blas pidiendo su salvación eterna y que pueda contemplar el rostro de Aquel en quien tanto creyó. Sin embargo, no podemos dejar de aprovechar toda ocasión que se nos brinde para reflexionar sobre nuestra propia muerte y orar, como tantos santos hicieron, en orden a disfrutar, cuando Dios así lo decida, de una santa muerte en la despedida de esta vida.
La Santa Misa de difuntos es un consuelo para los que quedamos en este mundo no sólo porque Dios nos concede la oportunidad de seguir haciendo el bien por un hermano nuestro que puede necesitar de nuestra oración sino porque la palabra de Dios y toda la liturgia nos lleva a la esperanza, virtud teologal, y a la aspiración de que un día podremos gozar de la gloria de Dios.
Hemos escuchado en el Evangelio correspondiente al día de hoy como Jesús envía a sus Apóstoles a predicar de dos en dos. El mensaje que deben transmitir no es otro que el de Nuestro Señor en el que ocupa un lugar primordial todo lo que hace referencia a la Resurrección, a la Vida eterna y la necesidad de cambiar, en obediencia a la voluntad de Dios, “Salieron a predicar la conversión” (Mc 6, 12). El testimonio que han de ofrecer los que predican, con su palabra y con su ejemplo, con sus obras, con sus escritos, no siempre será bien recibido. Jesús se los dice con toda claridad a los suyos: “Seréis odiados de todos los pueblos por causa mía” (Mt. 24, 9). Pero, también, nos advierte “Mas el que persevere hasta el fin, ese se salvará” (Mt. 24, 13).
Esta advertencia de Nuestro Señor nos lleva a recordar el pensamiento de Juan Pablo II, en la encíclica Veritatis Splendor, cuando nos recordaba que todo seguidor de Cristo ha de tener vocación al martirio. Hoy la liturgia conmemora a san Pablo Miki, mártir jesuita japonés, en el que se cumple lo dicho por el Señor. Sólo por predicar la verdad de Cristo y de su Evangelio es asesinado con sus compañeros por las autoridades niponas. Pero la vocación al martirio no sólo es sufrirlo físicamente, sino padecer la calumnia, el acecho del enemigo, el desprecio de los medios y, en consecuencia, el de una considerable parte de la sociedad. Ahora bien, las palabras de Jesús nos animan “A todo el que me confesare ante los hombres, lo confesaré Yo delante de mi Padre que está en los cielos, más a quien me negare delante de los hombres, le negaré Yo delante de mi Padre que está en los cielos” (Mt. 10, 32).
Pues bien, nuestro hermano Blas hace una década, en una entrevista, aseguraba que él pensaba en la muerte todos los días. También sabemos que rezaba por las almas de los difuntos incluidas las de sus enemigos. Blas era un predicador que llegó a dirigir ejercicios espirituales y charlas cuaresmales a auditorios de miles de personas. Que fue pregonero de fiestas religiosas por toda la geografía nacional, también aquí en esta España insular, como le gustaba decir, en 1964 en las fiesta de la Octava del Corpus Christi de La Orotava. Escribió sobre la Virgen María, a la que amaba profundamente, sobre los Ángeles, sobre la Eucaristía…
Ser apóstol de Cristo, no sólo implica predicar sobre su Persona sino sobre cada una de las verdades que Él nos legó por muy contraproducentes que sean al mundo. De ahí, que al igual que Cristo, que los mártires, que los santos, que los que habitan en el cielo en incontable muchedumbre: los que no hacen selección interesada en el mensaje de Jesús, los que no reducen la profesión de su Fe a su interior, a su hogar o a las paredes de un templo sino que en la vida pública se presentan con todo el bagaje de la Fe católica… serán odiados. Y Blas, que no podía ser más que su Maestro, sufrió el rechazo de los esclavos del espíritu del mundo. Pero perseveró.
Repito, más o menos, las palabras que en una Santa Misa que celebré en su presencia en 2006 en Madrid, adaptando al momento un pensamiento del Tribuno de la tradición: Blas, porque no has ocultado ninguna verdad, al llegar el momento de rendir cuentas ante el Altísimo, podrás decir Señor cuando se buscaba destruir el matrimonio y la familia con leyes inicuas, Señor Tú lo sabes, aunque en soledad parlamentaria, yo no te negué; cuando la cultura de la muerte, se imponía con el aborto, la eutanasia y la violencia contra el orden de la creación, Señor Tú lo sabes yo no te negué; cuando toda referencia a tu Persona era insultante, cuando ofendieron a nuestra Virgen María, Señor Tú lo sabes yo no te negué: cuando se retiraban los crucifijos, cuando los poderes públicos te daban las espalda, Señor Tú lo sabes yo no te negué…
Entonces, porque confesaste al que es Verdad, sino las has oído ya, pedimos a Dios que sea pronto, escucharás las palabras de Aquel a quien tanto amaste en la tierra: ¡Ven bendito de mi Padre, toma posesión del reino preparado para ti desde la creación del mundo! (Mt. 25, 34)